Encuentro de la cultura cubana: Política, intervención y mediaciones en la Pos Guerra Fría*. Por María Eugenia Mudrovcic

 

“When intellectuals can do nothing else they start a magazine”

Irving Howe

Volviendo sobre los pasos perdidos de la extinta revista Encounter (1953-1967) o de la no menos polémica Mundo Nuevo (1966-74), Encuentro de la Cultura Cubana aparece en 1996 cuando los rastros de la Guerra Fría parecían decididamente arrasados por el éxito que había alcanzado la retórica de la globalización. Financiada por la National Endowment for Democracy (NED) y la Fundación Ford, la “nueva” revista del exilio cubano se publica trimestralmente en España y aspira a circular “ampliamente dentro y fuera de Cuba” con un doble propósito: “no admitir límites ideológicos y políticos a la libertad de expresión” y promover una literatura cubana capaz de integrar la producción cultural de la Isla con la que se realiza fuera de Cuba.  Encuentro dice “oponerse tanto a la estrategia del Gobierno cubano” como “a las tesis más excluyentes del exilio [de Mia-mi].” Y a pesar del origen de los subsidios que recibe–para muchos la deuda que contrae con instituciones como la NED o la Fundación Ford compromete toda aspiración de autonomía política–se presenta como una revista moderada que abraza una causa transnacional y reclama para sí una posición “integracionista” o “tercerista” en el clima de nuevos desafíos emergentes en la pos-Guerra Fría.1 

Con el objeto de interrogar el meta-relato de la democracia con el que la revista legitima su intervención en el campo intelectual cubano, el presente artículo se propone analizar las estrategias que, vigentes durante la Guerra Fría, adquieren hoy curiosa continuidad en el mapa cultural latinoamericano. ¿Cómo se inscribe una revista como Encuentro dentro de la lógica globalizadora? ¿Qué repite, corrige o agrega a las prácticas de intervención cultural ya ensayadas por Encounter2 y/o Mundo Nuevo3 en plena Guerra Fría? ¿Cómo se redefinen las relaciones de poder que imponen estas prácticas de intervención económica y política? 

Desde la década de los 80s, especialmente después de la revolución sandinista, EE.UU. suspendió las remesas que tradicionalmente había enviado a dictaduras y “gobiernos amigos” de América Latina y, en su lugar, comenzó a subvencionar Organizaciones No Gubernamentales cuyos programas de promoción prometían fomentar el desarrollo de “sociedades civiles” o “instituciones democráticas.” Esta nueva política de subvenciones no impidió sin embargo que, en su afán por mantener la hegemonía sobre la región, EE.UU siguiera manteniendo estrechos vínculos con las fuerzas militares locales, o utilizando organismos hemisféricos de participación como la OEA, la AIFLD y, más tarde, la National Endowment for Democracy (NED). “La mera existencia de democracias en una parte del mundo –dijo el entonces Secretario de Estado George Schultz ante el Congreso cuando presentó el cuestionable “Proyecto Democracia”– es incentivo suficiente para que la democracia crezca en otra” (cit. en Cavell: 88). En este punto de inflexión, la National Endowment for Democracy pasó a ser el organismo destinado a cumplir ese rol central en la cruzada internacional de expansión democrática a la que se refería Schultz.

¿Qué es la NED? y ¿cómo exporta democracia? En su edición del 31 de marzo de 1997, el NYT la describe de la siguiente manera: “creada hace 15 años para llevar a cabo públicamente lo que ha hecho subrepticiamente la Agencia Central de Inteligencia durante décadas, gasta 30 millones de dólares al año para apoyar partidos políticos, sindicatos, movimientos disidentes y medios noticiosos en docenas de países” (Broder: 1). Especie de versión CIA-free del Congreso por la libertad de la Cultura, la NED sigue poco más o menos la receta de aquella legendaria mega-organización de la Guerra Fría que operó entre 1950 y 1967 en 35 países a través de la subvención de más de 20 publicaciones, la emisión de propaganda y programas de radio y televisión, la organización de congresos, la cooptación de centenares de intelectuales (cautos e incautos), y la distribución de pensiones, premios y promociones a todo aquel llamado a endorsar los trajinados valores anticomunistas y norteamericanos sin cuestionar la red de espionaje que con menos ingenuidad que cinismo muchos eran conscientes de estar alimentando. La idea de resucitar una de las más activas instituciones de propaganda cultural de la Guerra Fría tuvo origen en “Operación Democracia”, la propuesta que Ronald Reagan puso en marcha después de que la serie de escándalos que ventilaron las actividades clandestinas de la Central de Inteligencia en los 70s obligaron a Jimmy Carter a desmantelar el Congreso por la libertad de la cultura. Convencido de que la administración Carter había “emaculado” los servicios de inteligencia en el exterior, Reagan, ni bien electo presidente, comisionó a un grupo de transición liderado por el futuro director de la CIA, William Casey, para explorar cómo montar “una infraestructura para promover la democracia” (Reagan: 767). Entre las recomendaciones del grupo figuraba la creación de un organismo no-gubernamental sin vínculos visibles con la CIA cuyos programas trabajarían para garantizar las aspiraciones de hegemonía ideológica y económica de los Estados Unidos. Así nació la National Endowment for Democracy.

En un discurso ante el parlamento británico el 8 de Junio de 1982, Reagan habló por primera vez de esta “Cruzada por la libertad” con un lenguaje cargado de lugares tomados en préstamo a la retórica de la Guerra Fría. Según Reagan, Estados Unidos debía contrarrestar la influencia soviética recurriendo:

a una infraestructura que promocionara la democracia –un sistema de libertad de prensa, gremios, partidos políticos, universidades– para que los pueblos eligieran por sí mismos, desarrollaran su propia cultura, y reconciliaran sus diferencias de manera pacífica (Reagan 767).

Aprobada por el Congreso en noviembre de 1983, la NED quedó así oficialmente constituida como una organización “sin fines de lucro, no-gubernamental, bipartidista, que a través de un sistema de becas y subsidios [iba a ser montada] para asistir a las instituciones democráticas del mundo” (cit. en Raman). En 1997, Carl Gershman, entonces presidente de la NED, llegó a declarar: “El trabajo de la fundación se basa en una proposición muy simple. Donde hay gente que comparte nuestros valores que pueden llamarse amigos naturales de América, entonces es nuestra obligación ayudar a esta gente de alguna manera” (cit. en Raman). La descripción que propone Ken Sanders es acaso menos filantrópica pero más convincente: el objetivo de la NED, escribe en “Imperialist in Democratic Clothing”, “no es tanto proteger la democracia como continuar enri-queciendo las corporaciones norteamericanas” (Sanders).

