Carlos Juan Finlay: un gran sabio cubano. El matiz político de un descubrimiento. Por Patricia Pérez Pérez

 

A finales del siglo XVIII y a lo largo del XIX, la isla de Cuba fue el escenario de importantes avances científicos considerados como primicias en el ámbito de la investigación, no solo en el área del Caribe y de América, sino también a escala universal. Entre la pléyade de hombres ilustres cuya obra representó el primer indicio de la transformación de la colonia en nación, sobresalen el filósofo José Agustín Caballero (1762-1835), el poeta Manuel de Zequeira (1764-1846) y el primer epidemiólogo de Cuba: el doctor Tomás Romay. Este último, que introdujo y propagó por primera vez la vacuna antivariólica en la isla (1804), aportó un estudio significativo sobre la fiebre amarilla a la medicina cubana y mundial, con el título Disertación sobre el vómito negro. Corría por entonces el año de 1797. En igual, fecha el bachiller en medicina Manuel Calvez González, defendía públicamente las teorías de Nicolás Copérnico en el antiguo Convento de San Agustín, o sea, en el mismo lugar en que fuera enterrado un siglo antes (en 1673) el autor del primer libro científico escrito en Cuba: el Arte de Navegar, del galeno Lázaro de Flores y Navarro1. La eclosión científica de finales del XVIII, preparó y maduró las condiciones para que apareciera, solo unas décadas después, una de las generaciones más prestigiosas de intelectuales que tuvo la isla de Cuba, cuyo principal adalid fuera el padre Félix Varela.

Estos acontecimientos a los que hemos aludido, que dan fe del despertar cultural y científico cubano de los siglos XVIII y principios del XIX, se desarrollaron en un contexto internacional de migraciones que no podemos soslayar al intentar comprender la genealogía del gran sabio cubano Carlos Juan Finlay. La revolución de Santo Domingo, precipitó la salida de los franceses y el posterior arribo de unos 30 000 inmigrantes hacia Cuba y otras islas del Caribe, las cuales devinieron en destino privilegiado para europeos deseosos de probar fortuna. Otros salían rumbo a América con el proyecto de luchar bajo las órdenes de Simón Bolívar. Tales expediciones eran facilitadas por el Imperio Británico y estimuladas por una propaganda que bajo el manto de justicia y libertad disimulaba su afán de suplantar el colonialismo español por una nueva dominación, que ya se había instalado en el Caribe. En 1826, movidos por el deseo de unirse al “Contingente Británico”, aunque no parece que ese haya sido el objetivo final, y después de arduos días de navegación y de mal tiempo, llegaron a la isla de Trinidad, los hermanos Edward y Robert Finlay, procedentes del puerto francés de Le Havre. Ambos descendían de una familia trashumante escocesa originaria de Inverness, cuyos desplazamientos por las ciudades costeras inglesas se habían relacionado siempre con las actividades marítimas, en un periodo de auge del comercio y desarrollo de la marina mercante inglesa. Después de haber vivido sucesivamente en Greenock (1788), Hull (1799-1804), Corriston (1804-1808), Leith (1809-1813) y en Londres (1813-1815), la familia escogió instalarse en Caen (1815-1817?) y luego Rouen (1818), donde Edward, unos de los 15 hijos de Edward Finlay, pudo realizar sus estudios de medicina y hacerse cirujano.

La dominación inglesa en la isla de Trinidad, otrora territorio español, había comenzado en 1797, pero desde 1791 numerosas familias de la nobleza se habían refugiado allí huyendo de la revolución francesa. Una vez en Puerto España, el joven Edward Finlay (protestante) decide casarse con una de esas nobles descendientes (católica): Marie Elizabeth de Barres de Molard, hija de una familia de larga residencia en la isla. A pesar de la privilegiada posición social del matrimonio Finlay en Trinidad, donde el doctor ejercía la oftalmología, el propósito de instalarse en la cercana Cuba se fue haciendo cada vez más definido. Luego del nacimiento de su primer hijo, salieron rumbo a La Habana, donde culminará el peregrinaje secular de los Finlay, para fundir su destino con el de la mayor de las Antillas y darle uno de sus hijos más insignes: el doctor Carlos Juan Finlay. Su talento y su perseverancia lo llevarán más tarde a ser el centro de una de las más agudas controversias que haya conocido el mundo de la medicina.

