Como cada año, acaba de tener lugar en el Capitolio estadounidense el acto que se denomina discurso presidencial sobre el estado de la Unión, ejercicio que se realiza de forma pública e ininterrumpida desde el 1913 y que tiene por objetivo brindar una especie de balance sobre la situación del país y el desarrollo de la agenda del primer mandatario, que en ese momento esté en el poder. George Washington inició la práctica en 1790, pero Thomas Jefferson la descontinuó (la sesión pública) en el 1801.
Con el paso del tiempo, este ejercicio se ha convertido en un acto más de campaña política, que por su simpleza por momentos compite con los contenidos de los llamados reality shows, sean tanto de la televisión como de las redes sociales.
Durante la mayoría de los discursos durante décadas, cada uno de los presidentes ha dicho que su gobierno ha sido del mejor de todos los pasados y por venir, han criticado consistentemente a sus oponentes y los han proclamado culpables de sus fracasos tanto dentro como fuera del Congreso y, por regla general, señalan enemigos externos como demonios responsables de todos los males planetarios. Rara vez se realiza un análisis introspectivo, autocrítico, o factual.
Es además un acto que paulatinamente pierde originalidad porque las poses son las mismas, se repiten las señas con el dedo índice hacia el público con la otra mano puesta en el corazón, se reiteran los aplausos formales al nombrar invitados especiales que están en el público y algunas de las damas presentes se secan con similar disciplina lágrimas reales, o figuradas, al mencionarse recientes fallecimientos (que siempre son en términos de ultimate sacrifice) u otros hechos que provocan sin igual emoción.
Más del 90% del tiempo las cámaras de televisión están enfocadas en la figura del presidente, más el vicepresidente y el ( o la ) líder de la Cámara, que se ubican a las espaldas del primero. En dependencia de la militancia o no de estos actores en el mismo partido, su histrionismo, formas de aplaudir y gestos faciales tienen mayor o menor intensidad.
A pesar de ello, un ejército de analistas estadounidenses está en atención antes, durante y después del discurso para sacar conclusiones de todo tipo, medir registros, construir escenarios y hablar de agendas y legados, aún si el gobierno en funciones es más, o menos, eficiente. Se acuñan frases y se lanzan titulares durante 24 o 48 horas, hasta que nuevos sucesos entierran en la historia todo el evento.
En este texto no pretendemos hacer un análisis del contenido del último texto, ya que en estos momentos otros especialistas están enfrascados en esas ponderaciones desde la óptica cubana y expondrán sus resultados en breve.
En esta oportunidad, la frase presidencial que causó inmediata conmoción entre algunos políticos, periodistas y observadores que hacen carrera en aquel país a costa del “tema cubano” y que los llevó a usar los pulgares de forma intensa para escribir mensajes urgentes en las redes sociales sobre las pantallas de sus celulares, fue dicha por el presidente después del discurso.
Fue en un momento en que Biden tampoco estaba hablando oficialmente ante las cámaras, sino que daba palmadas amistosas y saludaba cortésmente a allegados y personalidades presentes, que vinieron a escucharlo. En el primer círculo que se nucleó alrededor del mandatario al bajar del estrado no estaba el destinatario de una frase que el presidente le dirigió cuando lo reconoció a cierta distancia. Biden hizo un gesto con su mano y expresó: “Bob, tengo que hablar contigo sobre Cuba, en serio”.
Bob es Robert Menéndez, senador demócrata presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores, que sobrevivió recientemente acusaciones por corrupción, y que se precia de contar con el “oído del presidente” en los temas cubanos. Es decir, es el alter ego de Marco Rubio, que al parecer accedía al mismo órgano de Trump con relativa facilidad.
Bob y Marquito han competido durante años en el manejo de los presupuestos federales para el “cambio de régimen” en Cuba, con los que han garantizado salarios de por vida a sus simpatizantes y suficientes contribuciones para sus reelecciones. Ninguno de los dos, sin embargo, ha podido relacionar su nombre con alguna legislación que resulte trascendente para el estadounidense de a pie.
Al escucharse la citación a Bob, de inmediato el hongo nuclear especulativo se extendió sobre Miami. Algunos congresistas con menos tiempo de vuelo (y neuronas) comenzaron a expresar preocupación por “posibles concesiones ante la tiranía”, otros esperaron unas horas para reiterar la letanía de temas que los separa desde las fronteras ideológicas con la Isla.
Ha habido terror, por ejemplo, al especularse que pudiera haber cierta relajación de las normas que limitan los derechos de los ciudadanos estadounidenses para viajar a Cuba. Imagínense miles, decenas de miles, cientos de miles de estadounidenses retomando los ritmos del 2018 y 2019, visitando la Isla para regresar y decir “pero en Cuba no encontré enemigos, me trataron con más civilidad que en otros destinos”.
