Guillermo Castro H.
Para Bárbara Göbel, en Berlín
Suele decirse que las comparaciones son odiosas. Esto carece de sentido, si el tema del que se trata es el de los estudios culturales. Aquí, como en toda ciencia, la comparación es un procedimiento elemental de indagación y aprendizaje. Si es utilizada de manera adecuada, puede conducir a valiosas generalizaciones que nos permitan comprender cada vez mejor los procesos de formación y transformación del mundo en que vivimos. Lo que sin duda es odioso es la generalización sin fundamento, del tipo “todos los panameños son irresponsables”, o “todos los norteamericanos (o europeos) son racistas”, etc.
Como procedimiento de indagación, la comparación funciona a partir de valores culturales que son por necesidad distintos en distintas sociedades. En ese sentido, por ejemplo, cabe distinguir la historial ambiental latinoamericana de la historia ambiental de América Latina. La historia ambiental de América Latina puede y debe ser objeto de comparaciones construidas a partir de todas las culturas que puedan interesarse en ella, incluidas por supuesto las de nuestraregión. La historia ambiental latinoamericana estudia, desde nuestra cultura, la historia de los ambientes creados por nuestras sociedades, o por las de otras regiones del mundo. Así como se hace historia ambiental de América Latina desde la cultura Noratlántica, se puede y se debe hacer historia ambiental latinoamericana de los ambientes Noratlánticos, o asiáticos, o africanos.
Aquí, el problema fundamental para la colaboración entre investigadores de distintas culturas consiste en la construcción conjunta de problemas comunes. Esto implica, por supuesto, asumir y trascender la influencia – formal y no formal – de las asimetrías inherentes a la formación misma del moderno sistema mundial en las prácticas culturales. Se trata de un problema cuya complejidad apenas empezamos a entrever a partir de los procesos de sustitución de los antiguos sistemas coloniales por Estados nacionales, y la inserción de éstos en el (entonces) novedoso sistema internacional, en pie de igualdad con las metrópolis de su pasado inmediato, entre las décadas de 1950 y 1970. Esos procesos abrieron un complejo – y finalmente inconcluso – proceso de transición entre la dominación sin más entre el liberalismo colonial y sus posesiones, y nuevas formas de hegemonía en las que una parte relevante de aquellas tareas de dominación y control pasó a ser ejercida por las élites de los nuevos Estados emergentes, en estrecha asociación con los nuevos organismos del sistema internacional – desde el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, hasta la UNESCO, la FAO y finalmente el PNUD.
Hoy, como se ha dicho reiteradamente en nuestra región desde mediados de la década de 1990, nos encontramos inmersos en un cambio de épocas, que a primera vista se expresa como una época de cambios. Ese cambio de épocas – al que algunos llaman una crisis de civilización – opera a través de un proceso de transición iniciado formalmente a partir de la estructura básica de organización política del statu quo ante, la Guerra Fría, y prolongado hasta nuestros días a través de una crisis cada vez más vasta y compleja del sistema internacional en su capacidad para convencer, y de los propios Estados nacionales para encara mediante el consenso sus propias dificultades en todas las regiones del planeta.
Ese proceso de transición no sólo se expresa en la formación de problemas de un tipo nuevo y más complejo. Además, genera nuevas posibilidades de traer de vuelta al análisis de esos problemas ideas y propuestas de interpretación elaboradas cuando la época que está en proceso de cambio estaba aún en proceso de formación. Tal es el caso, por ejemplo, de los aportes de quienes formularon los primeros llamados de alerta ante los resultados no deseados del incremento en la capacidad humana para intervenir en los sistemas naturales entre las décadas de 1850 y 1879, desde George Perkins Marsh hasta Federico Engels. Tal, también, el de quienes buscaron formular de manera nueva el planteamiento de los problemas de orden teórico derivados de esa nueva complejidad en la relación de los humanos con su entorno a lo largo de las primeras décadas del siglo XX, como el geoquímico Vladimir Vernadsky con su aporte a los conceptos de biosfera y noosfera, y los geógrafos Jean Brunhes y Carl Sauer, con su exploración del impacto social de las formas más brutales de intervención humana en la naturaleza a través de una “economía de rapiña”, y del vínculo entre lo social y lo natural – entre los hábitos y el hábitat – en la producción de su ambiente por los humanos, y la formación de sus paisajes característicos.
