Estados Unidos y su historia de crímenes de guerra. (Parte I). Por Fernando García Bielsa

 

A la luz de los 77 años del bombardeo nuclear en Hiroshima y Nagasaki.

Autorizado por el “honorable presidente” Harry Truman, a las 8:15 de la mañana del 6 de agosto de 1945 un avión estadounidense lanzó sobre la población civil de la ciudad japonesa de Hiroshima una bomba de uranio con potencia explosiva de 16 kilotones, equivalente a 1600 toneladas de dinamita. Acabó instantáneamente con la vida de unas 66,000 personas y causó luego la muerte de otros 140.000 seres humanos.

En sus cálculos criminales y geopolíticos no les bastó ese hecho de inmensa brutalidad, y tres días después, otra bomba nuclear, esta vez cargada de plutonio, fue lanzada sobre la ciudad de Nagasaki, destruyéndola y causando otras 70 000 muertes instantáneas.

A ellos hay que sumar otros centenares de miles de decesos por problemas de salud, lesiones y secuelas relacionados con las bombas y la radioactividad, de acuerdo con datos de la ONU. Murieron en las semanas y meses subsiguientes como resultado de las quemaduras, las radiaciones. Muchos más quedaron afectados como portadores de un gen propenso al cáncer, lo cual ha afectado a sus descendientes. Además, agua, aire y tierra se contaminaron con las secuelas radioactivas, enfermando por décadas a quienes bebieran o se alimentaran con productos de la zona. Los efectos secundarios permanecieron por años, y aún están presentes.

Aquellas acciones criminales, la decisión de lanzar ambas bombas, tuvo lugar cuando ya se había producido la rendición incondicional de la Alemania nazi, y se sabía que la URSS estaba por iniciar una poderosa ofensiva en el lejano oriente que ponía en jaque a los japoneses, quienes buscaban desesperadamente un camino hacia la rendición inevitable.

En marzo de 1945 los japoneses ya habían perdido cerca de medio millón de vidas. Los estadounidenses habían destruido parte de Tokio con sus bombas de napalm M69, con un saldo de alrededor de 80 mil muertos y un número similar de heridos.

Las usamos – dijo justificativamente entonces Truman refiriéndose a ambas bombas nucleares – para acortar la agonía de la guerra, para salvar la vida de miles y miles de jóvenes estadounidenses…”. Por otra parte, el general Dwight Eisenhower años después hizo un dictamen distinto: “Los japoneses estaban listos para rendirse y no hacía falta golpearlos con esa cosa horrible”.

Según respetados expertos, el frio cálculo geopolítico y la principal razón de usar la bomba fueron para forzar a los líderes japoneses a que se rindieran antes de que los soviéticos entraran a la guerra en el oriente.

Ahora bien ¿fue una anomalía aquella acción del gobierno de Estados Unidos? ¿O ha sido más bien una regla la comisión de crímenes de guerra en el devenir histórico de esa potencia?

Muchos de esos crímenes son inducidos desde la distancia, generando la destrucción y el caos a miles de kilómetros de sus costas, a veces con zarpazos directos, pero crecientemente junto con sus supeditados “aliados” europeos o asiáticos o por mediación de estos. En buena medida Estados Unidos logra y se beneficia de cierta impunidad, y del tratamiento hasta cierto punto indulgente y a veces cómplice de muchos de los medios de prensa.

Con la llamada y manipulada “guerra contra el terrorismo”, desde 2001 Estados Unidos generó un nuevo ciclo de muerte y de ganancias de la industria militar, y ha sobrepasado el número de víctimas de aquellos terribles bombardeos contra dos ciudades japonesas en 1945.

Los crímenes contra la población originaria.

Todo empezó mucho antes. La violencia y la guerra son consustanciales al ser estadounidense. Las acciones violentas de los colonos, las guerras libradas por las tropas federales contra los indios nativos de Norteamérica, así como las repetidas fechorías y masacres contra los mismos durante la expulsión de sus tierras ancestrales hacia lejanos territorios del oeste incluye, pero en cierto sentido sobrepasa, el concepto de crímenes de guerra.

Las matanzas e intentos de aniquilar a los nativos norteamericanos concuerdan plenamente con la definición de genocidio de las leyes internacionales vigentes.