Los primeros 18,8 millones de dólares aprobados por el Congreso para el año fiscal 1983-1984 fueron canalizados a través de los cuatro “conductos centrales” que forman la estructura de distribución de fondos de la NED: el Instituto Nacional Democrático de Asuntos Internacionales (representando al Partido Demócrata); el Instituto Republicano Internacional (Partido Republicano); el Centro de Solidaridad Laboral Internacional (AFL-CIO); y el Centro de la Empresa Privada Internacional (Cámara de Comercio de EE.UU.). Generalmente las remesas de la NED subvencionan “grupos en el extranjero que trabajan por los derechos humanos, los medios independientes, la vigencia del derecho y una amplia gama de iniciativas de la sociedad civil” (portal de la NED, mayo 2003, cit. en Agee). Pero ni la política de subsidios ni la retórica celebratoria en torno a la “democracia de libre mercado” que sus programas dicen estar llamados a cumplir a nivel mundial logran desviar la atención de las contradicciones que alienta una organización como la NED. En primer lugar, su estatus gubernamental o cuasi-gubernamental. Lejos de ser la organización no gubernamental (ONG) que declara ser –un rótulo tan útil como imprescindible para sortear las sospechas de beneficiarios y colaboradores externos, o para escaparse internamente de rendir cuentas ante el Congreso–, la NED es (mal que le pese) un organismo oficial que subsiste gracias a los “dineros federales” que recibe a través de la Agencia de Información de los Estados Unidos (USIA). Los fondos complementarios del sector privado y corporativo que empezó a recibir a partir de 1994 representan sólo una porción menor del presupuesto anual que proviene en forma desproporcionada del erario público norteamericano. No resulta menos paradójico que después de la caída del muro de Berlín en 1989, y de la sensación de triunfo que acompañó el llamado “fin de la Guerra Fría,” el presupuesto asignado a la NED no haya reducido sus fondos sino más bien todo lo contrario: los 16 millones que recibió en los años 80 se convirtieron en 30 en los años 90 y se dispararon a 60 en nuestra década (Raman; Chomsky).

Hija tardía de la Guerra Fría, la NED consolida su intervencionismo cultural a partir de los 90s despertando polémicas desde la derecha y la izquierda tan o más acaloradas que las que en otro momento había generado el Congreso por la libertad de la Cultura. Bárbara Conry, analista del Instituto Cato, ataca la autonomía con la que la fundación decide cuestiones de política exterior en un contexto histórico que ya no parece justificar su existencia. Es “un cañón suelto de la política exterior norteamericana”, “una reliquia de la Guerra Fría” (Conry). Acaso la supervivencia de una organización tan problemática como la NED se deba a la eficacia con la que ha sabido re-definir su arsenal simbólico de intervención. El legendario anticomunismo del Congreso sigue vigente aún en los programas de la NED pero ahora, como afirman Miller y Yúdice en otro contexto, aparecen desplazados por una retórica que no privilegia valores culturales sino más bien económicos y comerciales (46). El giro hacia la celebración del libre mercado que nutre el ethos de la política norteamericana en su búsqueda por alcanzar y afianzar la hegemonía de un orden global económico tiene origen en la administración Clinton y sobrevive en lo esencial hasta la caída del sistema financiero en el año 2008.

El nuevo canto de sirenas que Estados Unidos entona en defensa de las instituciones democráticas del mundo consolida un mega-relato que no podría acomodarse mejor a los fines prácticos de una política exterior de corte maximalista que se atribuye para sí los más altos estándares de moralidad. Para hablar de esta reconfiguración propia de la pos Guerra Fría, William Clark acuña la frase “imperialismo filantrópico” pero la derecha neoconservadora norteamericana prefiere, claro, hablar de otro modo, y la llama “hegemonía benévola” (Fukuyama). Se defina como se defina, lo cierto es que la palabra “democracia” circula como un universal irresistible o como condición a la que se aspira by default (Fukuyama) acaso por tratarse de uno de esos conceptos difíciles de definir pero fáciles de usar (y abusar). De ahí la importancia que tiene preguntarse con William Blum ¿qué es “esa cosa” que Estados Unidos llama “democracia”? A lo largo de los años Washington tiende a asociar ‘democracia’ con elecciones y libertades individuales, es decir, con el tipo de democracia llamada formal o política en desmedro de la democracia sustantiva que además de los derechos civiles tiene en cuenta también el derecho al trabajo, a los alimentos, a la educación y a la vivienda. “La máquina de la política externa norteamericana se ha nutrido –concluye Blum– no con la devoción a la democracia sino con el deseo de: 1) hacer que el mundo ofrezca más seguridad para las corporaciones transnacionales americanas, 2) mejorar internamente la situación financiera de los contratistas de defensa, 3) impedir que una sociedad que represente una opción al modelo capitalista sirva de ejemplo exitoso a otras sociedades, 4) extender en lo posible la hegemonía económica global de Estados Unidos, y 5) liderar una cruzada moral contra… la satánica Conspiración Comunista Internacional” (Blum).

Sin duda, este tipo de “democracia” reducida sólo a términos políticos es también la que usan los programas de la NED, entre ellos, la revista Encuentro lanzada para encarar “el problema cubano.” Específicamente, la fundación piensa su política hacia Cuba de acuerdo a las coordenadas que aparecen delineadas en el reporte que publicó en 1998 sobre América Latina y el Caribe cuya sección sobre Cuba dice lo siguiente:

