El guardián de la ciudad. Por José Luis Fariñas

 

Eusebio, el más piadoso e incansable de nuestros iluminados: salvador en alma y acción. No sería de extrañar que la vieja muralla, emblema del necesario retorno a los comienzos, ya estuviera abierta para recibirle como a hijo iluminado en los brazos de una madre sagrada que le esperaba con la serenidad de los mundos que duermen, solo aparentemente vencida por el tiempo y la tiniebla, tras larguísima y silente vigilia, y que le acogería para siempre en sus cielos matrices. Con él —y todos hemos sido testigos de estos milagros de piedad y pasión—, la luz de un continuamente inspirado obrar engranaría mucho más que la resurrección del corazón natal de nuestra ciudad.

José L. Fariñas, El Guardián de la Ciudad, acuarela, Opus Habana, III, 2003.

Más que eje angular de la urbe futura o casco histórico, Eusebio transformó ese epicentro primigenio de piedra fundacional en la semilla de una resurrección interna y externa, visible e invisible, cuyo sino e intensidad ya no serían nunca intramurales porque arraigaría en el alma de sus compatriotas, hijos y padres de todo hombre nacido en estas mágicas costas y honduras, aprendices eternos que somos todos los que le vimos trabajar y escuchamos su voz de impecable Maestro de La Obra.

Fe y acción tuvieron en Eusebio el atanor perfecto al hacer grande e imborrable la piedad salvadora que tuvo para él, como todo acto genésico, amparo y sostén en la invariable fe de Martí y de Fidel en el mejoramiento humano. No dejemos nunca de escuchar su voz urdida en virtud, porque su alma, intacta, nos estará guiando y protegiendo desde el fondo de cada una de las piedras que él mismo rescató de la sombra y el olvido.

La ciudad salvada sigue ahora con nosotros de su mano, latiendo como criatura que crece y se despierta. El misterio nunca cesara de recrear, salvándonos cielo y tierra de un mismo trazo si, como Eusebio, no dormimos ni esperamos nunca otro milagro que el que seamos capaces de crear, renovar y sostener nosotros mismos. Eusebio, siempre leal, vive en el eco de sus actos, en las cúpulas, escalinatas, arcadas, panales de columnas y cimientos. Hagamos nuestro ese eco. Desde los reflujos del verbo que se desgrana atravesando vitrales y naves de luz, él nos habla, conduce y abraza. Estemos siempre atentos, porque su voz nunca dormirá: El verdadero maestro jamás reposa.

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