Los recientes hechos de brutalidad y asesinatos racistas por parte de la policía en numerosas ciudades de Estados Unidos no son un fenómeno reciente. Son sucesos de larga tradición, que se derivan desde los tiempos de la esclavitud y que, como ahora, se desarrollan a la par con la violencia de grupos paramilitares y supremacistas blancos.
La proyección bélica del país y de haber llegado al punto de estar involucrados de forma permanente en una serie de guerras en varios confines, han permeado la psiquis de miles de personas y se refleja en una creciente militarización a nivel doméstico. Además de la brutalidad policiaca se expresa claramente en la proliferación de grupos violentos, así como en instancias de gobierno tales como el sistema de prisiones, la militarización de la frontera con México y la violencia contra los inmigrantes.
Además de la tradición violenta y racista con que se conformó la nación estadounidense y del impacto del militarismo imperial, se suman las fracturas sociales, la polarización y las desigualdades crecientes de las cuales da muestra esa sociedad en las últimas décadas. Son decenas y decenas de millones de personas insertas en un círculo vicioso de segregación residencial en barriadas inseguras y carentes de servicios básicos.
Veamos algunos antecedentes
La cuestión racial y el racismo contra la población negra han sido un factor primordial en la conformación de la cultura y la política estadounidense desde la época colonial y la formación de la república hasta el presente. En torno a ellos gira mucha de la política nacional. La ubicación histórica y actual de los afronorteamericanos es – en muchos aspectos – central en las problemáticas del país.
A su vez, los movimientos políticos y el activismo de la población negra han estado históricamente en las primeras líneas de las luchas por los cambios progresistas en Estados Unidos, un país inmenso y diverso, donde los movimientos de clases y otros han sido cooptados o fragmentados. En ello influyen razones históricas, inmensos obstáculos institucionales, así como las dimensiones del país, las tensiones derivadas del carácter multiétnico de su población, y la creciente debilidad del movimiento obrero.
A finales de los sesenta y en el decenio de 1970 las llamadas “comunidades de color” comenzaron a comprender que la sociedad tal como existía nunca abordaría sus necesidades, según se las planteaban y sentían. Fue en ese periodo cuando explorar su herencia cultural y construir sus propias instituciones adquirió su mayor fuerza. La consigna de Black Power había electrizado las comunidades negras a lo largo del país.
Entonces comenzó una dramática transformación de la autoimagen del negro, en el marco de uno de los más efectivos movimientos sociales hasta la fecha en el país, de orgullo racial, conciencia colectiva y solidaridad comunitaria, con enorme repercusión en el conjunto de la sociedad.
Luego del impacto de las grandes luchas y movilizaciones del movimiento negro pro derechos civiles, se hizo evidente para sectores de poder que la fuerza de tales movimientos se potenciaba dados los graves problemas sociales en esas comunidades. Es por ello que, ya desde los años ‘60s, se habían venido extendiendo toda una serie de programas de gobierno y proyectos de asistencia para el “desarrollo” de zonas marginales y de las comunidades negras.
Entre las derivaciones de tales programas estuvo el fortalecimiento de grupos reformistas y de anhelos economicistas, así como contribuyó a largo plazo a la formación de toda una capa de profesionales y políticos afroamericanos y latinos con posibilidades de acceso, de presencia pública y de supuesta representatividad de los anhelos de las llamadas minorías étnicas.
La burguesía negra, incluyendo la que se desarrolló durante el gobierno de Obama, ha continuado enarbolando falsas promesas de inclusión. Salvo en el contexto coyuntural reciente en reacción a la oleada de asesinatos y violencia policial, el activismo político organizado de los afronorteamericanos llega a esta etapa luego de un largo período de reflujo.
Las agrupaciones negras han permanecido atomizadas, carentes de coordinación, enfocadas en preocupaciones económicas y sociales inmediatas y cuyas energías devienen difusas, marcadas por las necesidades y urgencias de vida de sus bases sociales, divisiones internas y la polarización social en sus comunidades. Las manipulaciones externas de todo tipo hacen el resto.