El joven Juan Carlos y sus estudios.

El matrimonio Finlay de Barrés desembarcó en La Habana en 1831 con su primer hijo Edward. Luego de instalar una clínica en San Cristóbal de La Habana, desplazaron su domicilio a la villa de Santa María del Puerto del Príncipe (hoy Camagüey) pues el Protomedicato se mostraba tolerante hacia aquellos que querían ejercer la medicina en el interior del país. Allí trabajó por un año y un mes el doctor Edward Finlay (de enero de 1833 a febrero de 1834), a pesar de las dificultades lingüísticas que hubo de enfrentar. El tres de diciembre de 1833, nació su segundo hijo al que bautizaron con el nombre de Juan Carlos.

Acta bautismo de Carlos J. Finlay, donde aparece como Juan Carlos.

La familia se trasladó nuevamente a La Habana, donde Edward Finlay abrió una nueva consulta, en La Habana intramuros. En 1839, para incrementar sus ingresos económicos, decidió comprar el cafetal “Buena Esperanza” en la zona de Alquízar (en el famoso Jardín de Cuba) en una época en que la producción del grano entraba en una decadencia debido al auge de la industria azucarera, al desarrollo del ferrocarril y al aumento de las exportaciones hacia los Estados Unidos. Como la mayoría de las familias francesas de la isla, los Finlay prefirieron una enseñanza particular para sus hijos, motivada por la falta de escuelas, de buenos métodos de enseñanza y de maestros en la colonia española. La tía Annie, que había sido maestra en Edimburgo y era la hermana menor de Edward, asumió ese papel, legando sus conocimientos científicos y lingüísticos a los tres hijos de la familia. Hasta los 11 años vivió Juan Carlos en el cafetal “Buena Esperanza”, del cual nos ha dejado una hermosa descripción el viajero y médico estadounidense Jhon G. Wurdeman, quien visitó la isla en 1843:

«El cafetal “Buena Esperanza” del Dr. Finlay, se encontraba a sólo cinco millas del pueblo, y el camino se extendía entre hermosas plantaciones de cafetos e hileras de altas palmas. […] Este sitio fue colonizado durante los prósperos días que se fomentaron los cafetales y sus plantaciones se encuentran tan juntas unas de otras, que bien merece el nombre de jardín de Cuba. […] y sólo añadiré que además de las excursiones a las montañas del Cusco, los paisajes que pueden contemplarse en esta zona, no son superados en hermosura por ningún otro en la isla»2.

Dos ciclones consecutivos dieron al traste con la fortuna de los Finlay, los que, obligados a entregar todos sus bienes a sus acreedores, tuvieron que regresar nuevamente al centro de la Habana (Casa Blanca). El padre se hizo allí de una buena clientela particular, sobre todo gracias a las operaciones de cataratas. En 1844, siguiendo las costumbres de su clase, envió a sus hijos a continuar sus estudios en Rouen. Juan Carlos, logró cursar allí solo dos años de bachillerato, por lo que después no pudo ingresar en la universidad de París ni en la de La Habana. Por fin, marchará a Estados Unidos, donde terminará en tres años su carrera de médico en el Jefferson Medical College. Se gradúa de doctor en el año 1855, pero la brevedad de los estudios de medicina en el sistema educacional de EU hizo que a su regreso a Cuba, las autoridades universitarias cubanas le denegaran el derecho a revalidar su título obtenido en poco tiempo en el extranjero. Tras no haber sido aceptada su demanda en la Universidad de La Habana, marchó a Lima con su padre y obtuvo allí el reconocimiento esperado en la Universidad de San Marcos. Volvió nuevamente a La Habana, donde realizó sus exámenes ante un tribunal y obtuvo su título definitivo el 15 de julio de 1857.

Labores y descubrimientos posteriores.

