La pluma y el dólar: La guerra cultural y la fabricación industrial del consenso*. Por Néstor Kohan

 

                                                 A la memoria de Rodolfo Walsh

Hasta poco tiempo antes de las últimas manifestaciones populares contra el FMI, el Banco Mundial y la mundialización capitalista (Seattle, Davos, Praga, Génova, Porto Alegre, Buenos Aires, etc.) el problema y la temática del imperialismo había desaparecido en la Argentina y en otros países de América Latina de la agenda cotidiana y del lenguaje políticamente correcto. Si alguien osaba tan sólo mencionar la penetración cultural norteamericana quedaba expuesto automáticamente a la risa y a la sorna. Ese problema, se decía, pertenece a las viejas películas de espías que supiera hacer Hollywood.

Sin embargo la situación mundial cambió notablemente en los últimos tres años. Ahora
está más claro que los conflictos y los intentos de dominación no han desaparecido y que la
guerra ideológica, fría, tibia o caliente, abierta o encubierta, continúa. Aunque se ha puesto de
moda cierta literatura filosófica de estirpe postestructuralista que tiende apresuradamente a dar
por finalizada la etapa del imperialismo -estamos pensando en el último libro de Toni Negri y
Michael Hardt- éste sigue, porfiadamente, existiendo. La “paz” no es entonces nada más que una
fase del dominio estable, el momento máximo de la realización de la hegemonía.

Al menos así lo demuestra la reciente y oportuna aparición en español del voluminoso
texto de Frances Stonor Saunders La CIA y la guerra fría cultural (edición en inglés de 1999, en
español de octubre de 2001)1 que ha vuelto a poner en el tapete un debate curiosamente
“olvidado” y sospechosamente encarpetado en los archivos de un pasado remoto y lejano.
Como una bomba atómica este libro resulta devastador, demoledor y aplastante. Reduce a
polvo la mitología de la libertad de expresión, de la interdependencia igualitaria de las naciones y
la retórica de la sociedad abierta detrás de las cuales encuentra la estafa moral y el engaño, la
manipulación y el control informativos, la neutralización de toda disidencia y la compra
sistemática de intelectuales, de sus plumas, sus voces y sus conciencias. Su pormenorizada
investigación dibuja la gran épica del dólar y la inmensa telaraña que su poder tejió -a través de
la CIA- sobre las conciencias europeas y las propias plumas estadounidenses desde 1945 en
adelante.

Ya en los años ‘30 había sido Antonio Gramsci quien había profetizado que las nuevas
guerras se ganarían en el campo intelectual, en la cultura y las ideas. Corroborando aquella
profecía iluminadora, la impresionante indagación de Stonor Saunders constituye un libro
fundamental para comprender y estudiar el papel de la CIA en la fabricación industrial del
consenso basado en la propaganda encubierta, en la guerra psicológica y en la organización de
frentes culturales. Todas sus revelaciones se apoyan en entrevistas exclusivas a viejos agentes de
la CIA, así como también en la correspondencia de muchos de los protagonistas y en documentos
gubernamentales secretos recientemente desclasificados.

El texto, apasionante, aporta una cantidad enorme de datos (incluyendo nombres de
agentes infiltrados y fotografías) sobre los abultados millones de dólares que la CIA invirtió en
sobornos, pensiones políticas, becas y subsidios a congresos, editoriales y revistas “independientes”, destinados a cooptar, neutralizar o inducir quiebres en los intelectuales críticos de Europa del Este, de Europa Occidental y de los propios Estados Unidos. La finalidad de este gigantesco arsenal político y financiero la definió C.D.Jackson (consejero en guerra psicológica de Eisenhower y la CIA): “nos proponemos ganar la tercera guerra mundial sin combatir”. Lo lograron.

Como un sabueso la autora incursiona en lo que Arthur Koestler denominaba “el circuito
internacional de putas por teléfono”. Así calificaba a los intelectuales nucleados en torno al
Congreso por la Libertad de la Cultura, institución formada, dirigida y financiada por la CIA.
Allí aparecen nombres célebres que “recién se enteraron” de la presencia de la CIA cuando el
New York Times lo denunció públicamente en 19662. Entre muchos otros y otras Saunders
recorre los pasos sinuosos de Isaiah Berlin, Freddie Ayer, André Malraux, Nicolás Nabokov
(primo del autor de Lolita), André Gide, Jacques Maritain, T.S.Elliot, Benedetto Croce, Arthur
Koestler, Raymond Aron, Salvador de Madariaga y Karl Jaspers. Al adherir en sus manifiestos
anticomunistas de manera “desprevenida” o consciente a las direcciones ideológicas de los
agentes de la CIA Michael Josselson, Tom Braden, John Hunt o Melvin Lasky estos intelectuales
se ganaban automáticamente un pasaporte oficial de la cultura.