Según los registros históricos y los informes de los medios, desde su fundación, Estados Unidos ha privado sistemáticamente a los indígenas de sus derechos a la vida y los derechos políticos, económicos y culturales básicos a través de asesinatos, desplazamientos y asimilación forzada, en un intento de erradicar física y culturalmente ese pueblo, a esas etnias. Incluso hoy en día, los indios nativos aún enfrentan una grave crisis existencial.

Los sobrevivientes de las naciones indígenas derrotadas fueron internados en reservas, en terrenos áridos; les fueron arrebatados muchos de sus hijos y enviados a internados y casas de pensión, donde sus cabellos fueron cortados y sus lenguas y ceremonias fueron desterradas, en una especie de genocidio cultural. Durante décadas perduró la práctica de fragmentar muchas familias indias y entregar a sus hijos en adopción.

Ellos debieron vivir y presenciar una profunda transformación de su entorno: muchas de sus tierras fueron apropiadas por especuladores blancos; colonos y ganaderos que se asentaban a sangre y fuego despejaban sus cotos de caza, seguido por la ruda huella del progreso: terrenos cercados, carreteras, embalses, perforaciones mineras, ferrocarriles, tendidos eléctricos, nuevos poblados, campos petroleros, etc.

En las praderas del Medio Oeste, cientos de especies de pastos y bosques fueron reemplazadas por monocultivos de soya y maíz o dedicadas a construir embalses sin permiso de las tribus.

Las estadísticas revelan que, desde su independencia en 1776, el gobierno de los EE. UU. lanzó más de 1500 ataques contra las tribus autóctonas, masacrando a los indígenas, tomando sus tierras y cometiendo innumerables crímenes brutales. El 27 de marzo de 1814, unos 3000 soldados atacaron a los indios Creek en Horseshoe Bend, Territorio de Mississippi. Más de 800 guerreros y pobladores creek fueron masacrados.

Entre los crímenes más notorias también está la Masacre de Bear River en 1863, en Idaho, donde mataron a 350 integrantes de la “nación” Shoshone, o la del 29 de diciembre de 1890, cerca de WoundedKnee Creek, en Dakota del Sur.

Al inicio de la colonización en 1619 cerca de dos millones de nativos habitaban lo que hoy es el territorio estadounidense. En los tres siglos subsiguientes muchos perecieron no solo por patógenos y enfermedades, sino principalmente por la violencia de los colonos y las tropas federales para arrebatarles sus tierras y en la expansión hacia el oeste. Se calcula que hacia 1900 solo uno de cada diez nativos sobrevivían, menos de 240 mil, luego de los brutales exterminios del siglo XIX. Por entonces primaba el lema de que solo los indios muertos son los indios buenos (only dead Indians are good Indians).

Es bastante conocido que en la inmensa mayoría de las reservaciones la esperanza de vida está por debajo de muchos países del tercer mundo; los índices de pobreza y desempleo en las mismas suelen ser del 40% o más; prima el alcoholismo y la dependencia de la asistencia social; sufren altas tasas de mortalidad infantil y bajo peso al nacer, así como más bajos niveles de educación y menores lapsos de vida que los blancos.

La proyección imperial mediante la guerra.

Desde su fundación en 1776 solo durante 17 años ese país no ha estado inmerso en conflictos armados. En buena parte de ellos ha sido evidente la recurrencia a la comisión de crímenes de guerra en el contexto de la pretensión de dominio global y del uso de la fuerza, particularmente en los dos últimos siglos.

La política exterior arrogante y agresiva, y la generación de tensiones bélicas no es coyuntural ni depende en lo fundamental de quién habite la Casa Blanca. En la misma se relega la diplomacia y lo multilateral para enfocarse en la intimidación y la fuerza.

Esta es acompañada por campañas de generación de terror, basadas en una muy alta tecnología militar, operaciones encubiertas, aviones no tripulados, la externalización de las labores de combate con el empleo masivo de mercenarios y ejércitos subalternos, y el uso de alrededor de 800 bases e instalaciones militares en el exterior en más de 130 países, desde muchas de las cuales, unidades de Fuerzas Especiales de EE.UU. efectúan acciones ‘quirúrgicas’ letales y cacerías humanas.

Es imposible recoger aquí la totalidad, ni siquiera el grueso de las situaciones, en las cuales Estados Unidos se ha visto involucrado y ha cometido despiadados crímenes de guerra, pero se puede afirmar sin dudas que ese país es el mayor perpetrador de tales horrendos abusos y aberraciones.

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