Los avatares del compromiso intelectual

 
Graziella Pogolotti

No soy politóloga. Por eso, tengo que hablar en primera persona, a partir del testimonio de haber vivido intensamente una época, la mía y, desde la convivencia, la dramática experiencia de la generación que me precedió, involucrados unos y otros en el acontecer de la Isla, inseparable de los sucesos que estremecieron el resto del mundo. Para mí y para quienes me precedieron, la política nunca fue oficio. No quisimos tampoco, siguiendo la tradición establecida desde Platón hasta Voltaire, constituirnos en consejeros privilegiados, tarea siempre condenada a lamentables desenlaces. Pero hemos tenido nítida conciencia de que el destino de la polis nos involucra a todos. En mi caso, comprendí desde temprano que una guerra desatada en las fronteras de Polonia cuando todavía, carente de nociones elementales de geografía, tenía pasaporte cubano sin idea remota del sitio donde se encontraba la Isla, había cambiado radicalmente, para bien o para mal, no sabría decirlo, mi existencia toda. Hoy necesito dar cuenta de mi verdad ante la manipulación de hechos y circunstancias, ante la improcedencia de ciertos juicios morales emitidos desde la izquierda y la derecha por quienes intentan acomodar el devenir histórico a los vaivenes de la contemporaneidad.

Contaba Dora Alonso que desde mi infancia mi proyecto de vida, proclamado sin titubeos, era ser intelectual. Me siento heredera de esa tradición forjada en los albores de la modernidad en espacios culturales de Europa y América, aunque nunca florecida en los países anglosajones donde el poder utiliza a tanques pensantes y modula en campus bien protegidos el quehacer de la academia. En el proceso de construcción de la figura del intelectual, Voltaire es la bisagra entre dos tiempos. Frustrado en su papel de consejero de Federico de Prusia, se convierte en el burgués de Ferney. Consciente como pocos de las posibilidades del panfleto para convocar voluntades, interviene desde su bien protegido refugio en tanto voz alternativa autónoma frente a los poderes conjugados del estado autocrático y de la iglesia. Descubre un interlocutor posible en la opinión pública naciente.

En los días de Voltaire, los partidos políticos eran inexistentes. Germinaron con la Revolución Francesa en la confrontación entre jacobinos y girondinos. Crecieron en medio de los avatares de la consolidación del estado burgués. En las circunstancias de la Francia posrevolucionaria, los escritores tomaron diversos rumbos. Algunos se consagraron a la creación de su obra, encerrados en su cúpula protectora, desarmados cuando las contiendas, bélicas o civiles, tocaban a sus puertas. Otros, como Lamartine, casi siempre con poca fortuna, entraron en el juego de la política. En estos casos, la obra literaria constituía un valor simbólico, representativo ante la opinión pública, al servicio de ambiciones de otra índole. Dos figuras paradigmáticas beneficiarias de inmensa popularidad contribuyeron a configurar la imagen del intelectual comprometido. Se trata de Víctor Hugo y Emilio Zola.

El autor de Los miserables intuyó rasgos característicos del largo siglo en que vivió que escaparon a la perspicacia de muchos de sus contemporáneos. Poco importan las veleidades políticas de quien gustaba llamarse en sus años juveniles Víctor María conde Hugo, fascinado por el tinte aristocrático de una nobleza de reciente tinte napoleónico. Al situar las peripecias de Nuestra Señora de París en otro cambio de época fundamental, el amanecer de la modernidad bajo Luis XI, advertía con cierto anacronismo la singularidad del movimiento de masas, anuncio de un futuro democrático, a la vez que anunciaba la fuerza revolucionaria que habría de adquirir la imprenta, sustitutiva del papel desempeñado por la iglesia. Y aún más sabría aplicar en beneficio de la difusión de su obra esa lúcida percepción. A ello responde el hábil montaje del escándalo de Hernani, maniobra eficaz para ofrecer al romanticismo la rápida conquista de un espacio público. Implementaba de ese modo mecanismos que prefiguraban la publicidad de nuestros días. Asociado a la vertiente social del romanticismo, empleó con acierto los recursos del folletín y del melodrama para alcanzar vasta audiencia. Desde su inmensa autoridad, el vate lanzó el arrasador libelo contra Napoleón, el pequeño. Y se instaló en el exilio. Con ese gesto, el poeta se convertía en conciencia moral de la sociedad.