La recuperación de esos aportes en el marco de los problemas históricos – esto es, económicos, sociales, políticos, culturales y ambientales –de nuestro tiempo, nos lleva hoy a trascender el viejo marco liberal de análisis centrado en formaciones estatales nacionales, para encarar de lleno al sistema mundial en su etapa global como una red de nodos regionales y locales que interactúan entre sí de un modo que confirma, en el plano de las Humanidades, la ley de la interdependencia universal de los fenómenos formulada en la segunda mitad del siglo XIX. Hoy, por ejemplo, la historia ambiental puede ser entendida como la historia general de la Humanidad, que asume como su objeto mayor el vínculo entre la biosfera y la noosfera como nicho producido por nuestra especie para su desarrollo. Hoy, también, se hace posible una nueva exploración de nuestros pasados recientes, que desborda y desafía las viejas periodizaciones construidas por el liberalismo a partir de la secuencia Estado – Economía – Sociedad – Cultura, para construir otras, a partir de los vínculos entre las distintas modalidades de participación de las diversas sociedades humanas en el proceso de formación – y en las transformaciones – del moderno sistema mundial.
Desde la perspectiva que así emerge, la crisis ambiental global es más que la suma de las crisis regionales y locales, del mismo modo que éstas no se reducen a las expresiones en un nivel inferior de los problemas que aquejan a la Humanidad en su conjunto en un plano superior. Al respecto, siempre cabe recordar que, como observara Carlos Marx en una carta a Federico Engels en 1858, la “misión particular de la sociedad burguesa es el establecimiento del mercado mundial, al menos en esbozo, y de la producción basada sobre el mercado mundial”, añadiendo enseguida que en lo fundamental esa tarea había sido completada con la colonización de California y Australia, y la incorporación a dicho mercado de China y Japón. Cada una de las zonas y regiones incorporadas a ese nuevo mercado mundial – empezando por las propias sociedades Noratlánticas que constituyeron su núcleo de origen -, contaba ya en el siglo XVI con un pasado que operaba en su presente y contribuía a modelar sus opciones de futuro en todos los planos de la vida social.
Así, las modalidades de participación de nuestra América en la crisis ambiental global expresa el resultado de modalidades de desarrollo humano que se remontan al menos por 12 mil años, aunque haya sido a partir de la incorporación del Nuevo Mundo ala formación del mercado mundial en el siglo XVI que vinieron a producirse las circunstancias específicas de esa participación. Esto se expresa tanto en la presencia de estructuras socioculturales de muy larga duración en el espacio indoamericano, como en la formación de espacios nuevos, afroamericanos y mestizos, en otros ámbitos de la región. Y se expresa también en la creación de las vastas fronteras interiores de regiones como la Amazonía, la Orinoquia, el Atlántico Mesoamericano y el Chocó biogeográfico, convertidas hoy en fronteras de recursos sometidas a complejos y a menudo violentos procesos de transformación de su patrimonio natural en capital natural.
Como vemos, el desafío que la crisis contemporánea plantea a las ciencias sociales y las Humanidades en nuestras sociedades va mucho más allá de reproducir en la periferia las agendas y las normas de calidad propias de las culturas del centro del sistema mundial. En aquel centro como en esta periferia, por el contrario, ese desafío consiste en superar el viejo trívium positivista de organización del conocimiento en ciencias naturales, ciencias sociales y Humanidades- gestado entre 1850 y 1950 al decir de Immanuel Wallerstein – si deseamos ofrecer ala cultura contemporáneala capacidad de dar cuenta del desarrollo integral de nuestra especie en su interacción con el conjunto de la biosfera. En las primeras fases de este proceso, el viejo trívium positivista se descompone a través de la formación de campos nuevos del saber como la historia ambiental, la ecología política y la economía ecológica, que sin embargo son apenas tanteos en el vasto campo de indagación que se abre con la transición entre épocas en que estamos inmersos.
En esa transición, de lo que se trata es de pasar de una cultura construida en torno al ideal del crecimiento económico incesante – como lo estuvo la Medieval en torno al ideal de la Salvación-, a otra organizada en torno a las necesidades que plantea el desarrollo de la especie que somos, que sólo será sostenible por lo humano que llegue a ser. Esto no es poca cosa, en cuanto implica ir más allá del marco conceptual y de valores en que nos hemos formado, en busca de otro en el que llegue a ser evidente hasta para un niño que toda ciencia es natural, como toda ciencia natural es una construcción social. Y debemos encarar este desafío, en cuanto la otra opción consiste en ver incrementarse el riesgo de nuestra extinción, que prive otra vez al Universo de la presencia de aquella forma suprema de organización de la materia, que le permitió una vez pensarse a sí misma.
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