Entre aquellos que clasifican como “expertos en temas cubanos”, porque toman café cortadito, almuerzan yuca alguna vez en semana y tararean la Guantanamera sin poder citar los versos, se armaron crucigramas para imaginar las futuras decisiones de la Casa Blanca respecto a Cuba.
En términos prácticos, lo que ha venido sucediendo en las últimas semanas es que se han dado pasos limitados “en la dirección correcta” y se han corregido mínimamente los destrozos en la relación bilateral causados por el desgobierno precedente. Se ha completado un nuevo ciclo, según el cual la actuación irresponsable de las autoridades estadounidenses en el tema migratorio (y muchos otros) respecto a Cuba, tuvo un impacto directo en la generación de un flujo irregular de migrantes, que no tributa al interés nacional de los Estados Unidos como un todo único.
Después de escuchar como presidente electo los resúmenes de los especialistas de las agencias federales, que indicaban el fin de la historia para Cuba, un Biden ya en funciones esperó durante meses en silencio para hacer una primera movida en relación con Cuba. Entonces sucedieron los “hechos del 11 de julio” y los obamistas reciclados consideraron que tenían razones suficientes para armar su propia guerra.
Por más que hablaron de abusos policiales, condenas a menores y artistas reprimidos, lograron confundir a muchos, pero por poco tiempo. No sucedió la cadena de hechos que esperaban (el derrumbe) y que pronosticaron después para un 25 de noviembre que no registró hechos excepcionales. Era suficiente, más que líderes con plataformas alternativas y manifestaciones populares, los planificadores de golpes duros y suaves vieron desde las pantallas de sus computadoras cómo aquellos operativos que formaban parte de su “nueva Cuba” obtenían visas, hacían maletas y transitaban por los aeropuertos cubanos en viajes al exterior sin ser molestados.
Silenciosamente la Casa Blanca pidió respuestas en los alrededores de Pensilvania Avenue y no las encontró. Entonces vino otro intento de aislar a Cuba en el plano internacional, pero aún sin contar con una lectura adecuada de los sucesos que estaban teniendo lugar en el entorno latinoamericano y caribeño. Y entonces se produjo la fractura espiritual del tabique nasal con lo sucedido en la Cumbre de las Américas organizada en Los Angeles: el que iba a aislar a los demás se quedó aislado (por enésima vez). El remake de Cartagena de Indias.
Nadie sabe a ciencia cierta si cuando Biden le dijo a Bob “en serio”, se refería a solicitarle consejos que realmente funcionaran, o a pedirle cuentas respecto a propuestas anteriores que demostraron ya no ser funcionales.
Quien haya tenido la oportunidad de conocer cómo funciona el protocolo estadounidense sabe que no hay casualidades, no hay frases imprevistas, no hay micrófonos abiertos por casualidad. No fue así cuando el presidente Obama saludó al General de Ejército Raúl Castro durante los funerales de Nelson Mandela.
Obviamente, nadie está hablando de que el secreto tras los hechos referidos es que puede preverse un proceso de intercambio similar al que sucediera entonces, entre otras cosas porque Cuba, Estados Unidos y el Mundo han cambiado de forma profunda. Hay otro ingrediente radicalmente distinto: Washington y La Habana no necesitan “comenzar” una negociación, porque conocen plenamente aquellos temas que hacen sentido para la cooperación bilateral y aquellos en los que hay diferencias irreconciliables.
Más aún, detrás de cada uno de los 22 memorandos de entendimiento firmados entre el 2015 y el 2017 hay literalmente una legión de expertos, científicos, académicos, empresarios y gente común y corriente que defiende la conveniencia de un diálogo constructivo con Cuba. Esa posición se extiende también a las comunidades de cubanos residentes en distintos puntos de la geografía estadounidense que han visto postergada durante años la posibilidad de abrazar a un familiar, visitar la tumba de un amigo en la Isla, compartir con su padrino de religión, o escuchar en silencio los ritmos de una música que se ha intentado copiar muchas veces, pero que solo suena bien en el Caymán.
No sabemos si ya el diálogo entre el presidente y el senador, entre Joe y Bob tuvo lugar, lo que si parece ser una realidad es que algunos de nuevo defienden con fuerza en aquellas latitudes el “abrazo contaminante” frente al “ataque destructivo”, o una combinación de ambos, pero dejando un espacio que permita el conocimiento de primera mano de lo que sucede en Cuba y también para contar con la posibilidad de interrelacionarse (e influir) con los actores cubanos de forma directa.
Aunque la Casa Blanca se tape los oídos, cada vez se escucha con más fuerza el mensaje latinoamericano y mundial de que Cuba es un miembro pleno y activo de ambas comunidades, en la cuales cuenta además con gran capacidad de liderazgo. El G77 más China acaba de decirlo a toda voz.
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