La carrera de Finlay se desarrolló esencialmente en la segunda mitad del siglo XIX, periodo que se caracterizará por un avance inusitado en el campo de la medicina y por el nacimiento de nuevas ciencias como la parasitología, la bacteriología y la patología celular, pero sobre todo por nuevos modos de ver las enfermedades y sus causas. En 1859, el mundo científico recibe un vigoroso impacto con el libro de Carlos Darwin Sobre el origen de las especies. En 1860, Louis Pasteur comienza sus experiencias relacionadas con la llamada “generación espontánea” y descubre su falsedad probando que las enfermedades eran causadas por gérmenes. En 1865, Claude Bernard (1813-1878), maestro de Silas Weir Mitchell, quien fuera el preceptor de Finlay en el Jefferson Medical College, publicó su Introducción a la medicina experimental. Este trabajo tuvo una influencia mayúscula en el campo de la medicina mundial y en todos los trabajos posteriores del cubano. En la esfera nacional, la fundación de la Academia de Ciencias médicas y Físicas y Naturales de La Habana marcó el inicio de la institucionalización de la ciencia en Cuba. Eminentes científicos e investigadores formaron parte de ella, tales como el geógrafo y cartógrafo Esteban Pichardo, el ingeniero Francisco de Albear, el sabio en zoología Felipe Poey, su hijo, el meteorólogo y astrónomo Andrés Poey, y el geólogo y paleontólogo Manuel Fernández de Castro. La Academia “generó un poderoso y ascendente movimiento por la ilustración hacia las ciencias naturales, complemento y continuación del que se iniciara en 1790” (L. Sánchez, p. 75). Aparecieron nuevas instituciones y revistas que impulsaron a buscar soluciones a problemas tan complejos como el de las enfermedades y epidemias.

Edward Finlay introdujo en su consulta el primer tratamiento quirúrgico contra el glaucoma en la oftalmología cubana. Su hijo le ayudaba en la realización de operaciones de catarata desde el año 1855. El joven Juan Carlos escogió invertir su nombre y, tras no tener mucho éxito en La Habana, vivió un lapso en Matanzas, donde conoció el primer caso clínico que lo llevó a redactar un trabajo publicado en el primer número de los Anales de la recién fundada Academia, en febrero de 1863. Se trataba de la primera descripción de un caso de hipertiroidismo en Cuba, titulada “Bocio-exoftálmico-observación”. En 1865, presenta en pliego cerrado ante esta misma Academia su “Memoria sobre la etiología de la fiebre amarilla”, como resultado de sus estudios y observaciones desde 1858. En ella se apoyaba en la bibliografía más completa que existía en cuanto a conocimientos sobre fiebre amilla, terrible epidemia que había azotado Nueva Orleáns y la Guayana Británica en los años 50. En su memoria desarrollaba la hipótesis de la influencia de la alcalinidad de La Habana en la aparición de la enfermedad, con lo que mostró su adhesión a las doctrinas anticontagionistas de la época, que veían en los “miasmas” las consecuencias de las enfermedades epidémicas. Los miasmas eran “las sustancias o venenos producidos por la descomposición de las materias animales y vegetales”. Esta idea imperaba entre los más eminentes epidemiólogos de la fiebre amarilla en EU y en otros países del mundo, y era la tendencia dominante en la medicina cubana a partir de Romay. Sin embargo, Finlay se fue alejando poco a poco de esta corriente y de la que se le oponía: la de los “contagionistas”, que obligaban a los enfermos a recluirse en cuarentenas inútiles en el caso de la fiebre amarilla.