En otras circunstancias, Emilio Zola se proyectó hacia el espacio público. Cuando asume la defensa de Dreyfus, seguía siendo un escritor controvertido. Su obra se hundía en zonas malolientes de la sociedad. Echaba a un lado los circunloquios del pudor. Se valió de la prensa para que su grito alcanzara la mayor resonancia posible. Contribuyó a desencadenar un debate político. Sufrió la persecución y el exilio. Pero, en una época de expansión y protagonismo de los partidos políticos, se mantuvo al margen. En los últimos años de su vida, truncada por un accidente nunca esclarecido del todo, volcó sus sueños utópicos en novelas pronto caídas en el olvido.

Colocado entre dos siglos, Romain Rolland sería el último representante del modelo decimonónico del intelectual convertido en conciencia moral de su tiempo. Mientras la socialdemocracia europea traicionaba su programa político al votar a favor de la guerra, el escritor, situado por encima de la contienda, siguió predicando la paz. Refugiado en Suiza, al igual que Voltaire, su prédica trascendió las fronteras de su país. Símbolo de una eticidad insobornable, prestó su nombre a cuanta causa consideró justa, sin renunciar nunca a su condición primordial de escritor.

Con el triunfo de la Revolución de Octubre, el debate se planteaba en otros términos. Entraba en juego el destino de la humanidad, la transformación de la sociedad a escala internacional. El acontecimiento se había producido en el contexto de una guerra de dimensiones nunca vistas, con su desfile de muertos, mutilados y condenados a plazo fijo por los gases tóxicos. Nevermore, prensaban los escritores aún desconocidos que regresaban del frente. Las interrogantes acerca del papel del arte pasaron a un primer plano. Para los intelectuales, la disyuntiva se planteaba a partir de nuevas coordenadas sin antecedentes históricos frente a quienes se aferraban al sacerdocio. Del oficio, los surrealistas buscaban sus paradigmas en la conjunción de la intersección de Freud y Marx intentando conjugar un doble proceso emancipatorio. Instrumento de liberación, el arte se proponía cambiar la vida al margen de las contingencias impuestas por las demandas de una praxis política concreta. Esta fisura quebrantó el ala izquierda del movimiento, mientras en otro territorio se situaban quienes se atenían al estricto sacerdocio del oficio de la escritura. Con esas premisas, el diálogo de los artistas con los dirigentes de los partidos comunistas de reciente creación atravesó escollos, malentendidos y experiencias frustrantes por ambas partes. La construcción del socialismo en un solo país después de los fracasos en Alemania y Hungría impuso la férrea defensa de la URSS. Un sectarismo a ultranza, con lamentables repercusiones en la América Latina, cerró las posibilidades de ejercicio de la crítica ante los errores derivados de algunas concepciones estalinistas. La guerra de España allanó diferencias y juntó voluntades. Poco después, el pacto Molotov-Ribbentrop volvía a sembrar el desconcierto.

El gran holocausto, masacre de judíos incluida, plantearía en términos inéditos el nevermore formulado a seguidas de la Primera Guerra Mundial. Ya no quedaba espacio para la inocencia. La barbarie y la amenaza nuclear amenazaban arrasarlo todo. Sartre se convirtió en vocero de la época. Sus especulaciones en el terreno filosófico no sobrepasaron los ámbitos académicos. Su obra de ficción ha sido melada por el tiempo. En el ensayo, en cambio, se mantiene la vigencia productiva, estimulante por su capacidad de generar ideas y reformular interrogantes. Sus relatos y sus obras de teatro recorrieron ambas orillas del Atlántico. Pero sus textos de carácter divulgativo y panfletario intervinieron de manera directa e inmediata en los acontecimientos y en el combate de las ideas. El existencialismo es un humanismo que propuso una revitalización de esa corriente matriz del pensamiento occidental desde la visión trágica derivada de los horrores de la guerra. En ese contexto, el compromiso del escritor reivindicaba la asunción de una responsabilidad al margen y, a veces, por encima de las contingencias impuestas por la realpolitik. De ahí una larga historia de encuentros con los sectores de la izquierda militante requerida de un análisis más particularizado.

