Adiós a Trump, ¿quién le debe a Obama? Por Iroel Sánchez

 

Finalmente lo que el profesor Cornel West definió en una poco frecuente entrevista en CNN como  disputa entre el fascistoide de la Casa Blanca y el ala neoliberal del Partido Demócrata pareciera concluir con la victoria de la segunda.

En otros académicos más cercanos al stablishment el optimismo tampoco es muy abundante. Para la revista  Foreing Affairs, “una nueva administración no curará la democracia estadounidense. La podredumbre en las instituciones políticas de Estados Unidos es más profunda que Donald Trump”. No obstante, hay derecho a tener esperanzas, sobre todo cuando, desde Cuba, hemos sufrido como en pocos lugares los desmanes más extremos y el ensañamiento más criminal del duodécimo mandatario estadounidense que fracasó en destruir la Revolución cubana.

El hecho de que llegue a la Casa Blanca una mirada diferente, aún cuando siga pretendiendo “liderar al mundo”, es una oportunidad para volver a avanzar en aquellos asuntos que gozan de gran consenso internacional como el cambio climático, el acuerdo nuclear con Irán o el camino hacia la normalización entre Estados Unidos y Cuba.

Aunque según sus declaraciones de campaña electoral, Donald Trump, Mike Pence, Joseph Biden y Kamala Harris parecieran compartir, lamentablemente, la misma definición sobre esta isla: es un “régimen”, una “dictadura” que debe ser cambiada por la política de Estados Unidos, afortunadamente los segundos se manifestaron partidarios de dar marcha atrás a lo que consideran “políticas fallidas” hacia nuestro país del actual Presidente.

Las palabras de Kamala Harris en una respuesta escrita a la agencia EFE en vísperas de la votación del 3 de noviembre son esperanzandoras en cuanto a revertir las medidas extremas impuestas contra Cuba por Donald Trump, pero reproducen la retórica descalificadora y propagandística propia de la Guerra Fría. Después de hablar de “la represión del régimen”, afirmó:

“Nosotros daremos marcha atrás en las políticas fallidas de Trump. Y como hizo anteriormente como vicepresidente, Joe Biden también exigirá la liberación de los presos políticos y hará de los derechos humanos una pieza central en la relación diplomática.

“El embargo es la ley; se necesita una ley del Congreso para levantarlo o se necesita que el presidente determine que un Gobierno elegido democráticamente está en el poder en Cuba. No esperamos que ninguna de estas cosas ocurra pronto.”

De mantenerse en esa posición, atribuida por algunos analistas al clima electorero, se apartarían de lo que Obama pidió al Congreso en relación con Cuba durante su último discurso sobre el Estado de la Unión: “reconozcan que la Guerra Fría ha terminado, levanten el embargo.”

Retomar el camino del diálogo bilateral entre Estados Unidos y Cuba y restablecer los acuerdos alcanzados durante la administración Obama no sólo beneficiaría a los cubanos, hay muchos derechos de ciudadanos estadounidenses conculcados y mucho interés nacional norteamericano dañado por el afán de complacer al grupo extremista que controla la expresión política entre los cubanoamericanos del Sur de la Florida. Algunos perciben que para restaurar los acuerdos mutuamente beneficiosos entre ambos países, interrumpidos por la administración Trump, Cuba debe hacer concesiones que no hizo durante el gobierno de Obama. Partiendo de los pronunciamientos en 2016 sobre la relación bilateral del único Presidente estadounidense que nos ha visitado desde 1959 se puede apreciar cuán lejos estuvieron las declaraciones de esta campaña electoral del espíritu que él trató de imprimir a las relaciones entre ambos países.

Cuatro años después de los últimos pronunciamientos de Obama sobre Cuba lo que él solicitó al Congreso norteamericano ha retrocedido a los peores momentos de la historia. Sin embargo, como resultado de consensos y amplios debates en su sociedad, la isla ha cambiado y se dirige a profundizar esos cambios. No lo ha hecho para complacer a Estados Unidos, sino a pesar de todos los obstáculos que se le han interpuesto desde allí para dificultarlo, incluyendo las multas a bancos y empresas por interactuar con entidades cubanas (algo en lo que el gobierno de Obama estableció récord) y la destrucción económica de nuestro principal suministrador de combustibles y más importante aliado (Venezuela), a la que designó “amenaza inusual y extraordinaria” a la seguridad nacional de los Estados Unidos.

Sus sugerencias económicas en su seductor e injerencista discurso en el Gran Teatro de La Habana -eliminación de la doble moneda, facilitar la apertura de negocios privados y la relación de estos con la inversión extranjera-  están contenidas, precedidas por el fortalecimiento de la empresa estatal, que es la base de los servicios sociales que disfrutan los cubanos, en las transformaciones que se pondrán en marcha a partir de solucionar el nudo gordiano que es la unificación monetaria y cambiaria con la llamada “tarea ordenamiento” que incluye también la eliminación de subsidios generalizados y una reforma salarial y de precios . Eso creará mejores condiciones para implementar de inmediato un grupo de acciones pendientes como la sustitución de una lista de actividades económicas permitidas por otra -mucho menor- de prohibidas, la implementación de las micro, mediana y pequeña empresa de propiedad privada, y el encadenamiento efectivo del sector no estatal con el estatal y con la inversión extranjera. La conectividad a internet -aunque debe continuar mejorando- se ha multiplicado y es hoy una realidad mucho más “disponible en toda la isla” como él sugiriera, a pesar de las persecuciones de Washington a financistas y suministradores, a la vez que entrega onerosas partidas de dinero para fomentar medios de comunicación y fabricar falsos líderes de una sociedad civil virtual más conocida en las oficinas de la CIA que en las calles de Cuba.