En el mismo año de 1865, sabiendo que una gran pandemia de cólera morbo había azotado a la India y llegado a Europa, Finlay anticipa las medidas ante su posible introducción en La Habana y escribe un artículo para los Anales que titula “El cólera y su tratamiento”. En él discurre sobre el carácter o no contagioso de esta enfermedad, sin tomar posición ante estas dos tendencias. Sin embargo, declara que no cree que sea trasmisible por el viento, sino por el agua, mucho antes que fuese conocida la causa real de su propagación. En 1868, en una carta que dirigió al Diario de la Marina, Finlay dio cuenta de dos casos de cólera que había observado en El Cerro, barrio habanero donde vivía, que era atravesado por las aguas del acueducto y de la zanja que llevaban las aguas del Río Almendares hasta el mismo centro de La Habana intramuros. Describió el caso de dos negros invadidos de manera fulminante mientras limpiaban los filtros de la zanja real. A partir de ese momento se produjo un brote que dejó un saldo de 90 muertos. (L. Sánchez, p. 91). Sin embargo este artículo no llegó al conocimiento del público habanero porque las autoridades españolas lo censuraron, considerándolo como una denuncia de su incapacidad para proteger a la población. En su estudio Finlay presentaba un cuadro estadístico con un plano del Cerro y de la red de distribución de la zanja, con sus ramales, hecho por él mismo pues no existía ninguno. En él señalaba la presencia de casas donde había enfermos y la lejanía o el acercamiento de estos con la zanja, lo que suponía su relación directa con la enfermedad. No fue hasta 1873 que pudo dar a conocer su trabajo cuando ya era miembro de la academia, una vez terminada la epidemia. El mismo desencadenó un debate que duró seis meses entre él y el doctor Babé, ferviente anticontagionista. Finlay defendía que las aguas portaban el agente causal de la enfermedad, mientras que su oponente afirmaba que solo podía encontrarse en la atmósfera.

No sin dificultad, Finlay fue escogido académico de número en agosto de 1872. En el periodo que va de 1872 a 1880, señaló durante una de las polémicas que tenían lugar en el seno de la institución, la importancia de operar los cánceres en cualquier periodo en que se encontrasen, siempre y cuando el paciente pudiera resistir la operación completa. Tradujo del alemán el capítulo V del libro de Otto Becker con el título Patología y terapéutica del aparato lenticular del ojo, sin otro interés que el de darlo a conocer a los médicos cubanos y de entregarlo a la Academia para que fuera publicado con los Anales. En 1878, relacionó el mayor índice de mortalidad de la población urbana con respecto a la rural con el medio ambiente, en un trabajo aparecido con el título “El Clima de la Isla de Cuba”. Debatió sobre la contagiosidad de la lepra a la que dedicó algunos de sus estudios. En junio de 1879, el doctor que adoraba la natación recalcaba en la Gaceta de La Habana la “Utilidad de los ejercicios corporales en los climas cálidos y su conveniencia para fomentar el desarrollo físico de nuestra juventud”. Este artículo fue una muestra de la visión integral de su autor del objeto de la medicina, que no debía limitarse, según él, al tratamiento de las enfermedades y la erradicación de las epidemias, sino que necesitaba incluirse en ella la prevención. Los trabajos de esta década dan fe de un cambio en la manera en que Finlay iba interpretando los fenómenos patológicos y todos daban muestra de su inquietud en la búsqueda de nuevas ideas para enfrentar las enfermedades.

La fiebre amarilla era un mal bastante conocido para los médicos en Cuba, donde uno de los primeros brotes coincidió con la toma de La Habana por los ingleses. Desde antes de 1819, Romay sostenía que no era contagiosa. (OC, I, p. 100). En 1878, la también llamada “peste amarilla” azotaba con fuerza en Estados Unidos y en América central. La indefensión ante la enfermedad, que duraba desde hacía más de tres siglos, continuaba su curso, haciendo estragos en todas las categorías sociales y en diferentes latitudes. No se registraba por entonces ningún cambio significativo ni estudio que pudiera frenar su avance. En ese mismo año, el doctor Finlay, asiduo lector de libros de geografía y ciencias naturales, leyendo el Tratado de Botánica de Julio Saach (1874), descubre la descripción del ciclo vital de la roya del trigo. Por un proceso análogo entre fisiología de las plantas y reino animal, este modelo de contagio de una planta a otra a través de un agente intermediario o planta portadora que puede desarrollar o transportar la enfermedad, decidió el rumbo de las investigaciones futuras del cubano. En 1879 Finlay se apartará definitivamente de las teorías existentes en su época para crear una teoría propia que pudiera explicar el ciclo de la fiebre amarilla y su modo de propagación, no ya por los miasmas ni por los fluidos corporales, ni por el agua contaminada, sino por medio de un vector biológico capaz de transmitirla de un sujeto enfermo a uno sano. Sin haber determinado aun su naturaleza, y según las lesiones que había podido estudiar en las autopsias, pudo ubicar al responsable de la enfermedad entre los insectos hematófagos.

