Si uno está en contra de una convención la única manera de atacarla es creando otra convención.
J.L.Borges a Rita Guibert
¿Qué rol jugó el Congreso por la Libertad de la Cultura en la consagración internacional de Borges? Al rastrear en las páginas que siguen los vínculos que unieron a Borges a este aparato secreto de patronazgo cultural me propongo inscribir la internacionalización de Borges en el contexto mayor de la guerra fría. Un estudio de caso de estas características parte de ciertas premisas que vale la pena despejar de entrada: en la guerra fría, la política (y junto a la política también la cultura que le sirvió de pantalla) fue sinónimo de conspiración. No parece haber existido un “afuera” o un más allá de la mirada hechizada que impuso la lógica conspirativa; no, al menos, en este momento crispado por el peso de tensiones y ofuscaciones ideológicas. La fascinación que despierta un período extraviado por el pulso conspirativo es fácil de adivinar: su centro, que es la intriga, lo ocupa la ficción o el folletín (González 46). El Congreso por la Libertad de la Cultura fue, por eso y ante todo, una máquina de producir ficciones, y acaso uno de sus “éxitos” más irreversibles haya sido haber atizado la imaginación colectiva en torno a lo que dió en llamar (sea lo que sea a lo que se refieren estos rótulos) “World literature” o “Western Canon.”i Específicamente la intervención del Congreso consistió en hacer desaparecer esas “barreras lingüísticas, políticas y geográficas” (774) de las que habla Borges en “Sobre los clásicos” a fin de crear las “supersticiones” (773) o expectativas de recepción que permitieron que Borges (junto a otros contados happy few) sea leído con el “previo fervor y la misteriosa lealtad” (774) con la que desde los años 60s hasta hoy se lo lee fuera de la Argentina.
Al explorar desde esta perspectiva el entramado de la gloria internacional de Borges, propongo también contestar de sesgo esa pregunta insidiosa que sigue desvelando a críticos y biógrafos: “How did Borges suddenly became famous?” (Woodall 185). Algunos, como Noé Jitrik, ni siquiera se creen capaces de arriesgar una respuesta y hablan del “enigma” encarnado por un escritor de “un país de segunda” que escribió en “un idioma no competitivo” y que a pesar de tantas desventajas llegó a convertirse en “vaca sagrada a escala mundial” (29). Otros, Emir Rodríguez Monegal, por ejemplo, no dudan en atribuir el origen de su fama al premio Formentor de 1961. Los menos crédulos, pienso de inmediato en Woodall, llegan a este punto sólo para expresar una incómoda perplejidad ante su dudosa consistencia: “Borges became famous fast because of a prize, as unknown in 1960 (sic) to the world at large as Borges himself” (193).
Pensar a Borges en relación a la égida anticomunista del Congreso supone, por último, poner entre paréntesis todo lo que tenga que ver con sus méritos literarios para buscar en “la mano invisible” del Congreso y en su modo de intervención cultural (más preocupado en procesos que en nombres o personas), una respuesta alternativa a la pregunta de la meteórica consagración de Borges. Y aclaro: más allá del poder que tuvieron los dólares de la CIA para comprar “soft-power diplomats”ii lo que me importa ahora es evaluar el impacto del Congreso, y los pormenores que explican de alguna manera el aterrizaje de Borges en el “canon occidental.” Jason Epstein avanza en la misma dirección cuando, entrevistado por Saunders, afirma, “[For t he Congress for Cultural Freedom] it was not a matter of buying off and subverting individual writers, but of settling up an arbitrary and factitious system of values by which academic personnel were advanced, magazine editors appointed, and scholars subsidized and published, not necessarily on their merits—though these were sometimes considerable—but because of their allegiance” (citado en Saunders 323).
Los amigos del Congreso
A fines de 1962 el Congreso por la Libertad de la Cultura mantuvo a Borges ocupado en recibir a ilustres emisarios internacionales. Primero, fue la “famosa” visita de Robert Lowell que llegó a Buenos Aires a principios de septiembre en compañía de Keith Botsford, flamante enviado del Congreso para atender el urgente desafío que presentaba América Latina después de la Revolución Cubana. Como parte de una gira más extensa por el cono sur–venían de Brasil y seguirían a Chile–el paso de Lowell por Buenos Aires tuvo un efecto “desastroso” en las filas liberales de simpatizantes y colaboradores. Lejos de afianzar, como se esperaba, la reputación de la presencia intelectual norteamericana, o de celebrar la poesía como lingua franca de las relaciones intercontinentales,iii las excentricidades de Lowell insultaron las expectativas de una clientela en todo predispuesta a dejarse seducir por la atención con la que el Congreso halagaba a un centro cultural que, después de la veda peronista, se mostraba ávido en revivir viejas épocas de esplendor cosmopolita. El informe de la visita que redactó Héctor Murena, hombre de Sur y representante en Argentina de Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura, condena con malhumor la política de la central parisina dada a avalar y financiar peregrinaciones culturales de signos políticos demasiado equívocos: “yo estoy estupefacto … ¿Se trata—pregunta Murena airado—de ayudar a supuestos niños bien que se hacen los castristas porque viven en los Estados Unidos y que luego, aparte del desprecio que manifiestan hacia uno, ni siquiera tienen la gentileza de saludar al despedirse?”iv La pregunta de Murena era por supuesto retórica. En los cuatro días que duró la odisea, Lowell no hizo más que escandalizar a la élite porteña: la acusó de arrogancia y despreció su condición colonial con insistentes críticas a su “europeísmo,” vociferó su apoyo a Fidel Castro, instó a la embajada norteamericana a invitar a Rafael Alberti (“un comunista notorio,” según el epíteto que circuló en otro reporte al Congresov), y se acercó a uno de los flamantes proscriptos del liberalismo de entonces, José Bianco, quien—aclara Murena a un interlocutor no-argentino que bien podía no estar al tanto de los pormenores locales—“había abandonado la redacción de Sur después de 15 años porque se había convertido en un furioso castrista.”vi La conferencia que dió Lowell tampoco estuvo exenta de exabruptos. Después de la presentación a cargo de Alberto Girri, su traductor al español y parte del ala de colaboradores jóvenes reclutados afanosamente por Sur a principios de los 60s, “lo primero que hizo fue agredir a Girri con las dos primeras frases que dijo. Habría unas cincuenta personas [en la sala]; cuando la lectura de poemas terminó quedaban sólo seis.”vii A modo de cierre, Murena refiere su encuentro con Borges dos días después de la supuesta partida de Lowell de Buenos Aires:
me encontré con Borges y me preguntó con ironía si yo era un gran admirador de Lowell, puesto que le había organizado todo. Le contesté que no. Y entonces me dijo que había sido lamentable la visita de Lowell a la Argentina y en especial a su casa: que había querido arrancar un tapiz pintado por la hermana de Borges, que se había sacado los zapatos y se había acostado en el suelo, que había declarado que era el mejor poeta norteamericano, etc. Borges me dijo que era tan pueril y provinciana la actitud de Lowell que no valía comentarla salvo en cuanto a que resultaba raro que el Congreso por la Libertad de la Cultura organizara los viajes de los propagandistas de Castro… viii
En realidad, Lowell nunca llegó a Santiago, ansioso, como lo suponían Murena y Borges, de “encontrarse con Neruda.”ix Terminó la gira sudamericana hospitalizado en una clínica de Buenos Aires al que lo llevaron en camisa de fuerza a instancias de la intervención de Botsford. El Congreso debió girar de urgencia U$ 1,000x para cubrir gastos médicos, daños y el vuelo que lo llevó de vuelta a Nueva York tan pronto como estuvo en condiciones de afrontar el viaje.xi
A escasas semanas de este fiasco, del 3 al 10 octubre, tuvo lugar en Buenos Aires la reunión del PEN Club a la que asistieron, entre otros, John Dos Passos, Allan Robe-Grillet y Michel Butor. Aprovechando este foro internacional (los vínculos entre el PEN Club y el Congreso por la Libertad de la Cultura se estrecharían con el avance de la década), la secretaría parisina envió a “muchos amigos del Congreso,” según refiere el telegrama de John Hunt donde pide a la Asociación Argentina “preveer importante recepción” a sus auspiciados.xii Los “amigos” a los que se refiere Hunt eran tres pesos pesados de la red de revistas europeas del Congreso cuya presencia en Buenos Aires sólo podía indicar el interés de la secretaría en Argentina. Se trataba nada menos que de Stephen Spender, editor de Encounter, Ignazio Silone, director de Tempo Presente, y Salvador de Madariaga, miembro honorario de la organización desde su fundación en 1950. Un cuarto emisario, Germán Arciniegas, al frente poco más tarde de la revista Cuadernos, no pudo asistir por hallarse convalesciente de una operación reciente. Las actas de las sesiones registran la voz monopólica con la que “los amigos del Congreso” dominaron las deliberaciones, entrenados en el ejercicio de una oratoria propensa a cultivar desmesuras y provocaciones.xiii A pesar del ruido de los discursos (el Congreso tendía a ver en las polémicas un índice deseable de movilización intelectual), el coloquio languideció bajo el peso de fórmulas envejecidas y no logró despertar ni el interés ni la energía que había logrado el legendario PEN de 1936. Borges, en quien recayeron las expectativas de que presidiría el Coloquio, había renunciado al comité organizador poco menos de un año antes en protesta a los 5 millones que el Almirante Rojas quería destinar al evento. La espléndida generocidad del gobierno argentino fue blanco involuntario de su sarcástico desprecio: “Gastar en estos momentos cinco millones en una empresa tan vana… salvo que el país esté tan pobre que cinco millones nada signifiquen,” confesó a Bioy Casares poco antes de enviar su renuncia (Borges 764).
Provocadora fue también la crónica que Murena escribió para Cuadernos donde arremetía contra los resultados más o menos inocuos de este tipo de encuentros.xiv El intelectual debe ser—sentenció–“inquisidor y terrorista:” un desleal, como prefirió llamarlo Graham Greene, que “no solamente debe rechazar privilegios y condecoraciones del Estado, sino que ni siquiera debe merecerlos” (81). Corrían, sin duda, otros tiempos y los “intelectuales traidores” de Julien Benda que el Congreso había hecho objeto de escarnio en los 50s se habían convertido, una década más tarde, en los “soldados leales” de Greene. La retórica congresista de los 60s podía admitir cambios cosméticos pero en el fondo el sentido de su lucha anticomunista parecía seguir siendo el mismo.
A juzgar por la carta que el representante del Comité Central en América Latina envió a Murena, el Congreso por la Libertad de la Cultura tampoco se dejó impresionar por los resultados que arrojó el PEN de 1962. Escribiendo desde Uruguay, Mercier Vega liquida el asunto en un párrafo apresurado y lacónico: “No tengo nada que decirle sobre la conferencia del PEN Club, la cual tuvo poca resonancia en los ambientes intelectuales, pero favoreció unos contactos útiles entre ciertos participantes, como Silone y Spender, con escritores argentinos.”xv Borges, que ya por entonces parecía haber desplazado a Victoria Ocampo en el interés que despertaba entre viajeros internacionales de paso por Argentina, recibió a dos de los tres “amigos del Congreso” que asistieron al PEN. Del encuentro con Madariaga, Bioy registra la perplejidad de Borges ante la prédica del español que dijo preferir la inquisición a los gobiernos comunistas de la época porque al menos a la inquisición se le podía atribuir los aciertos de la sátira de Quevedo. Incrédulo, Borges reprobó la puerilidad del argumento: le resultaba imposible vislumbrar algún riesgo político o religioso en la risa de Quevedo a costa de cornudos, gordos, calvos y narigones. Del encuentro con el editor de Encounter, Bioy sólo habla en una entrada breve (la del 9 de octubre) donde se queja de la “tarea ingrata de atender a Stephen Spender” (819). El escaso entusiasmo que contagian estas acotaciones hace pensar que la “utilidad” de los contactos “con escritores argentinos” de la que habla Mercier Vega no parece haber sido estrictamente recíproca.
Borges en Encounter
La deuda sin duda obligaba a la dócil cortesía que Borges practicó en esa comida compartida con Spender, Vlady Kociancich y Enrique Pezzoni en casa de Bioy Casares. Pocos meses antes de este encuentro, Encounter había publicado “La lotería de Babilonia” y una breve nota de su traductor, J.M.Cohen, titulada simplemente “Borges” donde celebraba al “brilliant and distinguished” poeta argentino, “practically unknown and untranslated in the English-speaking world” (3). Irremediablemente la presentación ofrecía para consumo del lector internacional de Encounter todos los lugares comunes que pronto consolidarían el mito-Borges for export: su ceguera, la fascinación por los laberintos, la ausencia de color local, y la oposición al peronismo que, según Cohen, no sólo lo había dejado sin trabajo “in the National Library” (sic) sino también lo había obligado a mudarse continuamente “in fear of arrest” cuando “many of his friends, the group which supported the Europeanising magazine Sur, were in jail” (48). El gorilismo de Borges fue una credencial difícil de eludir para Encounter. Perón tenía mala prensa en Inglaterra y las conflictivas relaciones con Argentina habían ido pautando los largos años de posguerra con ciclos de crisis permanentes, desde el sonado bloqueo de los depósitos argentinos en libras esterlinas hasta la nacionalización de los ferrocarriles, sin perder de vista que el modelo de sustitución de importaciones implementado por el peronismo había llegado a afectar más del 40% de las exportaciones británicas en un marco agravado por una economía de supervivencia. Las enconadas críticas al “demagogo” habían sido por lo tanto moneda corriente desde los orígenes de la revista, mucho antes de la llegada triunfal de Borges a sus páginas.
