La villa de La Habana devino la urbe portentosa que es desde mucho antes de que, en 2016, fuera seleccionada Ciudad Maravilla, junto a otras seis del mundo, por la organización suiza New7Wonders [7MaravillasNuevas], y acaba de entrar en el año en que cumplirá medio milenio de fundada. La relevancia que la mencionada institución le concedió en su tercer concurso tuvo en cuenta su “atractivo mítico, lo cálido y acogedor de su ambiente, y el carisma y la jovialidad de sus habitantes”.
Tiene también La Habana otras virtudes, como las asociadas —y no son las únicas que vale añadir— al sitio que ocupa oficialmente desde el 16 de noviembre de 1519. Entre esas cualidades fue notoria una que ya no tendrá el mismo peso para las facilidades que las comunicaciones y la transportación internacional disfrutan en la actualidad, pero durante siglos tuvo un valor relevante: su ubicación espacial la hizo merecedora de calificativos como el de llave del denominado Nuevo Mundo, que lo sería para quienes lo vieron y nombraran desde la distancia física o conceptual, o se creyeran sus descubridores, no para quienes lo habitaban desde mucho antes de 1492, como otras poblaciones habían habitado sus respectivos territorios en distintas latitudes del planeta.
Además de eso, La Habana tuvo otros indicios de un destino singular desde que se acuñó para ella —y para la bahía junto a la cual nació y prosperó— el nombre que la ha distinguido por encima del San Cristóbal tomado para su bautizo colonial y cristiano. Según lo conocido o aceptado, el topónimo La Habana rinde tributo no a glorias y símbolos de la Europa que fue y da muestras de que le encantaría seguir siendo dominante, sino a un cacique aborigen, Habaguanex.
Ese jefe indígena devendría representativo de la resistencia contra los conquistadores europeos y, a la vez, de la hospitalaria solidaridad propia de las Antillas. Se le atribuye haber salvado a dos españoles sobrevivientes de un naufragio, un gesto mucho más afín a los valores del cristianismo originario que las prácticas de opresión y genocidio empleadas por los opresores colonialistas, quienes infamaron la fe cristiana al invocarla para llevar a cabo actos voraces y genocidas, y legitimarlos en nombre de aquella.
Otra circunstancia abonaría las mejores peculiaridades de La Habana. Así, el haber tenido más de un asentamiento fundacional antes de fijarse en el que ocupa junto a la bahía homónima, le ha dado una especie de imagen como de movimiento masivo que se diría capaz de velar o atenuar, en alguna medida, la impronta personal de las autoridades coloniales que in situ o desde lejos intervinieron en su fundación o la decidieron, o que marcaron sus orígenes. Entre ellas estuvieron, además de los reyes de España —en cuyo nombre se llevó a cabo la fundación de la villa—, figuras de erizada individualidad y escalofriante recordación, como Diego Velázquez, Pánfilo de Narváez y Hernán Cortés, quien pasó por ella a inicios del propio 1519 en su viaje hacia México.
En cualquier caso, la imagen del movimiento masivo, como si fuera un precoz vaticinio de lo que sería la iniciativa criolla, rebasaría individualidades y ha propiciado que el nacimiento de La Habana no parezca abonar, o no al menos directamente, la fama de personajes a quienes los festejos por los aniversarios de otras villas cubanas han propiciado que se les prodiguen glorias. El autor de este artículo ha leído u oído en órganos de prensa del país “maravillas” como dedicar entusiastas laureles a Diego Velázquez: en términos reveladores de complacencia un comentarista radial lo llamó “nuestro primer conquistador”. En otra ocasión sobresalió en las pantallas televisuales el alborozo con que se valoró el hecho de que el material con que está hecha la estatuilla de la Virgen de la Caridad del Cobre conservada y reverenciada en la basílica a la cual da nombre pueda considerarse obra de aborígenes evangelizados.