La apariencia de una mayor influencia política de la población negra dado el acceso de unos pocos de los suyos a posiciones de cierta visibilidad ha sido engañosa. A pesar de ciertos avances en participación y representación, a los negros le continúa yendo peor que a los blancos el convertir en leyes sus preferencias políticas e intereses.
Se hacía sentir el incremento de la diversidad clasista que ha tenido lugar dentro de esas ‘comunidades’ y el nefasto papel desempeñado por el Partido Demócrata al presentarse como adalid de los sectores desfavorecidos cuando en realidad está sometido a los intereses de la elite financiera del país.
Una sociedad polarizada y contenciosa
Estados Unidos muestra un número creciente de muy profundas divisiones sociales. El racismo y la peligrosa ideología de supremacía blanca es un serio obstáculo para la cohesión social, y en ocasiones es conducente y está en la raíz de serios estallidos de violencia. Según advierten algunos, la evolución demográfica apunta a que la nación no será sostenible a largo plazo si no se corrigen las marcadas desigualdades entre los sectores poblacionales de diversos orígenes étnicos.
El analista Tim Wise expresó (en sitio digital Truthout, 2 marzo 2012) que, dentro de 25 o 30 años cuando las personas no-blancas serán la mitad de la población y mayoría en varios estados, no será sostenible para el país mantener a esa población como ahora, con tres veces mayor probabilidad de estar en la pobreza que los blancos, el doble de estar desempleados, con varias veces menos bienes e ingresos respecto a la otra mitad de la ciudadanía, y con nueve años menos de esperanza de vida.
De espaldas a esa realidad prevalecen concepciones represivas no solo alimentadas por desbordadas mentalidades militaristas o por temores de ingobernabilidad, sino que están respaldadas por cálculos de generación de ganancias derivados de las llamadas guerras contra las drogas, del encarcelamiento masivo en prisiones privadas, de la subcontratación de agencias privadas de “seguridad”, y de la represión institucionalizada contra los inmigrantes y las poblaciones marginales.
El foco de la actividad de los órganos represivos del Estado va dirigido contra las agrupaciones negras y organizaciones progresistas lo cual ha llevado a conculcar las libertades civiles, criminalizar a los movimientos sociales, a incrementar la vigilancia y la infiltración de las instituciones y comunidades negras, latinas y musulmanas pobres, incluyendo el despliegue de policías encubiertos, informantes e intimidación en los hogares y espacios públicos.
Las comunidades musulmanas en el país enfrentan un ambiente de intolerancia y hostilidad creciente a partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Las fuerzas policiales locales y estatales recopilan información y espían a ciudadanos musulmanes cumplidores de la ley. Devienen blancos de la violencia como una extensión a nuestros días del racismo y la xenofobia, prácticamente se les demanda la sumisión y el cuasi abandono de sus expresiones culturales e identitarias.
Hasta el momento la cólera y la desesperación han reemplazado la fuerza y el impulso organizativo de la era pro derechos civiles.
Atrapados en casi inamovibles estructuras racistas.
La sociedad estadounidense está profundamente fracturada en lo político y a través de intereses clasistas, regionales, económicos, étnicos, religiosos y culturales. El tema racial se entrecruza con las diferencias y la opresión de clases, y habitualmente es instrumentalizado con fines políticos. Los niveles de violencia resurgen; las disparidades son enormes. Hay bolsones de población donde se vive en constante paranoia.
Aun después de las grandes rebeliones contra el racismo y de los éxitos de DEL movimiento pro derechos civiles a mediados del pasado siglo, incluyendo el desmantelamiento parcial de muchas de las estructuras legales en que se apoyaba la segregación, la desigualdad racial se mantiene como un hecho palpable. El abismo racial se amplia y no ha sido alterado con los cambios de gobiernos.