En el número de Julio del mismo año, Encounter volvió a publicar a Borges, esta vez “Las ruinas circulares” y “La biblioteca de Babel.” Un recuadro acompañaba los cuentos donde la revista ensayaba una suerte de justificación ante el lugar excepcional que destinaba a “this brilliant Argentinian writer”: “A first story by Borges which we published last month caused, we are told, a ‘minor sensation’ in some readers’ circles” (3). A partir de este momento y después del encuentro con Spender en Buenos Aires, Borges fue un colaborador regular de Encounter. Prueba de ello, sus textos prescindieron de salir acompañados de esos recuadros iniciales saturados de superlativos: ocho de sus “Poemas” aparecieron en distintos números a lo largo de 1963, “Hombre de la esquina rosada” se publicó en 1964, “La modestia de la historia” en 1965, y la serie ininterrumpida de textos de los años 60s culmina con el número antológico que Encounter le dedica en abril de 1969. La imagen de Borges que ilustraba la portada venía a ratificar esa reputación ganada “in the English-speaking world” de la que la revista debió sentirse directamente responsable.xvi
Conexión Sur-Cuadernos
Pero la relación con el Congreso por la Libertad de la Cultura no se reduce sólo a estas colaboraciones en Encounter o a las atenciones corteses e incípidas pagadas a sus emisarios de paso por Buenos Aires. Se remonta a los orígenes mismos del Congreso en América Latina y, específicamente, a la apertura en 1955 de la Asociación Argentina por la Libertad de la Cultura que, en plena euforia posperonista, contó a Borges entre uno de sus miembros fundadores.xvii El terreno lo había abonado un año antes Julián Gorkin, director de la primera época de Cuadernos, que, en gira por América Latina, había establecido “fructíferas” conexiones con la élite liberal porteña fervorosamente unificada en un frente común de oposición al peronismo. Ignacio Iglesias, redactor en jefe de Cuadernos que luego heredaría Mundo Nuevo, alabó el éxito de las gestiones de Gorkín en Buenos Aires: “la ocupación ha sido fructífera—le escribió desde París–Sobre todo tu entrevista con Victoria Ocampo, Francisco Romero, Jorge Luis Borges, etc. representa para nosotros algo fundamental.”xviii La palabra “ocupación,” de inequívoca resonancia militar, podría resultar curiosamente anómala en otro contexto que no fuera el de la guerra fría cultural liderada por el Congreso por aquellos años. En todo caso, lo que importa señalar es que, si la “ocupación” de Gorkín fue posible en Buenos Aires, hay que atribuirle no poco mérito al antiperonismo militante del ala liberal porteña nucleada en torno a la revista Sur. Para el Congreso, existían dos tipos de revistas: las auspiciadas oficialmente por la organización cuya producción y distribución financiaba (destinando casi el 40% de su presupuesto a mantener esta red editorial de propaganda internacional), y aquellas revistas afiliadas o “amigas naturales” que recibían subsidios ocasionales en reconocimiento al espacio de “propalación”—otra palabra anómala que el lexicon del Congreso usaba como sinónimo de publicidad o propaganda—a ideas y congresistas a los que ofrecían sus páginas. Sur perteneció sin duda a este segundo grupo de publicaciones, sobre todo a partir de la década del 50 cuando sus vínculos con el Congreso se estrecharon de tal modo que las posibles superposiciones de fines y luchas llegaron por momentos a la coincidencia total y complaciente.xix El cuadro de escritores que el Congreso reclutó en Argentina provenía, en su mayor parte, de Sur. Y Borges no fue la excepción. Al menos no en este sentido, la excepcionalidad del caso Borges se da en otro plano. A principios de los 60s, cuando el Congreso implementó una reorganización a gran escala redirigiendo sus esfuerzos y reestructurando sus sedes nacionales para conseguir mayor “penetración” en América Latina después de la “sorpresa” de la Revolución Cubana, Borges fue el único nombre de la vieja guardia liberal asociada a la lucha anticomunista de los 50s que el Congreso no sólo mantuvo en sus filas activas sino que hizo objeto de una campaña internacional de promoción de la cual la visibilidad ganada en Encounter fue sólo una muestra.
La Revolución Cubana había sorprendido al Congreso desprevenido y desarmado editorialmente. La única revista en español que financiaba, Cuadernos, no tenía buena reputación en América Latina donde era percibida como un espacio copado por el exilio anticomunista español que pocas veces se ocupaba de América Latina y cuando lo hacía, no podía evitar la mirada condescendiente y distante. La secretaría central trató de subsanar desesperadamente este vacío: a partir del número 70 puso a cargo de la dirección a Germán Arciniegas, presentó a Cuadernos como una “revista de América Latina,” la convirtió en una publicación mensual, e inauguró un flamante “consejo de honor” abierto a nombres connotados de la cultura latinoamericana. En riguroso orden alfabético, Borges figuraba segundo en el consejo de la nueva fórmula de Cuadernos, después de Eduardo Barrios y antes de Rómulo Gallegos. Otra de las novedades que implementó Arciniegas fue el lanzamiento de premios literarios. El primer llamado a premiar cuentos inéditos de escritores argentinos fue convocado conjuntamente por Sur y Cuadernos. Los manuscritos debían enviarse a la Editorial Sur y el cuento seleccionado recibiría 100 dólares y sería publicado en Cuadernos. La urgencia del anuncio que apareció en el número de septiembre de 1963 con un plazo fijado para el 30 de ese mismo mes, fue tal, que el jurado sólo aparecía identificado con unas crípticas “X,Y y Z.” La incógnica la despejó más tarde Sur cuando anunció que Fryda Schultz de Mantovani, Alberto Girri y Manuel Peyrou habían otorgado el premio al cuento “Aparecer, desaparecer” de Adolfo de Obieta. La conexión Sur-Cuadernos se estrechó visiblemente durante la época de Arciniegas, y si varios de los autores de Sur ya habían publicado textos esparcidos en los Cuadernos de Gorkín (Borges, por ejemplo, había sido objeto de una crítica encomiástica escrita por Enrique L. Revol y Victoria Ocampo publicó en 1961 su primera alabanza pública a Borges–“Visión de Jorge Luis Borges”—reproducida luego en el volumen colectivo de L’Herne), la época latinoamericana de Cuadernos vió incrementarse de manera considerable la presencia de nombres vinculados a Sur: en relación a la época anterior, Borges triplicó el número de sus colaboraciones, Victoria Ocampo siguió publicando con la regularidad que lo venía haciendo desde el lanzamiento de Cuadernos, mientras los “jóvenes” de