Seguramente se habría podido hacer más por transformar la economía cubana y el primero que lo reconoce es el gobierno cubano, pero Cuba no ha estado detenida esperando que le quiten el bloqueo. No sólo ha defendido una relación civilizada entre los dos países sino que en medio de las más adversas circunstancias -bloqueo económico recrudecido y pandemia de Covid19- ha dado una lección sobre cómo proteger a su pueblo, obteniendo indicadores de manejo de la epidemia ejemplares, y ha consensuado una estrategia económica para desatar definitivamente su potencial económico. Es lo que el pueblo cubano desea y defiende, no un gobierno que baje la cabeza frente al vecino poderoso.

Lo demuestra el profundo debate en el que toda la ciudadanía pudo expresarse libremente sobre el contenido de una nueva Constitución que en uno de sus primeros artículos expresa que “la República de Cuba basa las relaciones internacionales en el ejercicio de su soberanía y los principios antiimperialistas e internacionalistas, en función de los intereses del pueblo y, en consecuencia reafirma que las relaciones económicas, diplomáticas y políticas con cualquier otro Estado no podrán ser jamás negociadas bajo agresión, amenaza o coerción”.

Fue un proceso en el que participaron más de ocho millones de ciudadanos, como resultado del cual fue modificado el proyecto original en más de un 60%. El documento resultante fue aprobado por más del 86% de la población. En este momento se encuentra en marcha un cronograma legislativo en la Asamblea Nacional del Poder Popular para implementar en leyes la ampliación de derechos que la Constitución reconoce, la nueva estructura del estado y las facultades otorgadas a los municipios, proclamadas en la nueva Carta Magna. Tal vez un proceso como ese sería útil en nuestro poderoso vecino para resolver las desigualdades que han puesto en primer plano la Covid-19 y el asesinato de George Floyd, pero el Presidente de Cuba nunca irá a hablar al Carnegie Hall y sugerírselo a los norteamericanos para solucionar lo que Foreing Affairs llama “podredumbre en las instituciones políticas de Estados Unidos”.

Los cubanos no hacemos eso, no somos lo que Martí llamó la Roma americana, ni vamos por el mundo diciendo a los demás lo que deben hacer, aún cuando aquí son más que derechos, parte de una cultura, aspectos en los que el gobierno Obama-Biden prometió avanzar para bien de muchos estadounidenses,  tales como universidad sin endeudamiento, igualdad salarial entre mujeres y  hombres, o garantía universal de servicios de salud, aún pendientes en Estados Unidos, por no hablar de limitar la intervención impune del dinero en la política.

Somos un pequeño país que aspira a solo vivir en paz y ser tratado con respeto, y por eso comparte la victoria de lo mejor del pueblo estadounidense frente a la amenaza de cuatro años más de radicalización fascistoide.

No es aquí donde gobierna el miedo al intercambio, los viajes, y las remesas, que ayudan a no pocas familias cubanas, y tampoco es en este lado donde se le ponen restricciones. Lo cierto es que apenas dos años de diálogo, avances y acuerdos entre Cuba y Estados Unidos provocaron tanto terror a los enemigos de libertades -como las de viaje, inversión y comercio- que Washington dice defender pero que restringe en el caso de de su vecino a noventa millas, que tuvieron que acudir a herramientas nunca antes usadas como el Capítulo III de la Ley Helms-Burton y el cierre total de las remesas. No obstante, aquí estamos aún los revolucionarios cubanos, listos para trabajar por lo que más conviene a los pueblos de ambos países: “una relación constructiva y respetuosa de las diferencias”, como escribiera el Presidente Díaz-Canel el 8 de noviembre, y no conozco uno solo que se oponga a una relación civilizada y de respeto entre EE.UU y Cuba.

Ojalá el lenguaje de los candidatos no sea el de los gobernantes y quienes, gracias al pueblo norteamericano, conducirán desde el 20 de enero de 2021 los destinos de ese país, comprendan lo que Obama definió ante el Congreso en enero de 2016 como “lo mejor para ambos pueblos.”
Aún cuando el bloqueo es el mayor obstáculo al desarrollo de Cuba –sólo desde 2019 ocasionó pérdidas por más de 5500 millones de dólares-, continuaremos cambiando “todo lo que debe ser cambiado”, en bien de los cubanos y cubanas, “emancipándonos por nosotros mismos y con nuestros propios esfuerzos”. Lo hacemos para solucionar nuestros problemas y cumplir nuestros objetivos de desarrollo, sin esperar por cuánto de rojo o azul se coloree el mapa electoral del país que el gran escritor norteamericano Gore Vidal no dudó en calificar de más imperio que república.

Porque después de Trump, que se esforzó como pocos en derrocarla, la Revolución cubana sigue su marcha, sin pretender dictar a nadie lo que tiene que hacer para resolver los problemas que el capitalismo parece volver cada vez más graves en sociedades preñadas de racismo, violencia e inequidad, cuyo modelo de producción y consumo amenaza con extinguir la especie. Convencida de que más temprano que tarde el muro de mentiras e incomprensiones levantado entre Estados Unidos y Cuba para conveniencia de una minoría caerá, como acaba de caer uno de los que más ha hecho por mantenerlo en pie. (Granma)

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