Controles de precios los ha habido muchos y con distintas suertes distintas a lo largo de la historia: coyunturales y permanentes, generales y puntuales, regulares, exitosos y calamitosos. Por razones obvias, la historia económica convencional, y por ende, el sentido común mediatizado, solo hablan de los últimos. Sin embargo, existen casos exitosos que desmienten en la práctica la afirmación experta según la cual nunca funcionan.
Así las cosas, contrario a lo que se cree, la economía norteamericana no es necesariamente el reino del “libre mercado”, entendiendo por tal la idea según la cual los mercados se autorregulan y no funcionan cuando el Estado los interviene. La primera ley antimonopolio del mundo, por ejemplo, la creó el gobierno norteamericano a finales del sigo XIX. Y ya en los tiempos de Franklin Roosevelt fueron utilizados los controles de precios como mecanismo de regulación.
En efecto, una de las primeras medidas que toma Roosevelt apenas llegado a la presidencia en medio de la gran depresión mundial de los años 30, fue decretar una emergencia económica nacional, y, en el marco de esta, una Ley de Recuperación de la Industria Nacional. Entre otras cosas, esta ley modificaba la ley antimonopolio, con el fin de permitir la fijación de salarios, precios, y normas de condiciones de trabajo, incluyendo la prohibición del trabajo infantil. Luego lo volvería a hacer en 1935, al lanzar el programa de la Administración para la Recuperación Económica.
Sin embargo, una vez comenzada la Segunda Guerra Mundial, buena parte del aparato productivo norteamericano se volcaría a satisfacer las necesidades del esfuerzo bélico. Esto le imprimió a la economía de ese país una sobremarcha productiva que tuvo la virtud de reducir el desempleo y ampliar la demanda agregada, pero que en el marco de un flujo comercial global virtualmente paralizado y de destinar los bienes producidos al frente bélico, trajo como resultado a lo interno escasez de productos, y, por tanto, generación de olas especulativas de precios. Para atacar esto, Roosevelt crea en 1942 la Oficina de Administración de Precios con el fin manifiesto de fijar estos últimos. Coloca a la cabeza de la misma a uno de los más prestigiosos economistas de entonces y de todo el siglo XX: John Kenneth Galbraith.
Los principios bajo los cuales Galbraith diseñó y aplicó el control de precios están recogidos en su obra A Theory of Price Control, de 1951. Para él, simple y llanamente la economía de mercado era un mito. Más que “el libre juego de la oferta y la demanda”, lo que reinaba en la economía era una serie de instancias gracias a las cuales las empresas más concentradas y poderosas (monopolio y oligopolios) planean el proceso de intercambio de mercancías haciéndolo tributar a su favor y reduciendo los “caprichos” de la competencia clásica, imponiendo precios a los consumidores y manipulando la oferta de bienes y servicios.
En función de esta idea, Galbraith diferenció entre un grupo de dos mil o tres mil corporaciones que conformaban “el núcleo institucional de la economía de Estados Unidos” y los restantes 14 millones de empresas menores y comercios que viven en la “periferia” de dicha economía con poco o nulo poder de influir en ella y padeciendo en cambio tanto los “caprichos” del mercado como de las grandes corporaciones.
La estrategia diseñada por Galbraith fue tanto más osada en cuanto significó extender el control a todos los productos, olímpico esfuerzo considerando el tamaño de la economía en cuestión, pero además supuso echarse en contra a toda la ortodoxia y sus pronósticos alarmistas. En un artículo de 2008 del periodista argentino Alfredo Zaiat, reseña la historia del modo siguiente:
“En 1941 Galbraith fue convocado por el presidente Franklin Delano Roosevelt para administrar los precios internos, y aprendió que los libros e ideólogos –en línea con las reacciones de monopolios y oligopolios– harían fracasar la misión si admitía limitar el control a un cierto número de artículos seleccionados” (…) el enfant terrible de Harvard “pronto comprendió que debía transgredir ese axioma liberal –casi una herejía por aquellos tiempos– y no vaciló en extenderlo a todos los bienes comercializables”. Y “contra los pronósticos agoreros, el éxito fue total y ello le generó gran prestigio y respetabilidad. Consiguió mantener así los precios internos en un nivel inferior al 2,0% anual, pese al incesante incremento de la demanda y los altos índices de ocupación que acompañaron al período”. Y concluye que “lo que sus colegas consideraron casi un ‘milagro’ inexplicable; para él era apenas una gran lección que le advirtió sobre la necesidad de someter todo al examen de resultados verificables”.