Sur (con Héctor Murena a la cabeza) empezaron a colaborar con regularidad seducidos tal vez por la internacionalización (y el pago) que prometía la revista parisina en momentos en que Sur, ansiosa por atraer la atención de las nuevas generaciones, también cortejaba a los mismos jóvenes con igual grado de deferencia. La reciprocidad de anuncios publicitarios que intercambiaron Sur y Cuadernos también llegó a potenciar esa zona de cruces y fertilizaciones mutuas que estrechó el vínculo entre las dos revistas en los años 60s. Preocupado por la deficiente circulación de la publicación del Congreso en Sudamérica, Arciniegas pensó también en confiar a la editorial Sur la distribución de la nueva fórmula de Cuadernos. Los 500 dólares que el Congreso estaba dispuesto a desembolsar para mejorar sus circuitos de comercialización en América Latina no fueron, al parecer, suficientes, y Sudamericana terminó haciéndose cargo de la distribución de Cuadernos, primero, y de Mundo Nuevo, poco después. Esto no impidió que a partir de 1959 Sur llegara (al menos en Buenos Aires) a repartirse junto con los volantes sueltos del Congreso por la Libertad de la Cultura que “protestaban contra los brotes de comunismo en América Latina” (54).xx En los archivos alojados en la Universidad de Chicago existe un memo fechado en 1964 donde John Hunt aprueba un giro de 1,000 dólares a la editorial Sur.xxi Hunt no explica en concepto de qué el Congreso emitía estos fondos pero documentos como éste llevan a pensar que la colaboración de Sur con el Congreso no parecía reducirse a la simple empatía de ideas. John King, en su estudio canónico de la revista de Victoria Ocampo, menciona una sola vez al Congreso: “Sur siempre había estado cerca de los objetivos del Congreso por la Libertad de la Cultura, en su intento de combatir el bolchevismo y el estalinismo y convertir a los intelectuales a un compromiso con Occidente. Su primer presidente, Denis de Rougemont, era un viejo amigo de Ocampo” (231). Y, como reza el refrán, tus amigos terminaron siendo también mis amigos. Durante los “oprobiosos” años de peronismo, los nombres de notorios congresistas—Denis de Rougemont, Salvador de Madariaga, Alfonso Reyes, Ignazio Silone, Germán Arciniegas, Stephen Spender e incluso Arthur Koestler—fueron recurrentes en las páginas de Sur y lograron, a pesar del aislamiento del que se quejó tantas veces VO, mantener viva la ilusión internacional de la que podía aún jactarse la revista porteña. El antiperonismo de Sur encontró también terreno fértil en la prédica del Congreso y cuando su directora fue encarcelada, el Congreso lanzó una campaña internacional a favor de su liberación. El binomio Sur-Congreso libró además luchas no sólo literarias: era práctica del comité central reclamar la firma de Victoria Ocampo y la de Borges al pie de declaraciones que enviaba a la Asociación Argentina para su difusión en periódicos locales y que, por ser de carácter político, no podían aparecer como iniciativas ligadas al Congreso. Las cartas y telegramas de este tipo que alojan los archivos se refieren a la declaración en defensa al Premio Nobel a Boris Pasternak (1958),xxii a la crisis de Berlín (1961),xxiii y al llamado en solidaridad con intelectuales indúes ante la agresión china (1962).xxiv
El recambio generacional de los años 60
En todo caso, el peregrinaje de emisarios del Congreso como Lowell, Botsford, Madariaga, Spender y Silone a Buenos Aires en 1962 indicaba un giro en las estrategias del órgano para América Latina; giro que se reflejó también en la nueva fórmula adoptada por Cuadernos. Todos estos cambios formaban parte de un esfuerzo mayor destinado a rediseñar la imagen anticomunista de los 50s con la que se identificaban las actividades del Congreso en América Latina. Específicamente la nueva política cultural se impuso como meta renovar los viejos cuadros intelectuales, renunciar a un anticomunismo démodée e ineficaz, inaugurar una nueva retórica de “diálogo” e “integración,” y reclutar “elementos” jóvenes para la red de sus revistas, becas, y grupos de trabajo con la idea de penetrar, armados de un discurso más técnico y moderno, los claustros virtualmente “tomados” por la izquierda de las universidades latinoamericanas. Resultaba imperativo para el Congreso desmantelar la imagen de “old boys club” que irradiaban las sedes nacionales y ése fue el objetivo del viaje de Mercier Vega a Buenos Aires a fines de 1963. En su carta al presidente de la Asociación Argentina, Mercier anuncia la “transformación completa de nuestras actividades en Argentina,” y da por cumplida la razón de ser de la primera época de la sede: “Centro de resistencia contra la amenaza directa del autoritarismo, del gansterismo y de la demagogia peronista, al mismo tiempo que centro de información sobre el peligro de las infiltraciones comunistas, el local de Libertad 1258 ha cumplido su tarea durante casi 10 años, con vigor y valor.” Mercier también habla de la “fama de oficina de propaganda antisoviética, con orientación conservadora” que tiene el local promotor de eventos para “públicos convencidos.” Y del “desgaste generacional” que hace que la Asociación Argentina no esté equipada para enfrentar “el delirio mental de las seudo-izquierdas y de los seudo-revolucionarios” si no se “transforma en un centro de información, de investigación, de afirmación lo más objetivo, lo más científico posible, dejando al lado—sin por lo tanto despreciarla—la política.” Por último, habla de la ineficacia de la Asociación a causa del alejamiento de “intelectuales de peso” como Victoria Ocampo, Borges, Giusti y Houssay.xxv En su respuesta, Juan Antonio Solari corrige la apresurada percepción de Mercier: “Los nombres que Ud. cita (Victoria Ocampo, Borges, Giusti y Houssay), que dieron su adhesión al fundarse la Asociación, han hablado, algunos recientemente, en actos nuestros.”xxvi Solari no mentía, al menos no en cuanto a Borges, que ese año había dado una conferencia sobre Adolfo Bioy (padre) en la Asociación y que en diciembre había participado en el Teatro General San Martín en un homenaje al asesinado presidente Kennedy auspiciado por la sede argentina del Congreso. De esta conferencia no ha quedado rastro, sólo de la indignación de Borges que recoge Bioy Casares: “Yo creo que mi discurso fue el que cayó mejor: como la gente cree que soy ciego, se conmueven por cualquier cosa que digo … Fui el único que no hizo reservas, que no aprovechó el acto para atacar a los Estados Unidos. Qué miserables, te das cuenta, aprovechar el homenaje a un hombre asesinado para atacar a su país…” (987).