La visita del Papa Juan Pablo II a Cuba, que tuvo lugar en enero de 1998, llevó un mensaje de inspiración al pueblo cubano y contribuyó a reforzar la presencia de la iglesia. A pesar de las esperanzas que la visita incitaría a una apertura política en la isla, continúa la represión política. A los grupos disidentes se han unido asociaciones independientes de periodistas, doctores y artistas en su oposición al régimen, y cada vez más, el movimiento disidente se ha extendido fuera de La Habana hacia otras partes de Cuba. La estrategia de la fundación ha sido apoyar y fomentar estas formas diversas, incipientes, de sociedad civil al proporcionar fuentes independientes de información a diversos grupos y aumentar el conocimiento fuera de Cuba de estos esfuerzos. Por ejemplo la NED apoyó la publicación Encuentro de la Cultura Cubana, una revista de humanidades de publicación trimestral que edita el estimado escritor cubano Jesús Díaz, la cual recibe contribuciones escritas de intelectuales, académicos y de la cultura de la isla y circula ampliamente dentro y fuera de Cuba. Otra agencia que recibe fondos de la fundación, CubaNet, apoya a periodistas independientes en la isla y a asociaciones de medios de difusión independientes para que publiquen y distribuyan sus artículos a través de Internet. CubaNet también ayuda a grupos cubanos como a las coo-perativas de campesinos independientes y a los sindicatos de trabajadores independientes, fundados recientemente, para que se pongan en contacto con grupos extranjeros y cubanos de criterios semejantes. (NED 1998 Annual Report, cit. en García Miranda).

La política hacia Cuba no parece admitir ambigüedades. El rol que se atribuye la fundación es triple: 1) “fomentar” la “disidencia interna” o la “sociedad civil,” (una de las palabras más caras a la retórica de la pos Guerra Fría); 2) “proveer” fuentes “independientes” de información (y como ejemplos menciona a Encuentro [Madrid] y CubaNet [Mia-mi]); y 3) “difundir” dentro y fuera de Cuba los “esfuerzos” de “la oposición al régimen”. En el caso de Cuba, la NED actúa como lo que dice ser: “a network of networks” entre un “adentro” opositor y un “afuera” exiliado políticamente homogéneos (cit. en la página web de la NED).

Las marcas de esta “filosofía” que busca alimentar la disidencia interna para provocar “the breakdown of authoritarian rule and peaceful political change” (cit. en la página web de la NED) no son visibles aún en la “Presentación” del primer número de Encuentro aunque sí emergen sin falsos pudores a lo largo del corpus de sus artículos. En el editorial, la revista trimestral lima toda arista política para que el lector crea que se trata, como dice, de un “espacio abierto” donde se debate “el presente, el pasado y el futuro de Cuba” en un momento en el que “la nación” se divide en “dos bandos… presentados como irreconciliables.” Para Encuentro resulta “evidente” que “la cultura cubana es una” y que además es “vital”, “diversa,” e “internacional.” Antes de cerrar la presentación, la revista asegura a los lectores tres cosas: la primera, que “no representa ni está vinculada en modo alguno a ningún partido u organización política de Cuba o del exilio,” la segunda, que no va a publicar “ataques personales ni llamados a la violencia” y la última, que en la selección de colaboraciones tendrá sólo en cuenta (y cuando dice esto reproduce uno de los lugares más frecuentados por las publicaciones de la Guerra Fría cultural) “un criterio de calidad” (“Presentación”: 3). En su economía, el texto no parece dispuesto a ofrecer demasiados detalles. Define la revista por lo que no es y no por lo que quiere o aspira a ser: una publicación que, a juzgar por las promesas que se atropellan en el cierre, se piensa a sí misma como foro independiente, civilizado y autónomo. Pero el binarismo que estructura el programa editorial apuntala un tercer término más o menos invisible (sólo aparece como topografía de la firma) aunque central dentro de este esquema de diferencias irreconciliables. Madrid, esa suerte de “justo medio” entre La Habana y Miami, aparece como garantía de la “posición tercerista” que funcionó, al menos inicialmente, como motto fundacional de la revista.4

A pesar de perfilarse sólo tímidamente en la “Presentación”, una especie de nosotros atraviesa nítidamente los artículos de Encuentro. ¿A quiénes designa ese nosotros? ¿A quién nombra esa primera persona plural que construyen sus textos políticos? Definida como una “revista de amigos” por Jesús Díaz, su director fundador, el lugar que nombra el colectivo remite en primera instancia a la “generación del silencio”, un grupo nucleado en torno a la primera época de El Caimán Barbudo y Pensamiento Crítico que en los años 90s, después de considerarse “intelectuales orgánicos de una revolución tan cubana como las palmas,” termina por “asumir el exilio como destino.” La diferencia no es sutil. El nosotros de Encuentro se identifica con esa diáspora pos-revolucionaria que también se define como pos-castrista, es decir, un exilio que simbólica y políticamente intenta tomar distancia e instalarse más allá de la retórica anticastrista asociada con la derecha cubanoamericana de Miami. Inicialmente al menos, Encuentro se propone no declararle la guerra a Fidel. “Obviar a Castro”, instruye Rafael Rojas (2001). Pero el slogan, más retórico que doctrinario, termina por estallar contra el registro militante que cae en la trampa que la revista quiere evitar a toda costa. Y aquellos matices que prometían una colocación compleja entre los espacios del saber y la política, desaparecen arrasados por el carácter excluyente de los dos frentes en conflicto.

Ningún discurso sobre la amistad –es la hipótesis de Derrida– puede librarse de caer en la retórica del epitafio. Tampoco Encuentro, como la revista de amigos que dice ser, escamotea espacio a la palabra fúnebre: amistad y muerte estructuran el dossier a Gutiérrez Alea, el homenaje a Gastón Baquero o el número dedicado al mismo Jesús Díaz a quien la revista (después de su muerte en el 2002 y bajo la co-dirección de Rafael Rojas y Manuel Díaz Martínez) le dedica el homenaje del número 25. La muerte de los amigos, despojada de connotaciones políticas, logra lo que la revista nunca consigue: esto es, olvidar las diferencias que separan “el acá” del “allá” (una división que en este contexto convoca categorías ideológicas antes que geografías específicas).  Suspendida así la retórica del desdén que define la relación entre los de afuera y los de adentro, el registro de la emoción domina el tributo-obituario (¿de qué otro modo llamarlo?) donde Ambrosio Fornet describe el “estupor” que produjo “aquí, entre sus amigos” el exilio de Jesús Díaz: “yo no entendía –no entiendo, tal vez no quiera entender– por qué Jesús se embanderó como vocero de un exilio que no era el suyo y al que, en definitiva, llegó demasiado tarde” (46).

