Juan Forn
Leyendo al pasar descubro que Cabrera Infante tuvo en 1971 un colapso emocional, trabajando de guionista en Los Angeles. Parece que su plan, cuando fundió biela, era insertarse en Hollywood y quedarse allá con su formidable compañera de toda la vida, la escultural Myriam Gómez. Por un instante pude verlos a ambos vestidos de fiesta, montados en un convertible que se perdía por una carretera paralela al mar, con el viento en la cara y el sol poniéndose en el horizonte, hasta que me acordé de que todo cocktail-party hollywoodense no sólo empieza sino que muchas veces termina cuando aún es de día, y al instante la imagen se me hizo humo entre los dedos: sin noche, no hay Cabrera Infante; cualquiera que haya leído Tres tristes tigres lo sabe. Es cierto que Cabrera (llamémoslo Caín, como le gustaba firmar a él) pertenecía mucho más al sol que al cielo encapotado londinense (lo decía él mismo, cuando alguien le elogiaba su vestuario y su porte impecablemente british: “Si me quito toda mi ropa inglesa, no se ve nada”). Es cierto que por sus venas corría celuloide líquido y nadie sabía más que él de la Fábrica de Sueños (y Myriam Gómez era mucho más Hollywood que Swinging London, aunque las minifaldas de Mary Quant le quedaban como si se las hubiesen inventado especialmente). Pero Los Angeles no era para Caín. Esa es la gran paradoja: que en un oscuro departamento de Londres pudiera convocar mejor la noche habanera que a la sombra tibia de las palmeras de Carmel.
Es cierto que la noche que visitaba Caín era la noche de su alma: la de su Ciudad Perdida. La vieja Habana Vieja se había perdido para entonces en la noche de los tiempos y Caín necesitaba un culpable, y ese culpable era Fidel. Pero no fue Fidel sino Hollywood el que lo quebró. Aquel colapso emocional desembocó en internación, y durante la internación lo sometieron a dieciocho sesiones de electroshock, que le quedaron grabadas para siempre. El miedo a volverse loco se posó como una sombra negra sobre el paisaje de su Ciudad Perdida, y Caín pasó a hablar más de la nube negra (su némesis, Fidel) que de su amada Ciudad Perdida. Los puristas dirán que lo que digo no es cierto, que Caín publicó en 1979 su última gran novela, La Habana para un infante difunto. Pero a mí nadie me quita la sospecha de que ese libro ya estaba escrito cuando le sobrevino el crack-up en Hollywood, y Caín se pasó los ocho años siguientes viviendo en esas páginas, simulando que las corregía, hasta que ya no quedó savia en esos papeles que justificara seguir postergando su publicación.
No por nada, cuando el libro apareció en inglés, traducido por él mismo, lo retituló Infante’s Inferno: ya no hay Habana sino Infierno, y el infante difunto está en él. Miren, si no, Mea Cuba, el ladrillo que reúne toda su “prosa política”, sus escritos anticastristas (empezando por aquel reportaje tristemente célebre que le hizo Tomás Eloy en Primera Plana, donde Caín anunció al mundo desde Londres que se ponía en la vereda de enfrente de la revolución). Todo ese libro habla de la nube negra; a duras penas se ve Cuba detrás. Siempre me ha llamado la atención que los disidentes soviéticos (desde Ajmatova y Pasternak hasta Vasili Grossman y Josef Brodsky) produjeran una literatura tan potente desde la disidencia y que a los disidentes castristas les pase exactamente lo contrario: pierden su potencia literaria cuando se hacen anticastristas, sean cubanos o extranjeros.
Quizás exagere, quizá generalice al pedo movido por la pena. Pero pocas cosas me han dado tanta tristeza en mi vida de lector como los libros de Caín posteriores a La Habana para un infante difunto. Pocos libros del boom amé tanto como Tres tristes tigres. Hasta la famosa declaración de Caín al respecto (“¿Del boom? Inclúyanme afuera”) me jodía. Cuando los juegos de palabras están realmente vivos, cuando un tipo que es brillante verbalmente logra apresar verdadera sustancia en esos juegos de palabras, hace que en nuestro oído nos funcionen los cinco sentidos. Y difícil estar más adentro de un texto que cuando nos abarca de esa manera. Eso fue Caín para mí, y para muchísimos otros, sospecho, hasta que se lo comió la nube negra.
Cuando le preguntaban a Virgilio Piñera por qué no se iba de la isla, él contestaba: “Quién puede renunciar a su más querida costumbre”. Cuando se lo preguntaban a Lezama Lima, él decía: “El extranjero mata” (porque su padre murió en el único viaje que hizo al extranjero). Caín, en cambio, escribió: “Nada mata tanto a un escritor como dejar de escribir bien”. Era un dardo envenenado, en alusión a la frase de Jacques Vaché que Cortázar puso como epígrafe de Rayuela (“Nada mata tanto a un escritor como tener que representar a un país”) que le volvió como un boomerang y soltó su carga tóxica por partida doble: Caín murió por dejar de escribir bien, por tener que representar no a un país sino a un pedazo de país, o a algo peor: un odio.
Una sola vez logró volver a su Ciudad Perdida después de La Habana para un infante difunto. El libro se llama Vidas para leerlas. Hay que leer el título a la cubana (“Vida-pa-leélas”) para disfrutar más la alusión en clave habanera a las Vidas paralelas de Plutarco, el libro que en mi humilde opinión inventa toda la literatura (al menos la literatura que me gusta a mí). Cuando Plutarco supo que los griegos no veían en Heródoto al Padre de la Historia sino al Padre del Chisme, dijo: “Exclúyanme adentro”, que viene a ser lo mismo que terminó pasando con Caín y el boom. Plutarco, como sabemos, hablaba de nobles griegos y romanos como si los hubiera conocido. Lo mismo hace Caín en Vidas para leerlas: vuelve, por última vez antes de morir, a su Ciudad Perdida, con la excusa de hablar de los nobles que supo conocer allí. Difícil imaginar un libro más crepuscular: parafraseando otro título de Caín, es una larga, agónica vista del atardecer en el trópico. Luego vendrá la noche, y ya se sabe lo que pasa en las horas oscuras. El propio Caín nos lo dice: “¿Por qué uno siempre recibe las cartas con ilusión y en cambio teme el timbrazo del teléfono por la noche?”. Cada una de las semblanzas de Vidas para leerlas parece detonada por un timbrazo del teléfono en medio de la noche. En la frase más conmovedora del libro, Caín dice: “Detesto escribir necrológicas sobre mis amigos, pero es un poco como cerrarles los ojos”. Ni el propio Plutarco hubiera sabido decirlo mejor. (Tomado de Página 12)