Atilio A. Boron
La atención de la opinión pública internacional está centrada en el acuerdo pírrico firmado entre Barack Obama y el Congreso mediante el cual el presidente se compromete a aplicar un duro programa de ajuste fiscal, centrado en el recorte de gastos sociales (salud, educación, alimentación) e infraestructura por 2,5 billones de dólares (2.500.000 millones de dólares) pero preservando, como lo exige el Tea Party, el nivel actual del gasto militar y su eventual expansión. A cambio de esto, la Casa Blanca recibió la autorización para elevar el endeudamiento de Estados Unidos hasta 16,4 billones de dólares (es decir, 16.400.000 millones de dólares), cifra superior en unos dos billones al PIB de ese país. Con esto se espera –confiando en la “magia de los mercados”– superar la crisis de la deuda pública y reactivar la languideciente economía norteamericana. Esta receta ya fue implementada a sangre y fuego en América latina y no funcionó; y tampoco lo hizo en la convulsionada Europa de estos días. Con este acuerdo, lo único seguro será el agravamiento de la crisis y, de su mano, la acentuación de la belicosidad norteamericana en el escenario mundial.
El debate sobre el posible default de EE.UU. eclipsó por completo un escándalo financiero de inéditas proporciones: el 21 de julio pasado se conoció el resultado de la auditoría integral realizada por la Oficina Gubernamental de Rendición de Cuentas (Government Accountability Office, GAO por su sigla en inglés) en la Reserva Federal (Fed), el banco central de los Estados Unidos, la primera que se practica a dicha institución desde que fuera creada, en 1913. Los resultados son pasmosos: en un plazo de poco más de dos años y medio, entre el 1º de diciembre del 2007 y el 21 de julio de 2010, la Fed otorgó préstamos secretos a grandes corporaciones y empresas del sector financiero por valor de 16 billones de dólares, una cifra mayor que el PIB de los Estados Unidos, que en el año 2010 fue de 14,5 billones de dólares, y más elevada que la suma de los presupuestos del gobierno federal durante los últimos cuatro años. No sólo esto: la auditoría reveló también que 659 millones de dólares fueron abonados a algunas de las instituciones financieras beneficiadas arbitrariamente por este programa para que administrasen el multimillonario salvataje de bancos y corporaciones dispuesto como mecanismo de “salida” de la nueva crisis general del capitalismo. De ese gigantesco total, unos 3 billones fueron destinados a socorrer a grandes empresas y entidades financieras en Europa y Asia. El resto fue orientado al rescate de corporaciones estadounidenses, encabezadas por el Citibank, el Morgan Stanley, Merrill Lynch y el Bank of America, entre las más importantes. Todo esto mientras la crisis profundizaba hasta niveles desconocidos la desigualdad económica dentro de la población estadounidense a la vez que hundía a crecientes sectores sociales en la pobreza y la vulnerabilidad social. Por supuesto, esta información apenas si mereció un espacio completamente marginal en la prensa financiera, tanto la internacional como la norteamericana, o en los grandes medios de comunicación de Estados Unidos. Son noticias que, como recuerda Noam Chomsky, no tienen por qué ser conocidas por el gran público.
Las asombrosas revelaciones de este informe deberían habilitar una discusión sobre varios temas de gran importancia. Uno, la extremadamente desigual distribución de los esfuerzos requeridos para enfrentar la crisis. Hasta ahora aquellos han sido aportados por los trabajadores, mientras que las grandes fortunas personales o corporativas así como los fenomenales ingresos de los más ricos se han beneficiado con las rebajas de impuestos y rescates multimillonarios dispuestos por George W. Bush y ratificados por Barack Obama en el reciente acuerdo. Dos, sobre los inexistentes –o sumamente débiles e ineficaces– mecanismos de auditoría y control democrático sobre las políticas y decisiones de una institución crucial para la economía norteamericana y el bienestar de su población como la FED. Tres, sobre la dudosa compatibilidad existente entre un orden que se reclama democrático y el estatuto jurídico e institucional de la FED como entidad autónoma que no tiene la obligación de rendir cuentas ante ninguna instancia de control democrático. En relación con esto último, la Fed manifestó su predisposición a “considerar muy seriamente” las recomendaciones de la GAO, pero al no ser una institución gubernamental no puede ser forzada a aceptarlas. Pese a su carácter privado, el presidente (Chairman) de la FED y los siete miembros de su directorio son designados por el presidente de los Estados Unidos y sujetos a su posterior confirmación por el Senado. Pero contrariamente a lo que piensa la abrumadora mayoría de la población norteamericana, la FED no es una agencia del gobierno federal sino una corporación privada. En términos políticos, es el partido del capital financiero.
Su autonomía es tan grande que no se saldría un milímetro de la legalidad si sus autoridades decidieran desoír las recomendaciones de la GAO o rebelarse abiertamente contra ellas. No existe, para la Fed, la rendición democrática de cuentas ante la comunidad y por ser una entidad de derecho privado no tiene por qué acatar ni siquiera lo dispuesto en la Ley de Libertad de Información, cuya jurisdicción se extiende tan sólo a las instituciones públicas. Situación aberrante si las hay: una cifra equivalente al total de la deuda pública estadounidense que puso a EE.UU. al borde del default fue desembolsada en rescates fraudulentos, secretos y muy beneficiosos para los prestatarios y lesivos para el contribuyente, con cuyo dinero un banco central “independiente” como la FED financió toda esta operación. Cabe preguntarse: ¿independiente de quién?
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