Al margen de las creencias de cada quien, habría que pensar en el significado que para los pobladores originarios de Cuba tuvo una evangelización que, aunque en ella también participaron religiosos honrados, sirvió de instrumento de dominación a la Corona española y a sus representantes y beneficiarios. A tales maravillas cabe sumar otras, como el estatus de monumento nacional dado a lo que se acepta como la cruz con que Cristóbal Colón bendijo en Baracoa el camino de la colonización, y no algún elemento, aunque fuera intangible, relativo al martirio, en el mismo territorio, de Hatuey, símbolo de la resistencia caribeña y anticipo del internacionalismo de estos pueblos zona. En su momento este articulista abordó con más holgura tales hechos en “Cultura, péndulos y cruces”, publicado en el portal Cubarte y recogido en su libro Detalles en el órgano.
La historia de La Habana sería abonada y dignificada por la Revolución que liberó al país del dominio imperialista de los Estados Unidos, y cortó y eliminó la arribazón de emblemas de esa potencia en el país, particularmente en la capital, asociadas a la opresión imperialista y a manifestaciones de la corrupción en todos los sentidos: desde la económica, pasando por la política, hasta la mafia y la abierta prostitución sexual, que de distintas maneras también beneficiaban a los gobernantes y a quienes les servían.
Estas líneas las escribe el articulista horas después de haber vuelto a ver en la televisión nacional imágenes del derribo revolucionario del águila del monumento erigido a junto al Malecón habanero para recordar a las víctimas del hundimiento del Maine. Ese derribo no fue fruto de un huracán, como ocurrió unos años después de su inauguración, ni de una iconoclasia irresponsable, sino de una meditada decisión del gobierno revolucionario. Y no debe revertirse en el meritorio afán con que La Habana se salva del deterioro del tiempo, y de errores humanos, así como, sobre todo, de las penurias ocasionadas por el bloqueo que la nación ha sufrido durante más de medio siglo.
Ese bloqueo se lo ha impuesto la misma potencia imperial que capitalizó la tragedia de los tripulantes del Maine para sus planes de apoderarse de Cuba. Semejante logro imperialista intentó José Martí impedirlo a tiempo con la guerra del 95, que él preparó como antídoto contra lo que terminaría siendo la intervención imperialista que en 1898 le arrebató a Cuba su independencia. Tales realidades han de continuar iluminando las perspectivas con que se lleva a cabo la restauración de La Habana como parte del país, como la capital que es de todos los cubanos y todas las cubanas, un complemento que merece librarse de repeticiones carentes de la plena comprensión que reclama.
Las obras de la restauración no deben pensarse, ni acometerse, de modo acrítico, con visión nostálgica o idealizadora de la historia. El Capitolio —un ejemplo— que hoy se rejuvenece con esfuerzo y sabiduría, no se erigió para que en él estuviera representada la República que quiso Martí, porque no fue esa la que se constituyó en 1902 bajo la injerencia de los Estados Unidos. Si de digna representación republicana se trata, la Revolución Cubana está llamada a darle a ese inmueble —émulo en sus concepciones originales, no solo en su diseño arquitectónico, del Capitolio de Washington— un uso que haga honor a los sueños de Martí: a sus ideales revolucionarios, emancipadores y justicieros, por los que él murió en combate.
El pasado de esta nación tuvo verdaderas glorias —grandezas opuestas a la opresión y a las injusticias— y no solo sombras, sino también horrores, como los propios de la dominación colonial y la neocolonial (imperialista), apoyadas por lacayos vernáculos que se sometieron a ellas en busca de asegurarse privilegios contra el pueblo. Una restauración acrítica o nostálgica del pasado nacional justificaría el “rescate” de antros de corrupción como los que existieron durante la colonia y en la República mediatizada. Y eso se vería no solo en íconos materiales —edificios, monumentos y otros—, sino también en costumbres y rótulos ajenos a la justicia revolucionaria popular por la que se han esforzado y han ofrendado sus vidas numerosos hijos y numerosas hijas de la patria.
