Danny Glover y Saul Landau
Desde el aeropuerto Ontario California, a unos 100 kilómetros al este del centro de Los Ángeles, fuimos en auto hacia el norte por la Carretera 15, el camino a Las Vegas. Los autos con expectantes jugadores aficionados y grandes camiones cargados ascienden y descienden por las montañas donde se encuentran Los Ángeles y los Bosques Nacionales de San Bernardino.
Hacia el este está el alto desierto, a unos 1 200 metros sobre el nivel del mar. Entre enebros, árboles de Josué y artemisas abandonamos la autopista construida por el hombre y nos dirigimos a un centro comercial creado por un bromista, donde recogemos a Chavela, la hermana mayor de Gerardo.
Pasamos por lugares de venta de comida rápida con nombres de cadenas, y peluquerías, tiendas de tatuajes, gasolineras y mini centros comerciales (un paseo por la cultura norteamericana), rumbo al Oeste y luego al Norte por la 395, hasta llegar al Complejo Penitenciario Federal, una prisión de alta seguridad de 192 000 metros cuadrados, construida hace seis años (a un costo de $101,4 millones de dólares), destinada a enjaular a 960 reclusos.
En el Vestíbulo de Visitantes, pintado de un gris institucional, un guarda nos entrega formularios encabezados con números, señala con la cabeza un libro y mira hacia un montón de plumas. Escribimos, le devolvemos los formularios y nos sentamos en la habitación gris con otros visitantes –todos negros y latinos.
Esperamos durante veinte minutes. Un guarda menciona nuestro número. Vaciamos los bolsillos, excepto el dinero. Pasamos por una sensible máquina de detección al estilo de las de los aeropuertos, recogemos nuestros cintos y espejuelos revisados con rayos X y extendemos el antebrazo para que otros guardas uniformados nos acuñen. Dos mujeres negras y una pareja latina de avanzada edad reciben el mismo trato. Intercambiamos sonrisas nerviosas, Visitantes en tierra extraña.
Él pasa nuestras identificaciones por una gaveta conectada a otra habitación sellada al otro lado de una ventana de plástico grueso. Allí un guarda revisa los documentos y presiona botones que abren una pesada puerta de metal. El grupo pasa a un pasillo exterior. El cegador sol de media mañana y el calor del desierto golpean nuestros cuerpos después de las habitaciones con aire acondicionado. Esperamos. Un guarda conferencia a través de una pequeña ranura de la puerta del edificio que alberga a los reclusos –a cada lado torres con armas de fuego; una masa de alambre de púas cubre la parte superior de muros de concreto.
Esperamos, pasamos calor, y luego entramos en otra habitación con aire acondicionado; finalmente se abre una puerta y pasamos al salón de visita. Un guarda nos asigna una mínima mesa plástica rodeada de tres sillas baratas de plástico por un lado (para nosotros) y del otro lado una para Gerardo. Niños afro-norteamericanos y latinos intercambian su lugar en el regazo de sus padres mientras padres en uniforme caqui de la prisión conversan con las esposas.
Chavela lo ve de lejos 20 minutos más tarde, mientras él, sonriente, avanza a paso vivo a través de la habitación. Casi llorando, Chavela dice: “Ha perdido peso”. Parece tener el mismo peso que cuando (Saul Landau) lo vio en primavera. Gerardo abraza y besa a su hermana, abraza a Saul y luego Danny. Le da las gracias por su esfuerzo por liberarlo del hueco, donde estuvo 13 días a fines de julio y principios de agosto.
Gerardo nos informa que dos agentes del FBI que investigan un incidente no relacionado con este caso lo habían interrogado en prisión. Inmediatamente después, las autoridades de la penitenciaría arrojaron a Gerardo en el hueco, aunque no existía evidencia, lógica o sentido común que pudiera implicarlo en el supuesto incidente no relacionado. La temperatura en el hueco llegó a poco menos de 40 grados. “Tuve que echarme en la cabeza el agua que me daban para beber”, nos dijo Gerardo. “No me ayudó con mi presión alta. Ni siquiera podía tomar mi medicamento. Pero creo que me soltaron gracias a las miles de llamadas telefónicas y carta de personas de todo el mundo”.
Chavela amontonaba comida rápida en la mesa –la única que había en las máquinas expendedoras. Mordisqueamos compulsivamente mientras Gerardo nos contaba acerca de su vida en un cajón de sudar durante casi dos semanas. “Allí no circulaba aire”, rió como diciendo, “No era para tanto”.
Hablamos de Cuba, estaba al día de las noticias por medio de la lectura, la TV y de los visitantes que le informaban. Se sintió alentado por las medidas tomadas por el presidente Raúl Castro para enfrentar la crisis. En la televisión de la prisión vio parte del discurso de Fidel y las preguntas y respuestas en la reunión de la Asamblea Nacional. “Vi a Adriana (su esposa)”, presente en el público. Su sonrisa se esfumó. “Es doloroso. Ella tiene 40 años y yo 45. No nos queda mucho tiempo para formar una familia. Estados Unidos ni siquiera le concede una visa para visitarme. Se ha comportado con mucho valor y dignidad durante esta terrible experiencia”.
Gerardo Hernández, uno de los Cinco de Cuba, cumple dos condenas a cadena perpetua por conspiración para cometer espionaje y complicidad por asesinato. Los fiscales no presentaron ninguna evidencia de espionaje en el juicio en Miami. La acusación de complicidad supuso una evidencia, no demostrada, de que Gerardo envió a Cuba detalles del vuelo de los aviones de Hermanos al Rescate derribados por MiGs cubanos en febrero de 1996 –lo cual no hizo. La acusación también presupuso que sabía de órdenes secretas del gobierno cubano de derribarlos, lo que tampoco es cierto.
Los cinco hombres monitorearon e informaron acerca de terroristas cubanos exiliados en Miami, los cuales habían planeado sabotajes y asesinatos en Cuba. Cuba compartió esta información con el FBI. Larry Wilkerson (coronel retirado del ejército y ex jefe de personal del secretario de Estado Colin Powell) comparó la probabilidad de que a los Cinco se les celebrara un juicio imparcial en Miami con “las probabilidades de que un israelí acusado obtuviera justicia en Teherán”.
Bebimos té helado embotellado, empalagosamente dulce. Chavela trajo más papas fritas.
Gerardo reanimó el ambiente contando un incidente de cuando en la década de 1980, siendo teniente en Cabinda, Angola, escoltó a altos oficiales cubanos a una cena con importantes soviéticos de visita. “Le dije a mi coronel que había memorizado un corto poema de Mayakovsky en ruso (de sus días de estudiante) y que podría recitarlo para los oficiales soviéticos”.
Recitó el poema en ruso. Todos aplaudimos. Él sonrió. “Estaban asando un cerdo y tenían botellas de bebida, una fiesta”.
“Recité el poema. El coronel soviético me abrazó, me besó en ambas mejillas –muy emocionado. Tuve que repetir mi actuación para los otros oficiales. Finalmente, el coronel cubano me dijo que ya le había sacado el jugo a la situación y me marché”.
Dos horas pasaron rápidamente. Esperamos a que los guardas nos permitieran salir. Gerardo estaba parado en atención contra un muro, junto a otro prisionero, cerca de una puerta que da al bloque de las celdas. Lo saludamos con el puño en alto. Él respondió igual. Su hermana le sopló un beso. El sonrió ampliamente de forma tranquilizadora –como recordándonos: “Manténganse firmes”.