El 18 de febrero de 1881, tuvo lugar una Conferencia  Internacional sobre fiebre amarilla celebrada en Washington, destinada a conseguir un acuerdo (fallido) que autorizase a los cónsules estadounidenses a inspeccionar los buques en los diferentes puertos para entregar la patente sanitaria correspondiente. Allí enunció el doctor Carlos Finlay por primera vez en la medicina su teoría científica del contagio de las enfermedades (L.Sánchez, p. 169), con un trabajo titulado “El mosquito hipotéticamente considerado como agente de transmisión de la fiebre amarilla”. El 14 de agosto, y frente a la poca atención prestada por los participantes en la Conferencia, lee nuevamente su trabajo en la sesión ordinaria de la Academia de Ciencias. Gracias al empeño puesto en sus observaciones, muchas realizadas con medios rudimentarios, dio a conocer el papel que desempeñaban los insectos en la trasmisión de esta y probablemente de otras enfermedades. Entre los más de 600 tipos de mosquitos de la isla de Cuba, identificó al mosquito Culex o Aedes aegypti, del que solo pican las hembras por la necesidad de la reproducción, como único responsable de la transmisión de la fiebre amarilla que cada año hacía estragos en casi todos los continentes (menos en Asia).

Para llegar más lejos en sus conclusiones, Finlay expuso cómo estudió la distribución geográfica del mosquito e incluso intentó descifrar la presencia del Culex en los textos de la conquista de América. En efecto, el doctor e historiador seleccionó y examinó los relatos de Herrera, Las Casas, Oviedo y prestó especial atención a los juicios de Diego Álvarez Chanca, médico que acompañó a Colón, del cual expresó que con él se inicia la historia médica de América. En su trabajo de 1881 leído en sendas ocasiones, Finlay destacó que, en el año de 1519, según lo refieren las Décadas de Herrera, “los mosquitos zancudos, y los chicos que son peores, fatigaban a la gente de Cortés” en los arenales de San Juan de Ulúa. Dichos zancudos eran para Finlay los mismos que podían haber originado la fiebre amarilla en la “raza” blanca después del Descubrimiento de América, opinión que comparte con el sabio alemán Alexander V. Humboldt, quien afirmaba que era “opinión tradicional en Veracruz que allí ha existido esa enfermedad desde que vinieron a sus playas los primeros exploradores españoles”. En suma, la enfermedad se desarrollaba donde habían mosquitos capaces de transmitirla, por lo que erradicarlos habría sido la solución. El hecho de que Finlay prestara atención a los problemas histórico-geográficos en la comprensión de la enfermedad, fue otro aspecto en extremo novedoso3 en el ámbito de la investigación médica. Siempre abogó por la ascendencia americana de la misma, cuyos orígenes creyó encontrar inicialmente en el manuscrito Chumayel. El mismo da cuenta que existió el “vómito negro” en 1648 y que esta fue la cuarta epidemia. Otros datos revelados por el manuscrito Tizimin lo convencieron del porqué de la resistencia de los indios a la enfermedad.

