Últimos harapos
Ida y vuelo, reverberante aplomo del que pasa.
Hemos comido lástimas y viejas costumbres sin parar
desde que fuimos aquel próximo desastre.
A cada hora del minuto y medio en que miramos la hora
cuando paríamos desusos inesperados, funcionales,
pilar de neuro-brumas.
Ida y vuelvo, como las nubes a las gaviotas que sostienen los puertos,
dando voz y uñas a las sílabas sordas y demasiado limpias del espectro,
fermentosa lid del pequeño destino,
que con el ascua biselada en aguamieles de sus picos
devuelven su rumbo lagrimal a los guardianes del pozo.
Ida y vuelco, en pulvinares no rituales, siestas para la buena nueva
y mendrugos puntiagudos contra espinas en lastrados laberintos.
Henos monteando el arrecife, alcanforeando picaduras
de ida y velo sobre la campana de las tortugas marinas.
De más está callar cualquier silencio, y de más menos que nunca
cualquier repunte de simetrías de impulso para rayo y parafina:
el rito procede del sueño y el sueño de la muerte,
y la muerte, de la vida empalizada que lava sin fin
sus manos de sombra en la sombra de todas las fuentes.
Acto presural del espejo combustible, ruta de lestrigones.
Santuarios a falta de almas, óbolos para el exceso de Aquiles,
primicias de un parloteo silenciario
que festeja el simple desastre de escalar los lechos,
que nos ríe y nos navega banqueteando sobre las olas,
cruz sobre cruz, calvariamente, hasta formar otro bosque de Babel.
Idas y valvas, llamas perdidas que tamborilean
y salvan en la demasiada noche despejante.
Remedio santo de peso entero y arrugas de cundiamor.
Nada se avecina. Ni lamias ni atanores.
Ida y vuelta; recoge y vete
para que exista el regreso,
para que no pasen de moda las Verónicas.
Afirmado tan así en el escollo, puedo asegurar
que cualquier semejanza con el sueño
es pura confluencia.