Felizmente no es una restauración de ese tipo la que anima y debe seguir animando la que intenta devolverle a La Habana —no como capital de un país cualquiera, sino de un pueblo afanado en la construcción del socialismo: no un estadio final, sino una etapa de transición hacia el comunismo—, el esplendor que ella merece recuperar e incluso fortalecer. Asumido por la Revolución Cubana, ha de estar en función del bien de todo el pueblo, sabiendo que no hay pueblo homogéneo y libre de tendencias negativas, frente a las cuales hace falta algo más que estar en guardia y promover consignas.
Hace pocos meses, al calor del décimo aniversario del sitio digital Cubadebate, representantes de esa publicación y colaboradores suyos —entre ellos el autor de este artículo— disfrutaron recorrer el Capitolio en una visita dirigida, con un guía de lujo si los hay: Eusebio Leal Spengler. Como director de la Oficina del Historiador de la Ciudad ha venido cumpliendo con fértil, insustituible pasión, la tarea de guiar, como artífice mayor, la restauración integral de La Habana, y actuar muchas veces, además, como un obrero en esa faena.
Si en general todas las personas que participamos en aquella visita al Capitolio disfrutamos cuanto vimos y, en particular, la guía aportada por Leal, hubo un hecho que resultó particularmente apreciable como indicio de por dónde va y debe continuar el remozamiento de La Habana, y de toda la nación. Al restaurar el Capitolio se respetó la desfiguración del rostro del sátrapa Gerardo Machado —quien procuró edulcorar su imagen con obras como ese edificio—, y de otro personaje sombrío, acaso el presidente de los Estados Unidos entonces, en el relieve que en el portón de la entrada recoge escenas asociadas, aún más que al inmueble, a momentos de la nación.
Ese fue el único hecho “destructivo” que el pueblo enardecido con la derrota del tirano —a quien Rubén Martínez Villena había llamado asno con garras— se permitió entonces realizar en la toma del Capitolio, y fue, como el mencionado derribo revolucionario del águila imperial, digna expresión de justicia. Con esa comprensión se ha mantenido la huella de la pasión revolucionaria del pueblo, no menos importante para la historia que la construcción misma del Capitolio. De ahí que deba señalarse el acierto de haberla respetado al remozar ese inmueble, cuyo valor simbólico no debe quedar atascado en su arquitectura, sino replantearse con perspectiva de revolución.
Todo eso y mucho más viene a la memoria de quien se regocija con la creciente atención dada a La Habana, atención que sería insuficiente si se limitara a los elementos materiales de la ciudad. Cuidar su limpieza y su higiene, sin las cuales su imagen estará —o está— muy incompleta, insatisfactoria, es misión que debe cumplirse por las autoridades, las instituciones y la ciudadanía en general, que han de velar para que el cuidado lo mantengan también quienes estén de paso por ella. Es un propósito que no se logrará con meras consignas y convocatorias. Si estas no se acompañan de una labor educacional que no se limite a edades, y que incluya las medidas punitivas necesarias, no se alcanzarán los fines buscados, o solo se conseguirán parcialmente.
Concebidas de un modo acertado e integral, tampoco la limpieza, la higiene y el orden deben limitarse a lo tangible: atañen asimismo a las costumbres, a la civilidad, a la disciplina, a la convivencia, a las normas de respeto, al entorno sonoro. Entenderlo así no es reclamo que deba entenderse necesario solamente para La Habana, sino para el país todo. Pero por las dimensiones espaciales de la capital y, sobre todo, por su tejido demográfico, tanto las maravillas como las penurias sobresalen y se aprecian más en ella que en el resto del territorio nacional. Y únicamente si se consuman en ella, con toda intensidad, los logros integrales que toda la nación necesita cosechar para sí, estaría justificado que, para señalar la singularidad de La Habana y celebrar su medio milenio se le aplique a ella un título que toda la patria, junta, merece: lo más grande.
A La Habana la distinguen varias peculiaridades significativas, empezando por un hecho en el cual debe insistirse claramente: es la capital del primer país que ha intentado construir el socialismo en la América Latina y el Caribe, en las Américas, en el hemisferio, y en el ámbito de la lengua española. Eso es algo que, aunque tal vez pudiera decirse como jugando, es cosa muy seria, monumental de veras.
(Cubarte)