Los resultados experimentales obtenidos entre 1880 y 1882 permitieron que en junio de 1884, Finlay validara su propia hipótesis científica. Los presenta en 1884 en un trabajo titulado “La fiebre amarilla experimental comparada con la natural en sus formas benignas”. Al obtener la reproducción de la enfermedad en un sujeto sano, después de haber sido picado por un mosquito infectado con la sangre de un sujeto enfermo, Finlay logró que el individuo desarrollara una forma benigna de la cual curó y quedó inmune. Con ello pudo comprobar su postulado teórico por medio de la experimentación. Esta forma de reproducir la enfermedad, comparada con la natural, podía llegar a crear formas benignas de fiebre amarilla que suponían la resistencia a ella y por tanto la esperanza de salvar miles de vidas humanas. Años más tarde, Finlay apuntó incluso la posibilidad de adquirir la inmunidad de la madre al feto por la vía intrauterina, lo que solo fue probado experimentalmente en monos en 1934. También recalcó en 1892, la posibilidad de obtener la inmunidad a partir de la seroterapia, aunque esta no fue fructífera para la fiebre amarilla.
En los años 90, Finlay se dedicó a la bacteriología; estableció la relación entre el tétanos infantil y algunas prácticas habituales en el tratamiento del ombligo del recién nacido y fue uno de los pioneros de la antisepsia y la asepsia en la cirugía en Cuba. Pero si la doctrina finlaísta marcó años más tarde un giro prodigioso en la erradicación de esta y otras epidemias de la faz del planeta, a pesar de su fundamento teórico y práctico, sus ideas no cuajaron de inmediato en el empirismo, el tradicionalismo e incluso el vulgarismo teórico que más de una vez asomaba en la Academia y fuera de ella.

Los avatares de un descubrimiento.

Aunque Finlay desarrolló el más grande descubrimiento epidemiológico de su tiempo y que sus resultados fueron prometedores luego de los experimentos realizados en la zona de “Los Quemados” en Marianao, es sorprendente que sus postulados hayan recibido tan poca atención en la Academia e incluso en los Estados Unidos, donde la enfermedad alcanzaba su mayor morbosidad. Finlay había soportado durante 20 años el silencio, la incomprensión y la ironía de algunos frente a un hallazgo que había expuesto desde 1881 en la Conferencia Sanitaria Internacional de Washington, al ser enviado por la administración colonial en condición de representante de Cuba y Puerto Rico. En 1885, Antonio Bachiller y Morales, publicaba una prestigiosa Bibliografia sobre fiebre amarilla, a la cual Finlay contribuyera con más de una docena de artículos. Su primer trabajo en inglés “Fiebre amarilla, su trasmisión por medio del cúlex mosquito”, se publicó en el American Journal of medical Science de Filadelfia en 1886. En el Congreso climatológico de Chicago, en 1893, presentó su trabajo “Yelow Fever Inmunity”. La revista de la escuela de medicina de Edimburgo publicó en 1894 una Memoria sobre “Fiebre amarilla, estudio clínico patológico y etiológico”. En 1897, en Barcelona, la Revista de Ciencias Médicas, divulgó su “Concordancia entre la filología y la historia en la epidemiologia primitiva de la fiebre amarilla”. En 1899 otro de sus trabajos sobre fiebre amarilla y malaria aparece en Nueva York.

Pese a todas estas investigaciones y publicaciones realizadas durante casi 35 años, se prestó poca atención a los postulados de Finlay, dado el auge de los estudios (en los cuales también participó) encaminados a la búsqueda del microorganismo causante de la enfermedad, que en alguna medida opacaban sus investigaciones epidemiológicas.

Tres comisiones para investigar el estado de la fiebre amarilla fueron enviadas a Cuba por las autoridades sanitarias de los Estados Unidos que no prestaron atención a la teoría de Finlay. La cuarta comisión, presidida por Walter Reed, fue creada en 1899 por el cirujano general del ejército de los Estados Unidos, George Sternberg, a solicitud del gobernador militar de Cuba, Leonard Wood, cuyas medidas de higienización habían fracasado frente a las epidemias de fiebre amarilla. Dicha comisión, que pretendía “sanear la isla de Cuba” (el llamado “saneamiento de los trópicos”) después de la intervención de 1898, con el objetivo de hacer desaparecer la fiebre amarilla en el país, se adjudicó durante años la paternidad del descubrimiento del sabio cubano. Avalaban la idea de que la falta de higiene de los países del sur y sobre todo la de las ciudades y puertos como el de La Habana eran responsables de las epidemias que azotaban con frecuencia en los Estados Unidos. Pero este intento de aminorar las capacidades intelectuales de un pueblo que consideraban como inferior, era algo que se había gestado desde mucho antes. En Enero de 1884, José Martí dice lo siguiente, en uno de sus artículos para La América de Nueva York:

“Sábese que los insectos son portaepidemias. Es creciente entre médicos la creencia de que los mosquitos y otros animalillos de su especie transmiten y diseminan las enfermedades contagiosas: un buen médico de Georgia publica ahora hechos que estima pruebas de la agencia activa de los mosquitos e insectos semejantes en el desarrollo de la fiebre amarilla. Aboga porque los actuales cordones sanitarios imperfectos, por entre cuyas filas y sobre cuyas zonas vuelan ahora los diminutos y poderosos agentes de la fiebre, se completen con la creación de cordones de fuego que detengan en su paso a los funestos mensajeros”. (OC, T. XIX)

Es evidente que Martí, desde su exilio, no conocía los trabajos de Finlay. Su artículo muestra sin embargo la voluntad de otros de apoderarse de los frutos de la creación de su compatriota, unos años antes de los resultados expuestos por la cuarta Comisión, sobre todo gracias a los datos y muestras de mosquitos que les fueran facilitados por Finlay en persona. Esta usurpación gozaba del apoyo de la Fundación Rockefeller, que daba a Walter Reed y a William Gorgas, jefe de sanidad de La Habana, todo el mérito del descubrimiento del mosquito transmisor de la fiebre amarilla. El gobernador Leonard Wood por su parte, encontró en las comprobaciones que llevó a cabo la comisión en la Quinta San José, que costó la vida a uno de sus brillantes médicos (Jesse Lazear), una razón suficiente para justificar la guerra contra España y sobre todo un pretexto “humanitario” para justificar la intervención. Después, ni corto ni perezoso, el mismo Wood encontraría el momento preciso para reclamar la propiedad del hallazgo de Finlay. La usurpación de la independencia de Cuba corría así pareja con la del despojo de un genial descubrimiento. Entre 1906 y 1909, Cuba sufrió nuevamente la intervención de Estados Unidos. Paralelamente en el ámbito político, el propio presidente Roosevelt se prestó para llevar a cabo la usurpación científica, enviando un “Mensaje” al Senado el 5 de diciembre de 1906, donde atribuía a Reed y a la comisión todo lo que genialmente pertenecía a Finlay en la lucha contra la fiebre amarilla. Años más tarde, lo que ellos dieron a conocer como la “gran contribución científica y sanitaria de EU”, fue el factor más importante para ganar la concesión de la construcción del Canal de Panamá.

El legado de Finlay, a modo de conclusión.

Finlay muere en 1915, dejando al mundo de la investigación médica más de cien artículos sobre fiebre amarilla. Su doctrina, que constituye un cuerpo científico único, reúne elementos aparentemente disociados que él logra reunir con un método lógico-dialéctico, es decir el material de la sustancia morbígena, el mosquito transmisor, su reproducción experimental, la inmunidad adquirida y la comprobación de la práctica sanitaria. Pero su descubrimiento se convirtió en el eje de una controversia que puede servir de indicador a la hora de analizar la historia de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos de América.
Gracias a su genio y dedicación, Finlay pudo regocijarse al ver erradicar el morbo amarillo en su tierra natal desde septiembre de 1901, aunque se registró un nuevo brote en 1905. Fue nombrado Jefe Superior de Sanidad, y estructuró el sistema de sanidad del país sobre bases nuevas. También pudo conocer en vida que su teoría metaxénica había permitido conocer el mecanismo de otras enfermedades mortales como la filaria (1884) y la malaria (1894-95, mosquito), la fiebre tejana (garrapatas, 1893), la enfermedad del sueño (mosca tsé-tsé, 1903-1919) y el tifus (1910, piojo). En 1908, Francia le entregó la orden de la Legión de honor, y luego de su muerte la tierra de sus antepasados se unió al tributo al doctor cubano, dándole a una calle parisina (la rue des Usines) el nombre de Rue du docteur Finlay, en 1928.