La desmentida de Solari sobre el rol activo de Borges en la Asociación Argentina del Congreso no cambió en nada el mandato que traía Mercier. La re-estructuración de la sede era un hecho consumado y al término de su estadía de una semana en Buenos Aires, Mercier cerró el local de Libertad, abrió otro local en Montevideo 666, cambió el nombre de la sucursal que a partir de diciembre de 1963 pasó a llamarse Centro Argentino por la Libertad de la Cultura, y delegó todas sus actividades en dos jóvenes “amigos:” la representación de Cuadernos quedó a cargo de Murena (que seguía al frente de la Editoral Sur) y puso al frente del Centro a Horacio Daniel Rodríguez (periodista de La Prensa y más tarde sucesor de Rodríguez Monegal en la dirección de Mundo Nuevo).xxvii Las frenéticas actividades de 1964 reflejan la nueva política cultural del Congreso para América Latina: el Centro de Buenos Aires auspició conferencias en la universidad dictadas por profesores y dirigidas a estudiantes universitarios, constituyó grupos de trabajo donde se trataron los temas “más científicos” y “objetivos” de la nueva agenda, auspició una serie de muestras pictóricas y de “debates humanísticos” y lanzó cortos de 15 minutos en Radio Municipal donde se “propalaban” las actividades del Congreso, desde entrevistas a emisarios de paso por Argentina a la lectura de textos de Borges publicados en Cuadernos y Encounter.xxviii
La excepción llamada Borges “[pronounced Bor-hess]”xxix
Captar jóvenes y penetrar los claustros universitarios fue la impronta que guió esta nueva etapa del Congreso. Los viejos “intelectuales de peso” o habían muerto (como Francisco Romero o Alfonso Reyes) o fueron “destituídos” de los lugares protagónicos (como Victoria Ocampo o Luis Alberto Sánchez) que habían ocupado en la ya envejecida fórmula anticomunista que el Congreso se afanaba ahora en dejar atrás.xxx Borges fue una llamativa excepción a esta regla de recambio generacional. En la misma época que el Congreso estaba embarcado en estos esfuerzos de reciclado, Borges llegó a ser (curiosamente) objeto de todas sus atenciones internacionales. En enero de 1963 había vuelto a Europa (después de casi 40 años de ausencia) gracias a un subsidio conjunto del Congreso por la Libertad de la Cultura y del British Council.xxxi En el voucher del viaje, el Congreso se equivoca y lo llama José Luis Borges:
Air travel connection with the visit of JOSE (sic) LUIS BORGES to London:
As you will see from the attached memorandum from Mme Loiseau dated 7 January, the British Council has arranged a trip to Europe for Mr. Borges. As he is nearly blind, he must be accompanied. The Congress has agreed to pay the airfare of his mother in this connection. …. You might point out that the fare is first class jet return Buenos Aires/London. I don’t think there is any objection to this.xxxii
Para entonces Borges podía estoicamente resignarse a ser llamado José. El primer artículo sobre Labyrinthes que publicó Critique ostentaba el título “Le monde de José (sic) Luis Borges.” También en el acto de entrega de la dirección de la Biblioteca Nacional, el secretario de instrucción pública de la Revolución Libertadora no había dejado de llamarlo José (Bioy Casares 144). Riéndose de este error crónico, Borges se desquita en el “Epílogo” a sus Obras Completas (1974) donde parodia su propia nota biográfica para una hipotética Enciclopedia Sudamericana a publicarse en el año 2074, y encabeza la entrada con el nombre medio falso de “Borges, José Francisco Isidoro Luis.”
En el reporte anual que el Congreso giró a la Fundación Ford, el viaje a Europa de 1963 aparece justificado en términos que parecen aclarar los motivos del interés en Borges. Bajo el rubro “Trips and cultural exchange,” se lee:
J.L.Borges (from Argentina to Europe)
A candidate for the Nobel Prize in Literature and Latin America’s greatest writer, J.L.Borges had not been to Europe since before World War II. A Congress grant permitted him to make the trip and to make personal contacts with writers, editors and scholars all over Europe. (35)xxxiii
Al año siguiente, el Congreso volvió a invitar a Borges a Europa (este viaje incluía una oportuna escala en Suecia) con el objeto de asistir a la Conferencia Internacional de Poetas que se realizó en Berlín y Stuttgart del 22 al 27 de septiembre. Con encuentros como éstos, donde Borges, Arciniegas, Guimaraes Rosa, Asturias y Roa Bastos debieron confraternizar con los poetas nigerianos Wole Soyinka, John Pepper Clark y el escritor sudafricano Ezequiel Mphahlele, el Congreso se proponía “integrar” dos frentes de “alto” riesgo como Africa y América Latina bajo la égida acogedora de Occidente (una categoría que en los 50s había construído diligentemente como universal de civilización “libre,” no-comunista). Los resultados de la conferencia de Berlín fueron sin embargo poco menos que decepcionantes. La esperada “integración” pronto se vió entorpecida por una atmósfera cargada de diferencias políticas y raciales. En un congreso “aimed at introducing African art and artists to Europeans, and vice versa,”xxxiv Borges no pudo sino sentirse rigurosamente fuera de lugar. Y la incomodidad no fue menor a la hora de compartir en silencio el ascensor con Asturias. Según María Esther Vázquez, en la sesión de apertura, “creyendo que el auditorio pensaría como él, [Borges] afirmó que las diferencias entre las razas eran mínimas y que ciertas pasiones y capacidades del hombre estaban más allá de las aparentes peculiaridades raciales.” Semejante planteo esencialista despertó la airada oposición de los poetas africanos que, según parece, sólo sirvió para acentuar “la natural antipatía que Borges sentía por la gente de izquierda” (236).
Después de esta fallida participación en Alemania, el malestar de Borges aparece intacto en la respuesta que, de paso por París, da en una entrevista a Vargas Llosa: “los resultados de estos congresos creo que son puramente negativos… [E]n una reunión de escritores se habla tan poco de literatura y tanto de política… desde luego, agradezco haber sido invitado [por el Congreso por la Libertad de la Cultura], ya que para un hombre sin mayores posibilidades económicas como yo, esto me ha permitido conocer países que no conocía … Pero, en general, creo que estos congresos literarios vienen a ser como una forma de turismo, ¿no? lo cual, desde luego, no es del todo desagradable.”
La maliciosa revancha que no se preocupa en disfrazar la respuesta a Vargas Llosa sólo hace pensar en lo lejos que está Borges de cumplir con los protocolos de un congresista ortodoxo (estoy pensando en el modelo que ofrece un Arciniegas, un Luis Alberto Sánchez o un Rodríguez Monegal). Las imposibilidades de Borges son tan vistosas que cabe preguntar ¿por qué el Congreso invirtió todo el arsenal a su disposición para internacionalizar a Borges en los 60s? Una por una Borges parece contradecir casi todas las credenciales que podrían despertar el interés del Congreso de la détente. Políticamente, ya era miembro del partido conservador. No era un intelectual (y el Congreso siempre desconfió de la ultilidad política de la “pura” literatura). Tampoco era joven. Ni ex-comunista (las efusiones tempranas de los poemas bolcheviques que escribió en España no alcanzan ciertamente a calificarlo como tal). Y para colmo, la dirección de la Biblioteca Nacional comprometía su relación con las esferas del estado, poniendo en entredicho la condición de “intelectual independiente,” según lo exigía la prédica liberal del Congreso. Se lo mire desde donde se lo mire, el perfil de Borges se alejaba en todo del perfil típico de intelectual cortejado por el Congreso. Borges era un “convencido” y nada podría parecer más incípido y desmovilizador, a los ojos del Congreso de la détente, que las greguerías políticas de un obsecado spenceriano argentino. Sin duda, las pequeñas rebeliones de Borges contra la regla del “como si” que dictaba la etiqueta de las instituciones literarias—evidentes en sus comentarios sobre la conferencia de Berlín—tornan aún más paradójicos sus vínculos con una organización que dirigía sus métodos a lucrar políticamente tanto con la vanidad como con la necesidad de muchos de sus escritores afiliados.