En 1951, mismo año en que Galbraith publicó su libro, un nuevo control de precios se aplicó en Estados Unidos, en este caso para limitar los efectos especulativos provocados por la guerra de Corea. Ya no fue él el responsable de administrarlo ni Roosevelt era ya presidente (fue bajo el mandato de su sucesor, Henry Truman), pero los principios aplicados fueron los mismos. Cuando comenzó el congelamiento la inflación era de 11,1% y al final del primer año de 2,1%. Luego se mantuvo en torno al 2,6%.
Los controles de precios se mantuvieron con modificaciones en Estados Unidos hasta la década del 70. Un mecanismo interesante establecido fue el de indexar los salarios a las ganancias, obligando a los empresarios y comerciantes a subir aquellos conforme aumentaban estas, lo que desincentivaba la especulación. Nixon fue el último presidente en decretar un congelamiento de precios en el contexto de la guerra de Vietnam. Pero luego se disolvería el anclaje del dólar al oro y la economía norteamericana entraría de nuevo en recesión y especulación, desatando una crisis prolongada que todavía se sostiene entre una burbuja y otra.
- Alejandro Gil, Vice Primer Minstro y Ministro de Economía de Cuba en el Balance del trabajo Ministerio de Finanzas y Precios durante el año 2019 “En ocasiones cuando el Estado regula determinados precios se concibe como una intromisión. El Gobierno tiene el derecho, la facultad y el deber de interceder en favor de la población”
- Elogio del congelador de precios. Por The New York Times
Sinceramente, siempre he creído que el libre juego de la oferta y la demanda es un sofisma. Muchos de nuestros cuentapropistas lo han demostrado, desde los carretilleros hasta los transportistas, poniéndose de acuerdo para subir precios, y la competencia no aparece por ninguna parte. Y ay del que no quiera subir precios, o se va del negocio o lo hacen irse.
La competencia perfecta ha sido siempre un objetivo a batir en la economía de mercado por los diferentes agentes, al ser incompatible con la maximización de beneficios, de ahí que las situaciones de oligopolio y monopolio sean consustanciales con el capitalismo. Quienes tienen poder para manipular los precios, logran con ello una ventaja para aumentar la ganancia, pero también para alterar las características de los productos, depreciando su calidad o acortando su vida útil ( obsolescencia programada), haciéndolos dependientes de otros productos con alta concentración de la propiedad ( como el petróleo en el caso de los vehículos a motor) o evolucionando hacia fórmulas que implican el otorgamiento de derechos de propiedad intelectual en forma de patentes que les confiere un poder estratégico en el mercado y la posibilidad de sondear oportunidades nuevas de mercado ( como es el caso de la influencia negativa sobre la salud de las semillas transgénicas y diferentes insumos agrícolas, que ha convertido a los fabricantes de estos en grandes fabricantes de la industria de la enfermedad y viceversa).
En el mercado agrícola español los precios los ponen un puñado de mayoristas y grandes superficies, lo que está condenando a una mayoría de productores a condiciones de subsistencia o el abandono del sector. Hay una cadena de supermercados ( Mercadona, el segundo en facturación) que obliga a sus proveedores a una regulación de precios y condiciones por parte de su personal contratado, que debe tener libre acceso a la contabilidad e instalaciones. Así no es difícil de imaginar que la mayor parte del valor añadido sea para quienes crean situaciones de oligopolio y que miles y miles de productores estén en pie de guerra por los bajos precios que perciben, mientras crece el precio de los insumos ( suministrados en ocasiones por las mismas corporaciones que les compran los productos finales, como en el caso de las semillas transgénicas).
