Álvaro Castillo Granada
Baudilio Espinosa, el galán de las lechugas, me dijo hace unos días en su casa (después de almorzar esplendorosamente un banquete preparado por Yoanka, la mejor cocinera de Cuba) que una de las cosas que más le entristecía de morirse era no leer lo que yo iba a escribir sobre él. Todos nos reímos porque, claro, ya sabemos cómo es Baudilio y el peculiar sentido del humor que maneja. “Chico… —añadió. Si hasta me pongo triste por personas que no conozco”. Como es lógico esto me quedó zumbando en el oído. ¿Por qué no le decimos a los demás, a nuestros amigos, a nuestros compañeros, lo que son/significan para nosotros? ¿Por qué nos guardamos aquello que nos entrega y brinda su presencia, su constancia, su tiempo con nosotros? Hay muchas respuestas para esto. Ninguna me sirve.
A ti tuve la fortuna de decírtelo muchas veces. Y no sólo a ti: a los tuyos también. Y no me cansaré de repetirlo: si hay (no quiero decir hubo) una compañera, en todo el sentido de la palabra, con todo lo que implica y explica, para José Luis, eres tú. Total. Ese amor absoluto. Esa incondicionalidad. Esa fidelidad. Esa lealtad. Ese, como me enseñó a decir tan hermosamente Margarita Márquez, “estar del lado del otro”, nunca dejé de verlo ni reconocerlo. Y, al mismo tiempo, lo extendía a los que te/lo rodeaban. Tu “Quiubo mijito…”, era una invitación a sentarse y a dejar que el tiempo transcurriera.
Eres (junto a José Luis y Carolina) parte de mi Cuba, la que me habita y habito. La compartimos plenamente. Mirándola de frente y riéndonos de todo, especialmente de nosotros mismos. Como corresponde. En tu casa siempre había un plato de comida para el hambriento o un vaso de agua para el sediento. Una parte de Colombia allá. Un remanso de Colombia allá. ¿Cuántas cosas compartimos? ¿Cuánto de mí está contigo? ¿Cuánto de ti está conmigo? ¿Qué paisaje podemos dibujar juntos?
Una de las mayores vergüenzas que he pasado en mi vida fue cuando descubriste, cojones, que en medio de la inmensa lista de nombres que figuraba en los agradecimientos de mi primer libro faltaba el tuyo. Lo revisé una y mil veces. Te lo juro. No quería que se me olvidara uno solo. Y tuvo que ser el tuyo. Lo agregué a mano en el ejemplar que les correspondía. Cuando me disculpé me dijiste: “No importa, mijito, yo sé… yo sé…”.
Y eso ahora, en medio de las lágrimas que no han dejado de salir desde cuando Federico me llamó y me dio la noticia, la terrible noticia, me consuela.
Tú lo sabías porque te lo dije. No una sino mil veces. Y no solo a ti sino a los tuyos. Y a los otros también. Te dije todo lo que te quería, admiraba y respetaba. Porque sin ti no habrían sido posibles muchas cosas. Sin ti demasiadas cosas no habrían sido. Afortunadamente estás y estuviste con todos nosotros. Y ahora escribo tu nombre con una sonrisa.
Hasta siempre, Gladys Siabatto, hasta siempre. Yo sé.
Me ha emocionado, cuánta verdad encierra, cuántas veces callamos lo que debemos decir, quizás por pudor, porque lo creemos explícito.
Ya tarde nos duele el silencio.