Eusebio, el más piadoso e incansable de nuestros iluminados: salvador en alma y acción. No sería de extrañar que la vieja muralla, emblema del necesario retorno a los comienzos, ya estuviera abierta para recibirle como a hijo iluminado en los brazos de una madre sagrada que le esperaba con la serenidad de los mundos que duermen, solo aparentemente vencida por el tiempo y la tiniebla, tras larguísima y silente vigilia, y que le acogería para siempre en sus cielos matrices. Con él —y todos hemos sido testigos de estos milagros de piedad y pasión—, la luz de un continuamente inspirado obrar engranaría mucho más que la resurrección del corazón natal de nuestra ciudad.
Más que eje angular de la urbe futura o casco histórico, Eusebio transformó ese epicentro primigenio de piedra fundacional en la semilla de una resurrección interna y externa, visible e invisible, cuyo sino e intensidad ya no serían nunca intramurales porque arraigaría en el alma de sus compatriotas, hijos y padres de todo hombre nacido en estas mágicas costas y honduras, aprendices eternos que somos todos los que le vimos trabajar y escuchamos su voz de impecable Maestro de La Obra.
Fe y acción tuvieron en Eusebio el atanor perfecto al hacer grande e imborrable la piedad salvadora que tuvo para él, como todo acto genésico, amparo y sostén en la invariable fe de Martí y de Fidel en el mejoramiento humano. No dejemos nunca de escuchar su voz urdida en virtud, porque su alma, intacta, nos estará guiando y protegiendo desde el fondo de cada una de las piedras que él mismo rescató de la sombra y el olvido.
La ciudad salvada sigue ahora con nosotros de su mano, latiendo como criatura que crece y se despierta. El misterio nunca cesara de recrear, salvándonos cielo y tierra de un mismo trazo si, como Eusebio, no dormimos ni esperamos nunca otro milagro que el que seamos capaces de crear, renovar y sostener nosotros mismos. Eusebio, siempre leal, vive en el eco de sus actos, en las cúpulas, escalinatas, arcadas, panales de columnas y cimientos. Hagamos nuestro ese eco. Desde los reflujos del verbo que se desgrana atravesando vitrales y naves de luz, él nos habla, conduce y abraza. Estemos siempre atentos, porque su voz nunca dormirá: El verdadero maestro jamás reposa.