Pero más allá de lo impertinente que pudieran resultar sus poses políticas, hay que reconocer también que Borges aportaba a la égida del Congreso un caudal de innegable atractivo: era uno de los escritores “latinoamericanos” más convincentemente “occidental” que el Congreso tenía a mano. Estaba además vacunado de todo lastre autoctonista, lo que lo hacía un candidato más que apto para alcanzar el status de “world writer.” Cumplía además con el “almost sine qua non of Cold War angels:” en cuestiones de arte era vanguardista mientras se proclamaba conservador en política (Saunders 322). Por último, la oportunidad histórica ayudó a potenciar el cúmulo de estos capitales: muerto Alfonso Reyes, en quien habían recaído hasta 1959 las esperanzas latinoamericanistas del Congreso, Borges pasó a ocupar el lugar que dejó vacante el mexicano para hacer frente a la amenazante reputación internacional de Pablo Neruda o de Miguel Angel Asturias en una carrera sin tregua por el Nobel. Reconocido ya en Francia y consagrado en Argentina (Borges, en realidad, atravesaba una crisis “local” de credibilidad y los viajes al extranjero lo ayudaron a navegar este mar de enconos nacionales), el Congreso puso en acción toda la artillería simbólica de la que disponía para europeizarlo, y convertirlo así en un candidato asequible en momentos en que también Neruda y Asturias aspiraban a obtener el máximo galardón literario.xxxv
En las revistas del Congreso, el nombre de Borges empezó a resonar junto al de Neruda, creando una suerte de competencia por el Nobel cuyo impacto de propagación o contagio resulta retrospectivamente difícil de ignorar. De una entrevista a Borges en 1963 Cuadernos reprodujo la única pregunta que parecía importar: “¿Qué opina Ud. sobre la candidatura de Pablo Neruda para el Premio Nobel?” Borges, después de ensayar una evasiva observación sobre la influencia de Walt Whitman en Neruda y en Carl Sandburg, otro de los candidatos al Nobel del momento, se apuró a agregar: “Políticamente [Neruda y yo] estamos distanciados, recuerdo que publicó un poema sobre los tiranos de América, y nos dolió mucho a los argentinos que no hubiera palabra contra Perón.”xxxvi
Sería, sin embargo, un error buscar en Cuadernos, una publicación que no interpelaba al púbico que se quería conquistar, los pormenores de la campaña a favor de Borges que auspició el Congreso. Cuadernos era por entonces un sonado fracaso (“It was a pile of shit,” sentenció Keith Botsford quien había cabildeado para lograr su clausura tres años antes de que finalmente el Congreso se diera por vencido, y cesara su publicación en 1965).xxxvii La campaña-Borges no se libró en Cuadernos sino en Encounter, “the Congress’s crown jewel” (Frankel 289) y el foro elegido para catapultar internacionalmente a Borges y transformarlo en el “world writer” en el que necesitaba convertirse para disputarle a Neruda (y en menor grado también a Asturias) los laureles del máximo premio literario. Fue Encounter –al que la CIA consideraba “the Congress’s flagship journal” (Saunders 219)—la publicación que asumió como propia la glorificación de Borges a nivel mundial, con un espaldarazo que puso en marcha el aluvión de traducciones que siguió a su viaje consagratorio por Europa a principios de 1963.
Según la narrativa dominante en las filas de la crítica borgeana, este lugar de honor lo ocupa el Premio Formentor. Pero al hablar ahora del rol de Encounter y del Congreso en la internacionalización de Borges no pretendo ignorar sino matizar el lugar común que atribuye el origen de su fama europea al premio que recibió en 1961 gracias a la diligente gestión de Roger Caillois. Los dos esfuerzos–el de Encounter y el del premio Formentor–no parecen del todo desvinculados si se piensa que, según lo documentan Gremion (166) y Scott-Smith (185), Caillois no era por entonces sólo funcionario de la Unesco o editor de Gallimard sino formaba parte también de los cuadros intelectuales franceses afiliados al Congreso desde los tempranos años 50s.xxxviii Se diría que en los campos de batalla en que se libró la guerra fría cultural todos los caminos conducen a esa Roma que fue el Congreso por la Libertad de la Cultura.
El efecto que tuvo sobre los procesos de formación del canon occidental un sistema de patronazgo de las dimensiones colosales del Congreso (el adjetivo pertenece a Said) no puede ser subestimado. A través de la órbita global de sus revistas, sucursales, conferencias, servicios de información y emisarios, el Congreso alteró el circuito internacional de consagración, actuando sobre medios de difusión, traducción y diseminación a favor de ciertos autores mientras confinaba a otros a la invisibilidad o al aislamiento. Fundado y financiado por la Central de Inteligencia para controlar e intervenir en la producción y en el flujo de discursos durante la guerra fría, el Congreso, afirma Rubin, “did not leave the cannon untouched, but rather helped to shape it, define it, regulate it, administer it, co-opt part of it, and in some cases silence and marginalize writers, particularly those whose dissenting practices threatened to undermine the episteme upon which the Cold War was based—a seemingly relentless conflict between ‘totalitariasnism’ and the ‘free world’” (8). Borges fue uno de los escritores tocados por esta varita mágica. Las tácticas de réplica, cruces y fertilizaciones mutuas que garantizaban como efecto en cadena sus publicaciones hicieron de Borges un nombre conocido, primero, en Cuadernos, pero sobre todo en Encounter, aunque también Mundo Nuevo, Preuves y Der Monat contribuyeron en no menor medida a ceder sus páginas al entonces desconocido escritor argentino. Un ejemplo habla, entre otros, de este circuito homogeneizador de diseminación por réplica: en 1967 Mundo Nuevo publica una extensa entrevista de César Fernández Moreno a Borges, Encounter la reproduce en el número antológico de 1969 pero en versión abreviada, liberada de esos tics locales que podrían entorpecer el perfil “occidental” de un escritor latinoamericano ofrecido al consumo del público transnacional de la revista. En Buenos Aires, mientras tanto, las audiciones de Radio Municipal que supervisaba Murena, leían los textos de Borges publicados en las revistas europeas del Congreso como botón de muestra del prestigio internacional alcanzado. Y junto a la circularidad de una visibilidad lograda por inflación y redundancia, la reputación de Borges creció también por contiguidad y contagio: su nombre apareció sistemáticamente junto al de Thomas Mann. T.S.Eliot, Aldous Huxley o André Malraux como sinónimo de la mejor literatura occidental. Aludiendo a esta táctica de amplificación que institucionalizó el Congreso a través de su aparato promocional, Rubin concluye “never before had there been an active transnational imaginery articulated in this way” (58). Cabe acaso preguntar en este punto si el efecto dominó que catapultó a Borges se hubiera desencadenado con la misma intensidad de no haber mediado Neruda como figura de contrapeso en una estructura de distribución regulada no tanto por valores o méritos literarios sino más bien por favores, cálculos y colores políticos.