Presente en la forma y el tono de muchos artículos y entrevistas, un esprit de corps domina entre los colaboradores y además de sellar un pacto entre “hermanos políticos,” proyecta sobre la fragmentación una suerte de unidad no exenta de contradicciones. Desde afuera Encuentro se autoasigna la misión de “analizar críticamente tanto la revolución como el pasado personal, sin dejar por ello [de sentirse] hombres de izquierda.” Los relatos de fuerte sesgo anecdótico van entonces a imprimir la marca visible al juicio sumario que las páginas le inician a la revolución cubana porque decir “yo” en Encuentro no sólo atrinchera el lugar de enunciación, también politiza el sistema de relaciones de amistad o parentesco fuertemente tramadas desde ese sujeto expoliado. La política es la mirada y el objeto central de las prédicas sobre Cuba y también es inevitablemente político el criterio que guía la selección de lo que se analiza o se deja de analizar en la revista.

Ese mismo nosotros se constituye también sobre la base de un relato retrospectivo que organiza linajes literarios y paternidades, como los que la revista teje en torno al nombre obligatorio de Martí –”el intelectual público por antonomasia de la historia de Cuba”… “ese raro estadista… capaz de afirmar que ‘vivir en el destierro’ es como ‘tallar en las nubes'” (Rojas, 2000: 81). O las afinidades que reconoce en la no menos imprescindible Orígenes (1944-56) no tanto porque sea una de las publicaciones literarias “más refinadas que se hayan producido en Cuba” (82) sino porque Encuentro valora en la revista dirigida por Lezama Lima “un ambicioso proyecto cultural emprendido al margen del Estado por un grupo selecto de poetas” (82-3). Todo sistema de lectura –escribió Sarlo– es a la vez una máquina que revela y una máquina que oculta (48). ¿Cómo lee la revista estos linajes? o mejor ¿qué lee en ellos? La literatura en Encuentro es siempre una excusa para “reflexionar” o “explicar” el presente político de Cuba. Sólo importa en la medida que hace política, habla de política, o llega a ser una metáfora política.5

Y frente a los que se dicen “herederos de la Revolución y del Exilio” (Rojas: 2002) ¿quién es el ellos de ese nosotros? Si se llama enemigo a “la diferencia ética” que se hace pública (el concepto de un enemigo privado sería un contrasentido [Derrida, 1998: 105]), “la ciudad letrada en Cuba” (o lo que Encuentro identifica como tal) ocupa sin duda ese lugar privilegiado de la diferencia: “Hablar hoy de grupos intelectuales en Cuba, de una ciudad letrada–afirma Rafael Rojas en el primer número– es aferrarse a una ficción estéril. Desde Lunes de revolución o el primer Caimán Barbudo no ha existido en la isla eso que Ignacio Miguel Altamirano llamaba una República de las Letras” (42). Desde el principio, Encuentro entabla una guerra de palabras que pone en juego el derecho a monopolizar el sentido de Cuba. Y representar a Cuba equivale, en este contexto, trazar –literaria, política y económicamente– el mapa de una geografía imaginaria donde la revista pueda al fin acceder a la “propiedad” (entendida en sus dos sentidos) de nombres y palabras, reflexiones o ideas. “Contar Cuba” es dar vuelta (como un guante) el afuera y el adentro: Encuentro, “una revista sin país”, fantasea con “rescatar” a la nación cubana prófuga y a la deriva después de haber sido expulsada (como una balsera) de la Isla revolucionaria. Semejante construcción del ellos (que lucra con los réditos simbólicos de un nosotros convertido en una suerte de “hermanos al rescate”) proyecta una continuidad que, como ocurre con otros núcleos representacionales, escala en violencia a medida que la revista suma números.

La idea de negar a La Habana status de “ciudad letrada” que Rojas lanza como provocación en el primer número es recogida y exasperada en la propuesta que hace Enrico Mario Santí pocos números después. En “Cuba y los intelectuales: una reflexión necesaria” los superlativos saturan la tipología del “ex-colaboracionista” convocando lu-gares propios del discurso apocalíptico (Angenot). Santí exige al intelectual “converso” que “se voltea hacia un nuevo Dios” para salvarse de otro que le ha fallado, una suerte de “reflexión” o “testimonio honesto [de lo] que cada uno de nosotros llegó verdaderamente a significar ‘dentro de la revolución'” (94-5). Una confesión semejante premiaría habermasianamente al confeso con “la credibilidad que su [nueva] actuación pública reclama” (95). Y después de leer lo que Santí llama “mi propuesta”, el lector tropieza con la siguiente afirmación: “Una interpretación simplista de mi propuesta llegaría a la conclusión de que lo que pido es una cacería de brujas, versión liberal de las mismas autocríticas a las que nos acostumbraron Stalin y Castro bajo los nombres de Bujarin y Padilla.” Y la pregunta surge inevitable: ¿es posible no caer en el pecado de simplicidad que Santí condena? Lo reflexivo al final se cumple pero no como autocrítica sino en el aterrador sentido borgeano de los dobles y los espejos: el destino del nosotros parece condenado a no dejar de ser ellos.6 Frente a Cuba (Encuentro tiende a llamarla “la Isla” con un gesto de diferenciación que no es sólo marginalmente político), la revista compite, cabildea, condena, conspira, especula. Y es en el espacio de cruce de estas performances donde busca intervenir, no sin cierto grado de candor, en la realidad nacional.

A partir del No. 18 dedicado a Miami, Encuentro abandona la posición tercerista que le había servido de bandera.7 El pacto que sella con “la capital del exilio cubano” no sólo supone el cambio de meridiano cultural: para Encuentro cruzar el Atlántico tiene un precio político que no es fácil desdeñar.8 En la presentación del dossier, la revista asume redentoramente la misión de “des-demonizar” al exilio miamense. “En muchos sectores de Cuba, América Latina, Europa e incluso de Estados Unidos –afirma Jesús Díaz– la simple mención de su nombre [Miami] se asocia automática y exclusivamente a las mafias, la intolerancia, el odio y la sed de venganza con respecto a Cuba. Lo cierto es, sin embargo, que el Miami cubano constituye la comunidad exiliada más exitosa de la historia contemporánea… En un futuro democrático de economía abierta, Cuba no podrá darse el lujo de prescindir del capital y la experiencia acumulados por los hermanos de Miami” (7). Para Encuentro Miami es “capital” en los tres sentidos posibles: el económico, el simbólico y el geográfico.9 Un triple centro que se instala más allá de las aberraciones que saturan el orden de lo moral para abrazar otro lugar ideológico regido exclusivamente por el dinero. Ahí es donde el interés aparece regulando los vínculos de fraternidad que traba Encuentro con la diáspora miamense (una alianza histórica y económicamente interesada con “los hermanos de Miami”). Consciente o no, la proyección freudiana de una hermandad como ésta –en el sentido que propone Totem y Tabú– bien podría aludir a los hijos del “padre de la horda” que se transforman en hermanos después de compartir el cuerpo desmembrado del “padre inhumano.” En el mito, la “religión” de los hermanos sucede y renueva a la del padre. En la revista, la fantasía de una transición al capitalismo en Cuba parece narrarse en los mismos términos.