Desde los días germinales de las luchas independentistas, los intelectuales latinoamericanos establecieron un intenso diálogo con las corrientes que modulaban la modernidad en Europa occidental, fundamentalmente en Inglaterra y Francia. Sin soslayar el papel de las maniobras políticas formuladas por el poder hegemónico desde su cancillería, de Inglaterra llegaron las ideas económicas muy favorecidas por las oligarquías criollas. En el plano político, a partir de la Revolución Francesa se produjo un proceso de recepción activa, atemperada a las circunstancias locales, de las ideas procedentes de París. En nuestra América, sin embargo, la historia impuso las reglas del juego. En los momentos decisivos, los intelectuales no se limitaron al ejercicio de una conciencia moral. Asumieron papeles protagónicos en las luchas por la independencia y en la etapa fundacional de los nuevos estados.

Libertad, igualdad, fraternidad fue mucho más que una consigna. Se hizo carne en decretos inscritos en un calendario de nuevo tipo, de dulces resonancias pastoriles y sabor neoclásico. En un planeta que, al decir de Carpentier, se iba achicando, por efecto de carambola, el programa revolucionario se ajustó a las realidades de distintos contextos. En nuestra América, removió el independentismo y sacudió el espíritu abolicionista. Pero el planeta empequeñecía aceleradamente. En medio de la Primera Guerra Mundial, la Revolución de Octubre emergió como poderosa llamarada desde los confines del imperio de los zares. Anunciaba una conmoción más profunda, sin antecedentes en la historia. Mugriento y desarrapados, los pobres de la Tierra, soldados, obreros y campesinos intentaban tomar el cielo por asalto.

Para los intelectuales, parecía haber llegado la hora de tomar partido. Unos optaron por hacer del oficio un sacerdocio. Para quienes alentaban una vocación social, la disyuntiva se planteaba en términos inéditos. Las sociedades burguesas habían configurado el espacio político en torno al rejuego de los partidos. Mientras no llegara el momento decisivo de la revolución mundial postergada, los partidos comunistas proliferaron para preparar el porvenir mediante la lucha de masas. Reclamaban de sus miembros mucho más que la simple adhesión. En situación límite, el cubano Rubén Martínez Villena echó a un lado sus versos, afrontó adversidades e incomprensiones y quemó sus pulmones en el combate. La entrega implicaba también la asunción de los errores y la subordinación absoluta a los intereses supremos de la causa. Algunos aceptaron la disciplina exigida por la militancia. Con el corazón bien situado a la izquierda del pecho, otros preservaron la autonomía de su obra, atravesaron malentendidos coyunturales, corrieron los riesgos implícitos al unir el prestigio de sus firmas y la autoridad de sus voces a favor de acciones decisivas. Así ocurrió ante la amenaza fascista, en la España desgarrada por el zarpazo franquista, ante la convocatoria del movimiento por la paz, en el enfrentamiento al colonialismo, en la solidaridad con el pueblo de Vietnam.