Sobre conjurados y redentores
Pocos meses después de fundado el Congreso, Sidney Hook, uno de sus ideólogos americanos, publicó en el NYT “Heresy …Yes! But not Conspiracy!” En este artículo programático, intentaba justificar el antiliberalismo que debía asumir el liberalismo en los años de pos-guerra, estableciendo una división estratégica entre herejía y conspiración. Las herejías, dice Hook, son ideas “sin consenso” que en su lucha por imponerse están destinadas a ser derrotadas en el “mercado libre de las ideas.” Una conspiración, por el contrario, ”is a secret or underground movement, which seeks to attain its ends not by normal political or educational process but by playing outside the rules of the game. Because it undermines the conditions which are required in order that doctrines may freely compete for acceptance, … conspiracies cannot be tolerated without self-stultification in a liberal society.” El ejemplo con el que trabaja el artículo, claro, es el comunismo. Para Hook la amenaza comunista no debía confundirse con la peligrosidad de sus ideas sino con el método clandestino de su organización. Semejante prédica queda atrapada por esa lógica que dominó la guerra fría cultural y que sólo pudo pensar lo político en términos de conspiración. Pero si para Hook, los conspiradores fueron siempre sus otros-ideológicos, Borges, que fabuló con herejes y conspiradores mucho antes de que a Hook se le ocurriera especular con su diferencia, asumió no pocas veces el lugar de los conspiradores. Acaso para Borges, adoptar la perspectiva del conjurado tuvo la ventaja de eludir la paranoia demencial o “la causalidad diabólica” que toda conspiración pone en marcha cada vez que coinciden enemigos y conspiradores. Los conjurados de Borges no se parecen en nada a los de Hook, son conjurados bien intencionados, utopistas y redentores como Alejandro Ferri de “El Congreso,” o como los creyentes en una patria universal de “Los conjurados.” No voy acá a caer en la tentación de proponer una lectura alegórica que trace el paralelo entre el Congreso por la Libertad de la Cultura y el Congreso del que es miembro el gris narrador del cuento de Borges. Prefiero concluir estas notas con una referencia a la teoría del complot de la que habla Piglia cuando, recordando a Bertolt Bretch, vincula los modos de producción de la gloria, no con los valores intrínsecos o esenciales a una obra, sino con la idea de que todo valor, incluido el literario, es producto de una intriga o complot, es resultado de una intervención que actúa sobre el sentido común para crear otro saber o expectativa capaz de predisponer la mirada del lector y llevarlo a leer a un autor como “clásico.” Y leer a un autor como clásico, agrega Piglia citando a Borges, es leer una obra de modo tal “que hasta sus errores nos parecen deliberados” (37). Ese modo de intervención pensado como intriga y manipulación de las expectativas de recepción fue el modo de intervención que practicó con un éxito del cual paradójicamente no podía jactarse públicamente el Congreso por la Libertad de la Cultura. A lo largo de casi 20 años el Congreso jugó el rol encubierto de productor y regulador de un club super-selecto de escritores, intelectuales y críticos cuyos nombres transformó en “a veritable Who’s Who of mid-20th century intellectual life.”xxxix Borges fue uno de los happy few a los que tocó en suerte el baño de gloria manufacturada a través de la cadena editorial de esta vasta “conspiración liberal” (juego acá con el título que Peter Coleman dió a su libro sobre el Congreso) y que en plena guerra fría cultural tuvo alcances comparables a los sueños de delirio universal que fueron sólo capaces de imaginar no pocos de los conjurados borgeanos mejor intencionados.
Notas
i No voy acá a tratar de definir el lugar que ocupó el Congreso por la Libertad de la Cultura en la historia cultural de la guerra fría. Remito a los estudios seminales de Coleman (1989) y Saunders (1999); y, entre los muchos trabajos que los siguieron, Richmond (2003); Belmonte (2008); Scott-Smith (2001).
ii Joseph Nye acuñó este término en un artículo de 2007 para hablar de la diplomacia norteamericana que se basa en la propaganda cultural.
iii Más tarde Keith Botsford se refirió a la visita lationoamericana de Lowell en términos que replicaban la lógica de guerra fría desplegada por el Congreso: “From the Congress’ point of view, he [Lowell] was an outstanding American to counteract, I suppose, Communist people like Neruda—our side’s emissary” (Hamilton 300).
iv Héctor Murena a Luis Mercier Vega, Octubre 16 1962 (IACF: Series IV, Box 2, Folder 4).
v Carlos Carranza a Luis Mercier Vega, Septiembre 19 1962 (IACF: Series IV, Box 2, Folder 4).
vi Héctor Murena a Luis Mercier Vega, Octubre 16 1962 (IACF: Series IV, Box 2, Folder 4).
vii Ibid.
viii Ibid.
ix Ibid.
x Keith Botsford to M.S. Charles, Diciembre 12 1962 (IACF: Series IV, Box 5, Folder 6).
xi En otro de los informes que forman parte de los archivos del Congreso por la Libertad de la Cultura alojados en la Universidad de Chicago, el entonces delegado argentino del Comité Mundial relata el encuentro Borges-Lowell en términos que coinciden básicamente con los de Murena: “Además de la incorrección en la comida de la embajada, en una visita a Jorge Luis Borges parece que comenzó por quitarse los zapatos y comenzó a disparatar, con grandes elogios para Fidel Castro. Borges, que como usted sabe es todo finura y corrección, se nos ha manifestado muy disgustado. A un amigo suyo le expresó su extrañeza por el envío de una persona así con el patrocinio del Congreso.” [Carlos Carranza a Luis Mercier Vega, Septiembre 19 1962 (IACF: Series IV, Box 2, Folder 4)].
xii Telegrama de John Hunt a Carlos Carranza, Septiembre 20 1962 (IACF: Series VI, Box 2, Folder 4).
xiii Las ponencias y discusiones fueron reproducidas en Coloquio de Buenos Aires 1962 (1963).
xiv Héctor Murena, “Las perplejidades de Orfeo: El Coloquio de Buenos Aires del Pen Club,” Cuadernos 83 (Abril 1964): 79-81.
xv Luis Mercier Vega a Héctor Murena, Octubre 22 1962 (IACF: Series IV, Box 2, Folder 4).