Y a los encantos irresistibles del(a) capital le sigue la exaltación y el reconocimiento del “éxito,” un concepto-aura que la revista manufactura a partir de tres fetiches: la excepcionalidad de la inmigración cubana, la resistencia a la integración cultural que diferencia una oleada inmigratoria de otra, y “el poder electoral del voto del exilio” (que ahora no necesita ir a Washington porque Washington va a la Florida). Lo paradójico es que lo que da cohesión al exilio miamense no es el lenguaje del “éxito” sino el lenguaje muchas veces reprimido de un “gran fracaso:” “no haber podido incidir en la realidad de la isla. [O] más claramente y en buen romance: no haber tumbado a Fidel” (de Aragón: 78). Acaso por ser una ciudad capaz de vivir a la medida de la imaginación del destierro (donde el tropicalismo se combina con la estabilidad institucional, ofreciendo –como afirman Beverly y Houston– “una mezcla manuable y (económica) de lo abyecto y lo familiar, violencia azarosa y baños limpios” [422]), Miami se consume en dosis proporcionales de una nostalgia siempre reducida a mercancía. ¿Dónde en esta ciudad terminan “las ruinas” –se pregunta Armengol en el dossier del número 33 como si estuviera hablando de La Habana– y empieza “el futuro”? (163).

A partir del abandono del “centrismo,” Encuentro “hermana” esfuerzos y estrecha alianzas con la red de medios anti-comunistas subvencionados por la NED, un conglomerado de características comparables al que en el contexto de la Guerra Fría uno de los oficiales del Congreso por la Libertad de la Cultura llamó con acierto “notre grande famille” (Coleman: 183). En el año 2000, la Asociación Encuentro de la Cultura Cubana lanza Encuentro en la red, un periódico digital que pone fin al pacto inicial de civilidad, acercándose a la agresividad del lenguaje y de las posiciones identificadas con la derecha de Miami.10 El Nuevo Herald no tarda tampoco en sumarse a esta estructura de fertilizaciones mutuas, estableciendo con Encuentro de la Cultura Cubana y Encuentro en la red un intercambio desinhibido de notas y colaboradores. Los mismos nombres aparecen también en la Revista Hispano Cubana, órgano oficial de la Fundación Hispano-Cubana, y en Radio Martí, la emisora anticastrista financiada por los Estados Unidos, que además de amplificar el efecto de resonancia de los mismos nombres y contenidos, festeja en Encuentro la trayectoria de “una revista democrática, sutil… muy peligrosa” (Cit. en García Miranda, secc. 12).11

Un año antes del lanzamiento de Encuentro, un documento secreto de Washington, Essentials of Post-Cold War Deterrence, develaba “cómo Estados Unidos había desplazado el centro de su ‘estrategia de disuasión’ de la extinta Unión Soviética a los llamados rogue states como Iraq, Libia, Cuba y Corea del Norte” (cit. en Chomsky, 2000: 20). El uso de rogue en el sentido de “desafiante” o “bandido” no podía servir de mejor excusa para justificar la violencia de aquellos “estados niñeras” que, como Estados Unidos, aspiraban a convertirse en nuevos guardianes del orden mundial. Las contradicciones que emanaban de semejante recambio de estrategia resultaban cínicas (como mínimo) para Chomsky: “Cuba podía ser considerada un estado bandido por su supuesta participación en el terrorismo internacional pero Estados Unidos no caía bajo la misma categoría a pesar de sus persistentes ataques terroristas contra Cuba a lo largo de casi 40 años” (Chomsky, 2000: 29). Aún hoy Cuba sigue figurando en la lista de rogue states o estados terroristas emitida por los Estados Unidos. ¿Quién es terrorista –se pregunta retóricamente Derrida– el nombrado o el que asume el derecho de nombrar? En el contexto hiperscrispado pos-09-11, Encuentro en la red se lanza a acusar con los que acusan adoptando un discurso de incitación saturado de voluntarismos que parecen ignorar su propio énfasis: “La lucha contra el terrorismo es una mala noticia para el Gobierno cubano. Se trata de un Gobierno que creó en La Habana, en 1966, la primera Internacional terrorista que conoce la Historia, la Tricontinental; el Gobierno cubano siempre ha estado vinculado a esos movimientos narcoguerrilleros, por una parte, o narcoterroristas por otra, o terroristas a secas en algunos casos, y todo el mundo sabe que existen estos vínculos especiales entre Cuba y esos grupos”, dice Carlos Alberto Montaner en una entrevista publicada a principios del 2002 (Añel, sec. 5).

Cambiar el centro de gravedad y redirigirlo contra los rogue states no fue el único signo que marcó el inicio de la pos-Guerra Fría. Chomsky enumera tres factores que condicionan lo que se conoce como el colapso del sistema Bretton Woods o fin de la “época dorada del capitalismo moderno:” la liberación de los mercados y la desregulación de las tasas de cambio que precipitaron la ruptura del contrato social vigente después de la Segunda Guerra Mundial, el uso instrumental de la Declaración Universal de los Derechos Humanos por parte de los estados guardianes y el creciente rol de la fuerza en asuntos de política internacional como consecuencia de la suspención del compromiso de no-violencia sellado por las Naciones Unidas. Y gravitando sobre este conjunto socioeconómico o esta suerte de “religión” de los mercados: las expectativas domesticadas de una mayoría que renuncia a la búsqueda de alternativas frente a la universalidad de la que goza el libre mercado. La frase “cruel” de Margaret Thatcher –”There Is No Alternative”– se transforma de esta forma en slogan legitimador del modelo dominante de la globalización corporativa. Y aunque los costos sociales resultan demenciales, pocos estados parecen dispuestos a “quedar fuera” del juego globalizador. ¿Qué requisitos de ingreso se les impone? Si la guerra fría recurría a “la amenaza soviética”, la lucha ahora está orientada a defender ese “tipo de democracia made-in-America” que, bajo el control de una élite local cautiva de los intereses norteamericanos, se propone como modelo eficaz para garantizar el acceso privilegiado de los EE.UU. a la explotación de recursos nacionales. Thomas Carothers habla de “top-down forms of democracy that leave ‘traditional structures of power’ in place, namely those with which the US has long had good relations” (cit. en Chomsky 2000, 91-2). En todo caso, los así llamados “estados democráticos” actúan bajo dos mandatos precisos: privatizar el poder y las ganancias, por un lado, y socializar, por otro, los altos riesgos derivados de la liberación de los mercados.