Desde su condición periférica, Cuba no permaneció ajena a los grandes conflictos de la modernidad. En Europa, la derrota de los comunistas en Alemania y Hungría postergaba de manera indefinida el sueño de la revolución mundial. La práctica histórica demostraba, una vez más, que el análisis macro de las contradicciones del capitalismo debía ajustarse al conocimiento concreto de las circunstancias multifactoriales existentes según el desarrollo desigual de países y regiones. La Tercera Internacional subordinó entonces la visión universalista a la necesidad de preservar el proyecto en un solo país, la URSS. Sus normativas se aplicaron en todas partes sin tener en cuenta, en muchas ocasiones, las particularidades de cada lugar. En el caso cubano, el sectarismo restó el apoyo necesario a la zona radical del gobierno Grau-Guiteras después de la caída de Gerardo Machado. El viraje hacia la táctica de los frentes populares aspiraba a constituirse en valladar ante el avance incontenible del fascismo. Demostró su fragilidad durante la Guerra Civil española y Cuba fragmentó el programa de la izquierda antimperialista al cristalizar en la alianza con Batista, a pesar de las razones de distinto orden que parecieron justificarla en aquel momento.

Para los cubanos, el punto de articulación de la izquierda se configuraba en torno a una tradición antimperialista más o menos definida según las teorías de Lenin. Nacida de la memoria de la frustración del proyecto independentista por la intervención norteamericana en la guerra hispanocubana y la subsiguiente imposición de la Enmienda Platt, se había profundizado con la mediación Welles, con la intromisión en los asuntos internos del país y el respaldo irrestricto a la violencia represiva instaurada por Batista a partir de 1934. Defender las aspiraciones nacionalistas en ese contexto significaba emprender, por diversas vías, la necesaria construcción del país. Estos referentes, ajenos al panorama europeo del siglo XX, son indispensables para reconocer las claves de la historia de Cuba hasta nuestros días.

Con distinto grado de politización, los escritores y artistas cubanos asumieron la voluntad de contribuir al renacer de la nación. Las artes plásticas, la música y la literatura fijaron imágenes identitarias y rescataron zonas sumergidas de la cultura popular. Desconfiados de la política, algunos se recluyeron, con vistas a un porvenir posible, al sacerdocio de la creación. Otros cumplieron el deber ciudadano al ofrecer el respaldo solidario a las causas justas, aun corriendo los riesgos del fichaje por la embajada norteamericana y los cuerpos represivos locales. Unos pocos se sometieron a la disciplina militante. Desde cualquiera de estas posiciones, para la gran mayoría, el triunfo de la Revolución significó un compromiso definitivo con el rescate de los sueños por largo tiempo atesorados. Aunque afrontaran escollos, malentendidos y contradicciones, privilegiaron como razón de fidelidad, la exigencia de preservar las conquistas fundamentales de una nación soberana.

En los últimos 50 años, los cambios en el planeta se precipitan de modo vertiginoso. Achicadas las distancias por la aviación, lo hacen aún más con el empleo de las comunicaciones por vía electrónica. Perdida la brújula, las ballenas mueren a orillas de las playas. Un brillante juego de espejismos oculta las señales de la realidad. Ilusorios navegantes de Internet, mientras las diferencias se acentúan, creemos compartir, como pariguales, las mismas circunstancias, sin advertir que los intelectuales han perdido el protagonismo que otrora les fuera concedido. Bajo la epifanía de los 60 del pasado siglo, con su multiplicidad de voces emergentes, se estaban diseñando estrategias inéditas para el afianzamiento del gran capital. Desde su angustia personal, Pasolini advertía el desgaste de los valores a partir del crecimiento del consumismo y de la influencia mediática inscritos en una sociedad del bienestar dirigida a paliar los síntomas de las revueltas sociales. Después de mayo del 68, se aceleraría el proceso de integración de los intelectuales al sistema mientras sus congéneres de América Latina sufrían la persecución y el martirologio. La encrucijada actual de crisis económica y consiguiente agudización de los conflictos sociales, de deterioro ecológico y cambio climático, de mercantilización de ideas y manipulación de las personas a través de la canalización de la imágenes y el empleo de sofisticados mecanismos de mercadeo, requiere el rescate del intelectual tradicional, ese personaje anacrónico, dispuesto a repensar el mundo, a eludir las tentaciones de la moda, a devolver a la palabra su peso específico, a horadar falacias y espejismos, a preservar —afincada en la ética— la autoridad de su voz, a restaurar la confianza en el mejoramiento humano. (Tomado de La Jiribilla)

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