El trabajo de Saunders confirma mucho de lo que siempre se sospechó. Detrás del glamour de los conciertos a toda orquesta, del aristocratismo de las galerías de arte más exclusivas y de la farándula agrupada en torno al Congreso por la Libertad de la Cultura y sus múltiples revistas literarias de alta cultura se podía oler el seco perfume del billete verde norteamericano. Un verdadero coro monocromático de voces que, aparentemente, eran pluralistas pero en realidad entonaban los acordes de una única y cerrada melodía dictada por agentes encubiertos. Los datos aportados por los propios protagonistas son contundentes, no dejan lugar a dudas. La CIA tenía poder de veto directo sobre casi todas las revistas y entidades culturales que financiaba.

Leída en perspectiva histórica la investigación de Stonor Saunders resulta sumamente atractiva no sólo por los nudos que va destejiendo al poner en evidencia los fines casi siempre solapados por los que luchaban realmente los intelectuales anticomunistas de los años ’50 y ’60 “guiados”, “aconsejados” y financiados por la CIA sino también porque pone en primer plano, negro sobre blanco, los enemigos contra los que batallaban. De todos ellos sobresale la figura hoy mítica de Jean Paul Sartre, cuya prédica a favor del compromiso fue tan vilipendiada desde los años ’70 en adelante no sólo por sus adversarios académicos de factura estructuralista (que le cuestionaban filosóficamente su desmedida confianza en la conciencia dadora de sentido y en el sujeto moderno) sino también por los (auto)denominados “nuevos filósofos”, quienes le reprochaban tanto su compromiso político con las causas tercermundistas como su adscripción al “horizonte insuperable de su época”, el marxismo. El neutralismo de Sartre y su negativa a enrolarse en la cruzada anticomunista –a pesar de la distancia que lo separaba de la cultura oficial del mundo stalinista de la URSS- era indigerible para los miembros del Congreso por la Libertad de la Cultura, quienes intentaban contraponerle un tipo de cultura universalista, desterritorializada, en gran medida “apolítica”, encarnada por una figura de intelectual siempre atento al profesionalismo y reacio a adoptar puntos de vista totalizantes ante la vida política.

Los agentes encubiertos de la CIA armaban y desarmaban permanentemente estrategias para neutralizar Les Temps Modernes como si se tratara de la comandancia de un ejército enemigo. No resulta casual que con sus críticas al neoliberalismo tanto el último Pierre Bourdieu -recientemente fallecido- como Noam Chomsky hayan reactualizado en el mundo intelectual de fines de los años ’90 y en el de comienzos del nuevo siglo gran parte de los mismos ademanes sartreanos que habían hecho perder el sueño a sus enemigos de los ’50 y ’60 (a pesar de las muchas críticas que el joven Bourdieu había dirigido contra la figura literaria y “totalizante” de Sartre en nombre de la contrafigura encarnada por el sociólogo profesional y especialista, poseedor de una capital simbólico específico a su disciplina).

Pero no todo era ideología anticomunista y moralina discursiva a favor de la “sociedad abierta” en el caso de los intelectuales mimados por la CIA. También entraban en juego prebendas personales y las caricias que el poder siempre brinda a sus intelectuales orgánicos. Los defensores del “mundo libre” también obtenían viajes en cruceros, estadías en hoteles cinco estrellas en las capitales de Europa y en New York y “descansos” en las mansiones más exclusivas del jet set internacional donde los atendía una legión de sirvientes. Corrosiva hasta el límite, Stonor Saunders apunta que ninguno de ellos se preguntaba quién pagaba todo ese lujo ni de dónde salía tanto dinero. Su idealismo moral tenía patas cortas, muy cortas.

Y si alguien preguntaba había una respuesta preparada…de las fundaciones “filantrópicas y humanitarias”: Ford, Farfield, Kaplan, Rockefeller o Carnegie, auténticas “tapaderas” de la CIA. Aunque nunca apareciera en primer plano la larga y adinerada mano de la compañía siempre estaba detrás de ellas. El crítico uruguayo Ángel Rama las denominó, con justicia, “fachadas culturales”.

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*Un fragmento de este artículo fue publicado en la revista Casa de las Américas Nº 227.
abril-junio 2002. pp.144-152.
http://www.casadelasamericas.org/publicaciones/revistacasa/227/kohan.htm

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