Pero “la pregunta del nombre” –¿qué ocurre hoy “en nombre de la democracia”?– no es por cierto la única pregunta a formular. Si se piensa en el dispositivo retórico que monta Encuentro en torno a esa “gran palabra” que es democracia, quizá resulta útil preguntar también, como ya lo hizo alguna vez Derrida, si es posible “hablar democráticamente de la democracia.” O, lo que es lo mismo, si se puede hablar de democracia sin caer en autoritarismos. Preguntas como éstas, al menos en el caso de Encuentro, sólo admiten una respuesta negativa. La revista denuncia el dualismo maniqueo como manifestación de la frustración nacional pero no lee sino desde una política de la exclusión. Asume que la “Democracia” está “destinada” a ocupar el lugar que la “Revolución” (y las mayúsculas convierten los dos nombres en fetiche) dejará vacante en un futuro inminente.12 Dando por descontado lo inevitable de este futuro o lo universal de ese deseo, la revista nunca arriesga fechas o propone una definición de democracia. A la hora de la “reconversión mental” prescripta por la globalización, el pos-heroísmo triunfante ayuda a dejar atrás los “lastres del entusiasmo revolucionario” y, liberada de esos inconvenientes “espectros de Marx”, Encuentro hace suyo el idioma y la fe de la eficacia (Monsiváis: 109). Porque si hay algo que la revista hace sin caer en contradicciones es construir la figura de una sociedad civil cubana alentada por esa suerte de “himno supra-nacional” que canta las bondades del mercado, acusa de terrorista al “castrismo” y espera ansiosa la llegada “inminente” de la utopía democrática del capitalismo.

Como cualquier otra industria, la industria de la oposición (Agee la llama “industria ligera del anticastrismo subvencionado”) también necesita vender sus productos en el mercado. “Fabricar consenso” en torno a estos núcleos de sentido es parte de esta vasta máquina publicitaria capaz, entre otras cosas, de fijar agendas públicas, inventar crisis, desandar la historia e imaginar estampas de un futuro (literalmente) más luminoso para Cuba. Y como todo juego simbólico, también a éste lo rigen ciertas reglas de oro. Una de ellas –primordial en la compra y venta de ideas– enseña que la sutileza de la buena propaganda radica en el hecho de que no se la tome por tal, es decir, que nadie sienta que está frente a un discurso cuya función es vender ideas a un lector/consumidor cautivo (Chomsky: 8).

El lanzamiento de Encuentro no tardó en desatar la reacción inmediata de Cuba. En el informe del Buró Político presentado ante el Comité Central del PCC en 1996, Raúl Castro denunció la nueva “variante de la Glasnost que últimamente ha tenido algunas sutiles expresiones en Cuba” (19). Por un lado, el reporte alertaba sobre la proliferación de ONGs “disfrazadas” que hablan de “desarrollar la sociedad civil en comunión y comunicación con la comunidad exiliada” no para “derrumbar el castrismo en un día sino para transformarlo día a día” (19). Estas ONGs, decía recurriendo a una conocida metáfora militar, son “caballos de Troya” que “tienen como único propósito esclavizar de nuevo a nuestro pueblo y convertirlo en un Puerto Rico todavía más dependiente” (19). Por otro lado, denunciaba también la aparición no menos preocupante de “publicaciones sin recato que subastan no pocas de sus páginas” y que, a cargo de “quintacolumnistas” sirven “a los explotadores al acecho desde Miami” (22). Más allá del uso de una retórica que echa mano de lugares ideológicos ya transitados durante la Guerra Fría, el informe sienta las bases de una política de la lengua que quiere deslindar “propiedades” sobre las “grandes palabras” en juego (en este caso, la serie sociedad civil-EE.UU.-capitalismo en oposición visceral a la serie pueblo-Cuba-socialismo), esas palabras que, entre otras funciones, sirven para diferenciar lo incompatible de las agendas políticas que separa al ellos del nosotros: “para nosotros, la sociedad civil no es a la que se refieren los Estados Unidos, sino la nuestra, la sociedad civil socialista cubana” (19).

Casa de las Américas tampoco eludió aclarar su posición frente a ese “visible ins-trumento” que es “la revista denominada Encuentro de la cultura cubana.” En una nota del número 205 llamó a “repudiar estas maniobras dirigidas contra la cultura: de hecho contra la médula de la soberanía cultural –y de toda índole– de la Isla” (159). La Gaceta de Cuba, por su parte, publicó “¿Elefantes en la cristalería?” de Rafael Hernández, un análisis juguetón pero tenso que toma distancia del “dogmatismo” que atribuye al “discurso extremista liberal” de quienes, “en Miami o en Madrid, se otorgan la potestad de ‘prefigurar la sociedad plural que deseamos para nuestro país'” (136). Según Rafael Hernández, esa “vocación de portavoces elegidos de la sociedad cubana” (136) que asume Encuentro no es ni realista (lo que obtura su ambición de intervenir en la isla), ni humilde (lo que deslegitima su voluntad de criticarla) ni representativa (que socaba el derecho de hablar en su nombre), ni nueva (porque “no pasa de ser una reverberación de viejos tópicos, hoy menos útiles que nunca para indagar los caminos de este mundo actual” [136]).13

Sólo en contadas ocasiones (el rechazo de la ley Helms-Burton, por ejemplo14) la agenda de la publicación deja de coincidir con la política dictada por Washington, o con los intereses de la neo-derecha norteamericana de origen cubano.15 Sin embargo la eficacia de Encuentro a la hora de cristalizar una versión de Cuba capaz de dominar el sentido común contemporáneo no es poca: uno de sus mayores logros pasa por haber consolidado una suerte de doxa del discurso anticastrista. Delineando así el corpus del género, la revista fantasea con una Cuba sin Fidel; se deleita con la imagen de una Miami exitosa y económicamente próspera; representa a todo emigrado cubano como si se tratara de un exiliado político; construye una red de racionalidad y continuidad ideológica con la llamada “disidencia interna,” sus “periodistas independientes” y la “sociedad civil emergente;” y denuncia la represión o violación de derechos humanos en la isla al mismo tiempo que no reprime la ansiedad con la que siente la inminencia de la caída del socia-lismo y la transición “natural” y “pacífica” de Cuba al capitalismo.