La medicina francesa echó por tierra el vilipendio de quitarle la total autoría de su descubrimiento, proclamando la ausencia total de precursores al genio de Finlay. Otro importante tributo se dio en España, durante el Xmo Congreso de Historia de la medicina, en septiembre de 1935, en plena época de la Republica española. El historiador cubano Emilio Roig de Leuchsenring hizo justicia histórica a Finlay en una serie de nueve artículos publicados en la revista Carteles, en 1942, haciendo frente a las continuas tergiversaciones de que seguía siendo objeto el cubano después de la segunda guerra mundial.

Muchos son los monumentos erigidos a la memoria de este hombre universal tanto en La Habana como en Panamá o en otras ciudades del orbe. Pero sin duda el mayor de ellos es la continuidad que han sabido dar el pueblo y los médicos y científicos cubanos a su obra, tanto en su lucha contra las enfermedades en Cuba como en su labor solidaria en cinco continentes, al igual que en el desarrollo de la medicina preventiva o de la investigación para nuestro país y otras tierras del mundo.

A pesar de que Finlay nunca fue laureado con el premio Nobel de medicina, al que fue propuesto en siete ocasiones entre 1905 y 1915 por varios eminentes investigadores europeos (entre ellos dos ganadores del Premio Nobel, Ross y Laverán), éste nunca le fue entregado. La nominación de la Brigada Henry Reeve para el Nobel de la Paz en el próximo 2021 y la existencia de cuatro candidatos vacunales cubanos para luchar contra la pandemia del COVID-19 (SOBERANA 1, SOBERANA 2, MAMBISA, ABDALA) rinden gran honor a sus postulados investigativos y a su legado científico en general del cual nuestros galenos y personal de la salud son los dignos herederos.

En 1975 la UNESCO incluyó a Finlay entre los expertos más destacados de la historia y el 25 de mayo de 1981, se adjudicó, por primera vez, el Premio Internacional que lleva su nombre, en aras de reconocer los mejores avances del mundo en materia de Microbiología. La Academia de Ciencias de Cuba pronuncia cada año en su Paraninfo la Oración Finlay, ejercicio que la institución realiza desde el pasado siglo, en homenaje a la figura del reconocido médico cubano y en su honor, el tres de diciembre, fecha de su natalicio quedó instituido como el Día de la Medicina Latinoamericana por la Organización panamericana de la salud, para estimular a quienes como él, consagran su vida a ciencia, a las investigaciones, a combatir las enfermedades, y a hacer de la atención médica un derecho cotidiano de la humanidad.

Paraninfo de la Academia de Ciencias de Cuba (foto Granma)

Fotografía del manuscrito sin fechar “Principios de la Electroterapia”, que forma parte del Fondo de Intelectuales Cubanos. Consiste en una serie de anotaciones técnicas, asociadas al tratamiento de lesiones físicas y del sistema nervioso, por medio de la electricidad redactadas por el galeno cubano. El buen estado de conservación de este documento único y la caligrafía legible hacen fácil su lectura. Se observan muestras de afectaciones en el papel por la tinta con alto contenido de hierro. Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana, subordinada a la Dirección Patrimonio Cultural.

Notas:

  1. FLORES, Lázaro, Arte de Navegar. Navegación Astronómica, Theórica y Práctica. En la cual se contienen Tablas nuevas de las declinaciones de el Sol, computadas al Meridiano de la Havana. Traense nuevas declinaciones de Estrellas, y instrumentos nuevos, Universidad de Córdoba, Servicio de Publicaciones, 2007, 394 páginas.(Ortografía del autor)

  2. Notas sobre Cuba, citado en LÓPEZ SÁNCHEZ, José, Finlay, el hombre y la verdad científica, p. 35, La Habana, Ed. Científico Técnica, 2007 (1987, 1ra ed.).

  3. Como señala José López Sánchez, «esto equivale a conferirle a Finlay la primacía en este tipo de trabajos, antecedido en el país por la muy documentada Carta sobre el cólera morbo de José Antonio Saco. (Finlay. El hombre y la verdad científica, op. cit, p. 253).

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