Más allá de la cuaresma
Copado y solar, rebajas a mi menor los altos vientos
y cualquier mediodía entonado de cáscara o nautilus.
Tropiezo tres piedras con las mismas veces y me digo adiós
con esos brazos tuyos tan expertos,
tan medidos para las furias del infinito
que aquí también se cumplen asolando, y las recuerdas,
las revives, las remojas en los caldos de piedra de Jerusalén.
Roñas de otra estación ya ni me digo.
Solo espero que me entiendas, que sin llorar me cubras
—sostén un momento esa palabra y deja pasar el mediodía.
¡Es tan rápido mi entierro que ni cuenta me doy!
¿Para que los corchos, las cadenas, el papalote sin cuchilla,
los tribales años, Babilonia toda o el lejano culto del cerezo?
Como a cualquier cafetera rota,
se me sale el alma por dos mil heridas.
Tú me pasas la sal cuando ya no estoy entre los vivos.
Pero no importa, estaré en tu cena cada noche
y tendrás que oír de muy cerca mis pulmones estrellados,
ahora que ya nada pueden contra mí tus cuatro puertas cerradas
ni los tenedores viejos de tu ejercito sabio de bufandas
o cualquier otra muestra sacada de tu milla y media
de vivisectores amantes alejandrinos.
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