“Actos de denuncia profética”, el modelo que propone Encuentro hay que buscarlo en esa “pretensión de superarlo todo y conservarlo todo” (315), en ese afán de “reconciliar la plenitud del individuo con la inquietud crítica del intelectual” (317) que Bourdieu llama “el sueño del mandarín” (por el doble deseo de “vivir como un burgués y pensar como un semidiós” [24]). Mediante el cuestionamiento crispado a la revolución, los colaboradores de Encuentro buscan alcanzar una doble legitimación –legitimación de sí mismos como intelectuales “independientes” del campo de poder, por un lado, y legitimación simultánea como intelectuales llamados a encarnar y rescatar a la nación cubana cautiva, por otro: poco más o menos ésta es la fórmula imposible de relación que aspiran ingenuamente a establecer con y por Cuba, hacia adentro y desde afuera, en plena pos-Guerra Fría. Al tomar distancia respecto a las posiciones oficiales de la revolución y apelar al mismo tiempo a un discurso del “diálogo” y la “conciliación,” el grupo quiere garantizar para sí el título de virtud democrática al mismo tiempo que pretende dejar intacto su derecho de libre adhesión y autonomía frente al estado, sea el cubano o (sobre todo) el gobierno norteamericano.

En el reto de sustituir una metáfora (Revolución) por otra (Democracia),16 las guerras del lenguaje que desvelan a Encuentro buscan, desde una lógica de fines y medios, el conflicto más que la comunicación: ratificar la diferencia en lugar de convocar al diálogo.  Como “el otro” (político) está cerca (la ansiedad de esa cercanía la proyecta el “Yo fui ellos” de Jesús Díaz), la revista de “los herederos de la Revolución y del Exilio” necesita actuar (o sobreactuar) la diferencia. Doblemente cautiva entre la ilusión de la comunicación y el melodrama de la diferencia, entre la prédica de la reconciliación y el culto a la oposición, el trabajoso equilibrio por el que debe transitar Encuentro es un camino saturado de contradicciones.  Lo cierto es que los mitos unificadores para consumo masivo que la revista construye están lejos de orientarse “hacia el entendimiento [que] conduce a un acuerdo” del que hablaba Habermas, nombre tutelar de su ideología editorial (453). Mucho más cerca está sin duda de la imposibilidad de ir más allá del di-ferendo, esa figura jurídica que habla de una lucha épica entre dos regímenes de verdad que se auto-excluyen porque no existe ni ley ni tribunal capaz de zanjar la alteridad radical que los vincula. Mientras tanto, y a medida que se profundiza la diferencia, Encuentro insiste en ritualizar su condición de víctima, una suerte de lugar de afuera desde el que sigue una y otra vez actuando la rutina de decir su daño.

NOTAS

* La primera versión de este trabajo fue publicada bajo el título “Política, intervención y mediaciones en la cultura de la post-Guerra Fría” en Revista de Crítica Literaria Latinoamericana 69 (2009): 149-167.

1 La historia del lanzamiento de Encuentro se remonta a 1994, año de la realización de La Isla Entera que reunió a un grupo de escritores y críticos literarios cubanos de “adentro” y “afuera” de la isla. Presidido por Gastón Baquero, el seminario convocó en Madrid a muchos de los futuros colaboradores de Encuentro: Manuel Díaz Martínez, Rafael Alcides, Felipe Lázaro, José Prats Sariol, Jorge Luis Arcos, Efraín Rodríguez Santana, César López, Heberto Padilla, Enrique Saínz, Pío E. Serrano, José Kozer, José Triana, Reina María Rodríguez, y Nivaria Tejera. “La cultura nacional es un lugar de encuentro” (Encuentro 1: 4) fue la frase de Baquero que inspiró el nombre de la revista. Jesús Díaz, recién llegado de Berlín donde se había exiliado en 1991, figuraba entre los asistentes. Junto a Annabelle Rodríguez, Gastón Baquero y Pío E. Serrano, dió entonces los primeros pasos para fundar la revista que dos años después se convertiría en Encuentro de la cultura cubana.

2 Cubiertamente financiada por la CIA, Encounter fue, según Coleman, “la más valiosa” de las publicaciones dependientes del Congreso por la Libertad de la cultura (59). Con extensa circulación en Inglaterra, Estados Unidos, Asia y África, Saunders la caracteriza como: “Promiscua en su atención a los temas culturales, curiosamente silenciosa, o simplemente oscura en cuanto a muchos asuntos políticos. En todos los casos era resueltamente ideológica, con el pensamiento anticomunista de la Guerra Fría” (327).

3 Otra de las revistas lanzadas por el Congreso por la Libertad de la Cultura para enfrentar la “cuestión cubana”, Mundo Nuevo “erigió un discurso monumental en torno a la libertad intelectual y en nombre de esta última rechazó –al menos teóricamente– toda forma de ‘partidismo’ político o ‘compromiso’ de tono sartreano” (Mudrovcic 169).

4 Encuentro se publica cuando desde Cuba se estaban realizando esfuerzos visibles para establecer una comunicación con la intelectualidad cubana residente en el extranjero. Contra viento y marea, el testimonio colectivo del Grupo Areíto, recibe el Premio Casa de las Américas en 1978; Palabras juntan revolución de Lourdes Casal lo recibe en 1981; la Editorial Letras Cubanas publica El monte de Lydia Cabrera; se realizan seminarios como “La Nación y la emigración”. La isla reaccionó ante lo que juzgó el oportunismo histórico de la revista: “Encuentro, en realidad –concluye la investigación de García Miranda que publica La Jiribilla– pretende sabotear los vínculos entre la Isla y la emigración y, en todo caso, al no poder dete-nerlos, desviarlos de su cauce normal, desnaturalizándolos y transformándolos en un nuevo instrumento de agresión contra Cuba” (sec. 13). Ciertamente el lanzamiento de Encuentro recalienta los circuitos entre Cuba y el exilio y conduce a una rápida militarización de la cultura cubana.