El prejuicio racial en Estados Unidos repercute negativa y fuertemente en las vidas de los afronorteamericanos. Se expresa en formas de discriminación en todos sus ámbitos y condiciones de existencia: segmentos de población atrapados en un círculo vicioso de segregación residencial, inferiores oportunidades de educación o de servicios de salud, marginalidad, crecientes tasas de encarcelamiento, y discriminación en los empleos. Los trabajadores negros reciben un 22% menos que los blancos en sus salarios, con sus mismos niveles de educación y experiencia. El ingreso promedio de los núcleos familiares afroamericanos es poco más de la mitad del ingreso promedio de los núcleos de familias blancas.
En la mayoría de las ciudades y zonas urbanas del país existen áreas separadas donde reside la población negra, reflejo de la segregación racial histórica con que se conformó el país y de las políticas creadas en el pasado para mantener a las personas negras fuera de ciertas barriadas. Muchas de esas barriadas tienen altos niveles de pobreza y a su vez enfrentan una intensa y no deseada presencia policiaca.
En tal atmósfera y debido a tan arraigados prejuicios, cualquier actividad por muy inocente que fuere, en la cual se involucre un hombre negro, genera sospechas, alarma y a menudo pone en peligro la vida del mismo. Consideremos además que la tasa de ciudadanos negros en prisión supera en cinco veces la de los blancos. A pesar de ser solo el 13% de la población ellos constituyen el 40% del total de hombres encarcelados.
Vecindarios altamente pacíficos conviven con otros en donde la muerte violenta asola a sus habitantes, por lo regular pobres. Comunidades enteras de población negra, de latinos, musulmanes o asiáticos que sienten sus comunidades bajo creciente ocupación policiaca.
La sociedad estadounidense no ha sido capaz de atender a las causas profundas de la indignación y la cólera que consume a millones y que están detrás de las poderosas manifestaciones recientes contra la represión y el racismo. Ni los políticos ni las instituciones públicas han establecido programas de gobierno efectivos para atenuar al menos esas gruesas desigualdades, en definitiva producidas por el sistema capitalista imperante.
Por otra parte, lo que esa sociedad si ha generado con bastante efectividad es la división y la cooptación de muchas de las luchas y esfuerzos organizativos que se desarrollaban en esas comunidades.
La reemergencia de un “nuevo Jim Crow”, es decir, de un clima de segregación brutal, basada en el encarcelamiento masivo y los repetidos asesinatos policiacos de hombres negros desarmados, muestra que los viejos sistemas de control represivo se han incrementado en el presente, manteniendo siempre la línea divisoria del color de la piel.
Por contraste, los grupos blancos de odio, nacionalistas y racistas, así como sus ramas armadas paramilitares, proliferan y realizan acciones violentas, muchas veces son pasados por alto o incluso se desenvuelven en contubernio con autoridades en ciertas regiones. Muchas de las palabras y acciones del presidente Trump han parecido incentivar a tales agrupaciones.
Toda esa retórica demagógica, que llega a tener tintes fascistas y es un espejo de las políticas bélicas del país, anima a sectores desesperados a organizarse en milicias para librar cruzadas de diverso tipo. Es un ambiente propicio cuando más de 300 millones de armas de fuego, muchas de alto calibre, están en manos de la población, cuando una parte de los cientos de miles de veteranos de guerra conviven con sus frustraciones, rencores y traumas de sus experiencias bélicas.
En ese marco, en todo el país, actúan cientos y cientos de milicias derechistas armadas cuya ideología y motivaciones son una combinación de paranoia, temor y reclamo agresivo de sus derechos de portar armas de fuego, receptibilidad hacia elaboradas teorías conspirativas y actitudes de cólera antigubernamental extrema. Muchos denuncian que el gobierno del país ha sido subvertido por conspiradores y ha devenido ilegítimo, y por tanto se ven como patriotas al organizarse paramilitarmente, al confrontar a las autoridades y fomentar la guerra racial.
