Amarillo Ferroso.
Cortada en cales iguales, mesmerizada
la tarde de las siembras del temblor,
atentos al cristalero que se fue por debajo de ti
hacia los mares todos,
hacia el nervio de la sal.
Ayer nadie quiso vernos de pie en el óxido de cadmio,
pero mañana todos me pidieron tenerte,
todos los hermanos y los bálsamos,
el muriático azar: todos menos ese principio tuyo
de velocidad es igual a nadie.
Pero ni entre aspas florezco.
No será fácil llegar a tus talones;
creo que antes podré mirar mi dolor de frente y merecerlo,
soportar las preguntas de tu voto de silencio
y vaciar los henos del ángel menos griego posible,
tocando cítaras, tibias dextras o impares y conchas del Egeo;
reconocer al buen Judas hasta en la voz del trompo,
higueras que por doquier a nuestros cuellos enderezan.
Larga es la colmena de fracturas.
Nos revive de costado la sutil matanza bíblica,
pasando las páginas de los evangelios en blanco
—rellene usted el espacio, al caer la tarde.
Las lanzas de cada Nosferatu, dueñas del Sol,
tienen carnada de sobra en los engalanados prados.
Como entre perros de sombra se acomodan las palabras,
y casi que las nuevas flores tienen ya el color de estos pedazos.
Un percance de lunas entre cedros y prismados montes
se abre paso por estigmas barrancosos, entre tiernas torceduras,
ahora que ni vienes a preguntarte como se me va el canto a tu memoria
o como están de caladas las aguas por tan inmaduros aleluyas.
Cosas de otra vez noviembre, ¿o tan solo un reparar la fe con remolinos?
La sirena pasa de largo por humedales de sal y soles de cera.
Cortado en almas diversas, demasiado tú en mis querellas,
porque pasan los fríos como pasa el viento de hierro,
Dédalos en suma, equidistantes, comenzando a bien hervirnos
en la pasión brumaria de otras victorias,
de otra sed nonagenaria de avemarías abiertos o cerrados
en la demoledora nube de otro enigma giocondino.
Cortados tal cual, regresas, trasnochando racionales rosas de a pie
en belerofontes incluidos; sueños bajos de la torre del alfil
que nos ensillan el pánico del ultimo peón de los tableros;
volada raíz del tiempo que se revierte besándonos la ira,
rompiendo las botellas, que llegaron preñadas de náufragos,
contra la mascarilla astral de tus peceras invernales.
Vaciando la fuente, ¿quién reconocerá la imagen?
Sale trincado ya el fruto de las arenas. Nadie recuerda el tintineo.
En tiniebla llena, los más ahumados salvan a Polifemo.
Hay diluvios que no precisan arcas ni otros procederes.
Ya se verá después, bajada por su bien al séptimo sótano
la hechicera mañana de anteayer,
cuando sin boca bese tu tercera mano,
la que tu padre dejó sobre la mesa como un adorno cualquiera,
como un sagrado pan sin corteza, ceniza del abrigo,
gigantesca o incolora cosecha de los espíritus verdaderos
que entre tus mejores dedos perecen esperándome.