5 Una sección privilegiada donde Encuentro establece la red de adhesiones literarias es la sección “Homenajes” que, según declara la política editorial de la revista, “salta cualquier barrera geográfica e ideológica y subraya lo trascendente: su aporte a nuestra cultura.” Entre otros, la publicación rindió “Homenaje” a Tomás Gutiérrez Alea, Gastón Baquero, Eliseo Diego, Luis Cruz Azaceta, Fina García Marruz, Julio Miranda, César López, Manuel Moreno Fraginals, Antón Arrufat, Heberto Padilla, Abelardo Estorino José Triana, Virgilio Piñera, Antonio Benítez Rojo, Nicolás Quintana, Lorenzo García Vega, Jesús Díaz y “a la vilipendiada generación del Mariel”.

6 La ansiedad de nuevo converso no abandona el discurso público de Jesús Díaz: “Quien esto escribe –confiesa el director de la revista en el número 6–estuvo entre los que asistieron a la terrible experiencia [la revolución]; apoyándola primero, y absteniéndose después, por confusión y miedo, antes de llegar a comprenderla y combatirla. Tampoco es éste el lugar para analizar las sinrazones de mi convicción, ni las razones de mi confusión o de mi miedo. Pero quiero decir públicamente que pasé por esos tres terribles estados de ánimo y que por ello entiendo a los que una vez estuvieron convencidos, a los confusos y a los atemorizados. Yo fui uno de ellos” (206).

7 En “¿Por qué molesta Encuentro?” Rafael Rojas defiende la revista ante el giro que toma a partir del número dedicado a Miami: “¿Acaso son signos de ‘derechización’ las colaboraciones de algunos reconocidos intelectuales, como Carlos Alberto Montaner, Enrico Santí, Vicente Echerri o Jaime Suchlicki, quienes a veces rozan argumentos de una derecha sutil y democrática? Falso. … una derecha civilizada y flexible es una posición imprescindible de cualquier debate nacional que se respete.”

8 Sigo acá la periodización que propone García Miranda. Encuentro también habla de dos épocas de la revista: la época dirigida por Jesús Díaz (1996-2002) que se caracteriza, según Jorge Luis Arcos, “por un contrapunto intelectual” (211), una política de no-confrontación con Cuba y la adopción del slogan “la cultura cubana es una.” Y una segunda época (2002-presente) que, coincidiendo con la muerte de Jesús Díaz y la nueva dirección de Manuel Díaz Martinez y Rafael Rojas, se caracteriza por su militancia abierta y agresiva contra Cuba.

9 La celebración de Miami como “muestrario de lo que podemos hacer los cubanos bajo estructuras y leyes que favorecen la libre circulación mercantil y la inventiva empresarial” (161) forma sin duda parte del imperativo des-demonizador del que se hace cargo la revista.

10 En “Financiación, totalitarismo y democracia” que aparece en Encuentro en la red se narra de la siguiente manera la expansión del proyecto editorial originario: “En el 2000 concebimos un nuevo proyecto: publicar un periódico digital que recogiera diariamente la temática de actualidad referida a asuntos cubanos. Literatura, humor, política, deporte y música, entrelazados con artículos de opinión y un noticiero que ofreciera el panorama más amplio posible. Este proyecto obtuvo el apoyo de la Fundación Ford y The Open Society Institute. Con estos fondos pudimos montar y equipar una oficina que albergaría tanto la redacción de la revista Encuentro de la cultura cubana, como la del periódico Encuentro en la Red. Las subvenciones concedidas a la revista no consideraban el pago de las colaboraciones publicadas, como suele suceder en casi todas las publicaciones académicas y literarias. Sólo excepcionalmente se han efectuado pagos que, por su austeridad, bien se podrían calificar de simbólicos. El periódico digital, en cambio, requería un compromiso de trabajo regular y constante de un grupo estable de colaboradores, con los que se tenía que conformar a diario su contenido. Tanto por esta razón, como por el coste de la elaboración, ac-tualización y mantenimiento del soporte informático, el presupuesto necesario se incrementó sensiblemente.”

11 Si se habla del efecto amplificador de la propaganda anticastrista, hay que mencionar la relación casi-orgánica entre Encuentro y el periódico español El País, perteneciente al conglomerado PRISA, uno de los holdings más influyentes en el terreno de la información y comunicación en español. El tema fue investigado, entre otros, por Lagarde, Maira y Serrano.

12 En “La Cuba posible” aparecida en el número 4/5, Marifeli Pérez-Stable escribe haciéndose eco de esa ansiedad tan propia que irradia la revista: “A medida que la caída del régimen actual se hace más inminente, el tema de la responsabilidad de los intelectuales en su formación, apoyo y mantenimiento se vuelve más urgente” (188).

13 Consultar también los excelentes trabajos de Iroel Sánchez y M.H.Lagarte (2003b).

14 La revista se opone al bloqueo y en esto se distancia del exilio histórico o miamense. Jesús Díaz es categórico en su toma de posición: “yo puedo expresar aquí mi oposición total a la Helms-Burton, luchar contra ella y sostener que constituye, paradójicamente, la hoja de parra del castrismo” (1999: 7-8).

15 Encuentro insistió en defender su “independencia” en relación a la agenda política norteamericana. En “Financiación, totalitarismo y democracia”, por ejemplo, afirma: “Encuentro ha dado cabida, a lo largo de sus 29 números, a numerosos textos que cuestionan la política norteamericana, tanto hacia Cuba como hacia el resto del planeta, textos que critican el escoramiento hacia la derecha en diferentes ámbitos y otros que diseccionan con rigor políticas europeas, e incluso ha acogido textos que censuran a la propia revista, y no sólo entre las cartas de los lectores, algo usual en las publicaciones de países democráticos.”

16 Utilizo acá la retórica sugerida en “La carta que nunca te mandé” donde Elizabeth Burgos define la tarea de Encuentro de la cultura cubana como el destronamiento de una metáfora: “¿Cómo sustituir a una metáfora? Es el reto que enfrenta Encuentro” (61).

OBRAS CITADAS

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