Una competencia tan asimétrica y maquiavélica no debería estar permitida. Del mismo modo que el mundo del boxeo está regulado para que no exista una diferencia importante en el peso de los púgiles, también debería existir una regulación en el mundo de la economía para que nadie pueda tener un poder desmedido sobre el resto de agentes ni a la hora de producir o fijar los precios. Cuando esto la asimetría es la regla, la regulación del sector público debería ser obligatoria, compensando así las perturbaciones de la desigualdad.
En el caso de una regulación pública en un mercado bloqueado y con situaciones de escasez en diferentes sectores lo que hay que garantizar es el acceso de todos a los productos de primera necesidad combatiendo el acaparamiento y la reventa e incentivando la producción y mejorando la comercialización en el mundo del cuentapropismo para que las mercancías lleguen al consumidor final en las mejores condiciones y precios, como es el caso de los alimentos en los agros.
De este interesante artículo se desprende que, en USA, la regulación pública de los precios ha sido la medicina con la que se ha intentado sacar de la UVI al enfermo infartado por los excesos de las grandes rentas de capital en situaciones oligopolicas sobre las rentas de trabajo de asalariados y pequeños autónomos (como la gran depresión del 29) o combatir la ambición sin control de las grandes corporaciones en situaciones especiales, en que debería prevalecer su falso e interesado patriotismo,
( como la II Guerra Mundial o la guerra de Corea). Debería ser prueba determinante de dónde está el problema y por dónde debería buscarse la solución.
Mientas las rentas de trabajo están perdiendo poder adquisitivo en una situación de incremento exponencial de la productividad, gracias al desarrollo de la tecnología y condiciones de trabajo cada vez más exigentes, y las pequeñas empresas van sucumbiendo cada vez en mayor número, las grandes corporaciones, que operan en situación de oligopolio en los mercados nacionales e internacionales no sólo no cuentan con una regulación de precios por parte del sector público sino que este está a su entero servicio desregulado la economía,para que su desmedida ambición no tenga límites, y poniendo a su disposición los presupuestos públicos, sacrificando la competitividad de los mercados y utilizando la administración como agencia de ventas.
Ejemplos como el complejo industrial militar o la industria de la enfermedad, en el modelo de puertas giratorias y control absoluto de la política por grandes corporaciones ha hecho hecho de USA una sociedad hipotecada por los grandes monopolios, que parasitan una parte relevante de la economía nacional y mundial y que han acabado con la rentabilidad y atractivo del mercado yanqui en el minotauro global, de ahí la masiva deslocalización, que no podrá invertir la proteccionista política arancelaria de Trump. Lo sorprendente hoy es que el resto del mundo siga tolerando toda clase de abusos a una nación que tiene el mayor nivel de consumo mundial pero, como contrapartida, el mayor déficit, los más elevados costes de producción, viejas y deterioradas infraestructuras, cada día más basura financiera e instrumentos de saqueo como burbujas y guerras así como una política exterior cada día más hostil y chantajista. Tal situación sólo puede explicarse desde la confianza que sigue generando el mercado yanqui por ser el mayor mercado de consumo, mayor mercado financiero ( con el dólar como principal divisa mundial) y policía mundial al servicio de los grandes intereses oligárquicos, en que sigue existiendo un abismo entre estar dentro de su paraguas protector o estar fuera. Hoy USA es un coloso con los pies de barro al que todos siguen adulando y apuntalando, como la vieja Europa, que se arrodilla y pide clemencia ante las diabólicas medidas de un emperador que sólo puede ofrecer un mercado de consumo en bancarrota.