xvi Incluyo como anexo una lista de las colaboraciones que hasta fines de los años 60 Borges publicó en Encounter, Der Monat, Preuves, Cuadernos y Mundo Nuevo. He decidido incluir estas revistas del Congreso y excluir otras por dos razones: 1) las tres revistas no-hispánicas estaban vinculadas entre sí por medio de un Tri-Magazine Editorial Committee constituído por M.Lasky, N.Nabokov, R. de Rougemont y M.Josselson, destinado a cordinar decisiones editoriales muchas veces compartidas, y 2) al incluir Cuadernos y Mundo Nuevo no sólo tuve en cuenta la lengua común sino también la relación que por distintas razones mantuvieron ambas revistas con Borges y el grupo Sur.
xvii La nómina de autoridades que aparece en el papel membretado de la Asociación Argentina por la Libertad de la Cultura es larga y consigna nombres cercanos a Borges. Además de su nombre que forma parte de la lista de “Fundadores,” también aparecen los nombres de Roberto Giusti (Presidente), Victoria Ocampo y Francisco Romero (Vicepresidentes), Juan Solari (Secretario General) y Guillermo de Torres (Secretario de Relaciones).
xviii Ignacio Iglesias a Julián Gorkin, Junio 8 1954 (IACF: Series II, Box 211, Folder 10). Debo esta referencia a Jorge Nállim quien generosamente compartió conmigo las referencias a Borges que encontró en el curso de su investigación en los archivos del Congreso alojados en la Biblioteca Regenstein de la Universidad de Chicago.
xix Para un análisis de las relaciones Sur-Congreso por la Libertad de la Libertad de la Cultura, sobre todo durante el peronismo, remito a los dos trabajos seminales de Nállim, Transformations (2012) y “Redes transnacionales” (2013).
xx Este dato sin duda curioso aparece en el largo artículo que Tomás Eloy Martínez dedicó a Victoria Ocampo en Primera Plana.
xxi John Hunt a Kenneth Donaldson, Octubre 2 1964 (IACF: Series IV, Box 10, Folder 16).
xxii Carlos Carranza a M.S.Charles, Noviembre 18 1958 (IACF: Series II, Box 34, Folder 7). También debo a Jorge Nállim esta referencia.
xxiii Julián Gorkin a Carlos Carranza, Agosto 23 1961 (IACF: Series II, Box 38, Folder 8). Debo a Jorge Nállim esta referencia.
xxiv Carlos Carranza a Luis Mercier Vega, Diciembre 1 1962 (IACF: Series IV, Box 2, Folder 4). Otras declaraciones políticas firmadas por Borges—el desagravio al maltrato que recibió Nixon en su viaje por América Latina en 1958, por ejemplo, o el pedido de ejecusión a Regis Debray en 1967 o las manifestaciones frente a la embajada rusa en protesta a la invasión a Hungría a las que Borges asistió en compañía de Bioy Casares y Sábato —bien pudieron haber tenido origen en el Congreso pero no pude sin embargo verificar esta hipótesis en los archivos consultados.
xxv Luis Mercier Vega a Juan Antonio Solari, Septiembre 23 1963 (IACF: Series IV, Box 2, Folder 10).
xxvi Juan Antonio Solari a Luis Mercier Vega, Noviembre 13 1963 (IACF: Series IV, Box 2, Folder 10).
xxvii Luis Mercier Vega a José Grunfeld, Diciembre 20 1963 (IACF: Series VI, Box 2, Folder 10).
xxviii Horacio Daniel Rodríguez a John Hunt, Octubre 26 1964 (IACF: Series VI, Box 2, Folder 10).
xxix Es la primera mención a Borges que aparece en Times Magazine. Titulada “Greatest in Spanish,” la reseña de Labyrinths y Ficciones aparece el 22 de junio de 1962 y presenta a su autor, “a little-known Argentine.”
xxx En una carta dirigida a Emir Rodríguez Monegal, José Miguel Oviedo deja constancia de la mala reputación del Congreso en América Latina y de los cambios que apuntaban a subsanar la desconfianza que generaba entre los intelectuales latinoamericanos: “al Congreso no lo quiere nadie y haga lo que haga parece estar condenado a ser mirado con desconfianza, con reserva. Observo que en toda América hay una apertura del Congreso hacia escritores e intelectuales francamente de izquierda. El caso peruano es claro: sacaron a Luis Alberto Sánchez y pusieron a Recavarren” (Carta de José Miguel Oviedo a Emir Rodríguez Monegal, Febrero 24 1966 [Emir Rodriguez Monegal’s Papers: Series 1, Folder 1]).
xxxi Con información que refleja la consulta de los archivos del British Council, Woodall comenta el viaje de Borges en los siguientes términos: “[The director of the British Council in Buenos Aires, Neil MacKay,] recommended to the London office that Borges be invited to Great Britain as ‘a friend of the Council, and a faithful upholder of our cause down through the years’” (198). La cooperación entre el Congreso y el British Council durante la guerra fría está documentada por Saunders (1999).
xxxii Scott Charles a Evelyn Best, Enero 8 1963 (IACF: Series IV, Box 5, Folder 6).
xxxiii Narrative Report on Congress for Cultural Freedom for 1963, PA 57-395, Ford Foundation Archives.
xxxiv Narrative Report on Congress for Cultural Freedom for 1964, PA 57-395, Ford Foundation Archives.
xxxv Según Saunders, a principios de 1963—año en que se intensifica la promoción a Borges–el Congreso se enteró de que Pablo Neruda se convertiría en el próximo Premio Nobel de literatura. John Hunt dirigió entonces una campaña masiva de desprestigio que consistió en retratar a Neruda como un estalinista servil y obcecado. En 1964 no fue Neruda el que recibió el premio Nobel sino Jean-Paul Sartre lo que, según Saunders, “was no cause for celebration in the offices of the Congress” (351). Cuadernos no reprime sin embargo su exaltación cuando en una nota titulada “Brindis de cólera” celebra el fracaso de Neruda: “Tan seguro parecía a ciertas personas que se otorgaría a Pablo Neruda el último Premio Nóbel, que los agasajos se adelantaron. Entre los que daban por descontado tal hecho figuraba, al parecer, el embajador sueco en Chile, quien en vísperas de concederse el premio envió al poeta un canasta de licores … Neruda y sus amigos hicieron un brindis levantando la copas… vacías y boca abajo” (94).
xxxvi “Borges y Neruda” 90.
xxxvii Keith Botsford a Daniel Shils, Mayo 26 1967 (Emir Rodriguez Monegal’s Papers: Series 1, Box 2, Folder 23).
xxxviii Desde 1952 Roger Caillois colaboró regularmente en Preuves con artículos de fondo, algunos de los cuales fueron traducidos y publicados en Encounter. También tuvo una participación activa en conferencias y encuentros auspiciados por el Congreso, coincidiendo con Borges en el Congreso del Instituto Latinoamericano de Stuttgart en 1964.
xxxix Report on the CCF/IACF by Craufurd Goodwin, November 3, 1977, PA 57-395, Ford Foundation Archives.
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