Un futuro urbano [y nacional] de creciente complejidad
Muchas autoridades, de consuno con los medios de difusión, siguieron criminalizando las protestas y a las agrupaciones progresistas, y llegan a tipificar acciones menores como crímenes violentos y hasta “terrorismo”.
Enarbolando supuestos intereses de ‘seguridad’, bajo la administración de Barack Obama (2009-2017) se inició el llamado programa para Contrarrestar el Extremismo Violento (CVE) que, de manera abierta, asemeja la represión contra los grupos radicales y del programa COINTELPRO de las décadas de 1960 y 1970, y que se sumó a las acciones desplegadas luego de la aprobación de la Ley Patriota en octubre 2001 y otras acciones.
En base a secciones de esa ley, agencias federales pueden incursionar más y más en ámbitos de la vida civil y personal. El FBI, por ejemplo, puede exigir información como registros telefónicos y en las computadoras, historial de las operaciones de créditos y bancarias, etc., sin requerir aprobación judicial y sin estar sometidos a controles acerca del uso que los federales le dan a esa información personal.
Frecuentemente se producen abusos y se trasgreden las leyes. Tal es el caso cuando se presta atención a controvertidas secciones de Foreign Intelligence Surveillance Act, de 1978, las cuales permiten conducir espionaje masivo sobre los estadounidenses que se comunican con el exterior. Recientemente la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) ha admitido haber coleccionado de forma impropia varios cientos de millones de llamadas telefónicas de ciudadanos estadounidenses.
Según William Robinson, especialista en estos temas, en su artículo Estado Policiaco Global de enero 2018, en la medida que la guerra y la represión estatal se privatizan, los intereses de una amplia gama de grupos capitalistas convergen alrededor de un clima político, social, e ideológico conductivo a la generación y el mantenimiento de los conflictos sociales.
Desde hace algún tiempo ha habido indicios de que el gobierno estaba previendo la posible ocurrencia de problemas y disturbios civiles serios.
Un video intitulado “El futuro urbano y su emergente complejidad”, creado por el Ejército estadounidense para ser utilizado en el entrenamiento de las fuerzas especiales, es revelador de la mentalidad y actitud en las entidades estatales respecto a la ciudadanía y a los llamados “problemas” ante los cuales el gobierno debe estar preparado para enfrentar a través del uso de la ley marcial.
Ya en 2008, un informe del Colegio de Defensa del Ejército expresaba que ante la posibilidad de una ola de violencia civil extendida dentro del país el establishment militar tenía previsto “reorientar sus prioridades en condiciones de exención para defender el orden doméstico y la seguridad de las personas”.
En sus 44 páginas el informe alertaba acerca de las causas potenciales de tales problemas que podrían incluir ataques terroristas, un colapso económico imprevisto, la pérdida del funcionamiento del orden legal y político, acciones de insurgencia doméstica intencionadas, emergencias de salud y otras. También se menciona la eventualidad de una situación de clamor generalizado de la ciudadanía que desate situaciones de peligro y que harían necesarios poderes adicionales para restablecer el orden.
En los últimos lustros el Estado estadounidense ha expandido radicalmente sus capacidades punitivas y de vigilancia. Para limitar las protestas, controlar la disidencia y la oposición popular, como parte del conocido accionar del FBI y los cuerpos locales de policía en anteriores decenios, el sistema utilizó métodos administrativos y legislativos, el espionaje y la infiltración encubierta, acciones de descrédito, arrestos “preventivos” masivos, ataques policiales incluso contra protestas pacíficas autorizadas, etcétera.
El presupuesto del FBI para financiar agentes encubiertos, buena parte de ellos dentro de organizaciones progresistas, subió de un millón de dólares en 1977 a varias decenas de millones hoy día.