E 11 de julio se cumplirá un año de los disturbios en Cuba que ocuparon titulares de prensa en todo el mundo. La ira se disparó entonces con la mezcla explosiva de efectos de la pandemia, las asfixiantes sanciones de Donald Trump que Joe Biden mantuvo intactas en medio de una emergencia sanitaria mundial, los problemas sociales acumulados, la crisis económica, las temperaturas inclementes en el verano insular… El ataque sistémico y prolongado a la vida cotidiana del cubano rindió sus frutos y las 48 horas en las que se concatenaron actos vandálicos en varias ciudades del país generaron ríos de tinta y el pronóstico de que la revolución se vendría abajo, ahora sí más temprano que tarde.
Pero ni se han producido las réplicas del 11 de julio, ni el gobierno de Miguel Díaz-Canel da señales de agotamiento, como vaticinaron los agoreros del norte. En realidad, ha ocurrido todo lo contrario. Es Washington el que muestra señales de debilidad y aislamiento, a juzgar por la Cumbre de las Américas, que terminó en un fracaso monumental tras el intento del gobierno de Biden de excluir a tres países, Cuba entre ellos.
Son múltiples los factores que desencadenaron las sorpresivas protestas de hace un año en la isla y otros muchos los que explican por qué no se han repetido hasta hoy, a pesar de las sanciones y del desgaste de la vida cotidiana, que siguen con igual intensidad, o quizás sean más opresivos ahora. Pero el heroísmo de la normalidad en Cuba no genera titulares. Los medios han dejado de mirar lo que sucede en la isla y sólo queda el submundo de las plataformas sociales que envía sin cesar señales apocalípticas a través de la guerra desinformativa.
Si hay una zona oscura de los acontecimientos del 11 y 12 de julio de 2021 en Cuba es la de la responsabilidad de las plataformas estadunidenses. Es relevante el papel que tuvieron en esta historia y la velocidad con que lograron expandir el odio y crear microclimas que catalizaron los disturbios.
Fueron más allá del intento insidioso de dividir a la gente, que ya casi nadie pone en duda cuando se habla de redes sociales. La complicidad de Facebook (ahora Meta), Google y Twitter no sólo se ha expresado hasta hoy en términos de permisibilidad del discurso de odio cuando se trata del gobierno de La Habana, sino en laxitud frente a la oleada de propaganda antigubernamental producida por usuarios geolocalizados fuera de la isla.
El periodista Alan MacLeod, de MintPress News, quien se infiltró en uno de los grupos que organizaron las protestas de hace un año, documentó la participación de ciudadanos extranjeros en las supuestas comunidades locales online que incitaron las protestas. Su investigación demostró que ciudadanos estadunidenses intervinieron “en los asuntos internos de Cuba, a un nivel que difícilmente puede concebirse en Estados Unidos, e incluso los defensores más firmes del Rusiagate se abstienen de afirmar que los rusos planearon directamente las protestas de George Floyd o la insurrección del 6 de enero” de 2021 en Washington.
Como ha demostrado el asalto al Capitolio que se examina por estos días en el Congreso de Estados Unidos, en ciertos casos de delitos políticos la correa de transmisión entre discurso de odio y acción es evidente. Como lo es, también, la conexión ideológica entre el extremismo anticubano de la Florida y la ultraderecha trumpista, muy escorada hacia la caverna y el oscurantismo, que todavía habla de fraude electoral, insulta a los políticos demócratas y amplifica cualquier relato deformado de la realidad que se ajuste a sus prejuicios.
Las operaciones de desinformación en Estados Unidos son una bomba de relojería, argumento que han esgrimido inversionistas asociados al Partido Demócrata para adquirir de golpe 18 estaciones de radio hispana en Florida.
Este es el punto culminante de un debate que comenzó mucho antes de las elecciones de 2020, cuando una congresista solicitó una pesquisa de la Oficina Federal de Investigaciones para determinar los grados de desinformación en los medios de comunicación en español de Miami, que se extendían hacia las plataformas sociales y los chats de mensajería, particularmente WhatsApp. A la par, The New Yorker describió “cómo la desinformación pro-Trump influía en la nueva generación de votantes cubanoamericanos”, con la creación de comunidades fanatizadas que rechazan cualquier pensamiento crítico y acuden a una retórica incendiaria que no reconoce diferencias entre la política de Joseph Biden y la de Miguel Díaz-Canel.
A un año del 11J estamos en el mismo punto, en términos de propaganda de guerra. El marco conceptual es la amenaza permanente a Cuba, pero un solo bando distribuye el odio a partes iguales a ambos lados del Estrecho de la Florida. Tic, tac.
(La Jornada)
Con los dos últimos párrafos hay un problema. Es uno de los dos, no ambos.
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