Sé que estás aquí, que me acoges. Por José Luis Fariñas

 

Getsemaní II

José Luis Fariñas, Apocalipsis, acuarela (serie), frag., colección J. Izquierdo, 2010

Sé que estás aquí, pero te ocultas;

te escondes en las formas de la noche,

en los perros y piedras del camino;

en las manos y sueños de los hombres,

hermanos y enemigos, almas y demonios.

Se que estas aquí pero te callas.

Te pregunto y solo me dejas ver el silencio

y palpar la raíz del viento que me entrampa,

que me enfría los costados de antemano;

aire de mares y penumbras

con que reúnes sobre mí ese vacío ardiente

que me oye y sigue su curso

de pirámides invisibles, de silencios escarpados

o limpios como pistas de hielo

sobre las que dejas correr el doble filo

de tu única respuesta.

Sé que estás aquí, que me acoges

en un lecho de lirios de ceniza, espinas y laureles,

que me entierras en un despertar lleno de gritos

y de testigos enfermos, de reinos sin ojos ni babeles,

mendigando pesadillas

entre tus delicados pedazos de serpiente.

Sé que me oyes y miras, sé que conoces y dictas

que dejas que vengan para decorar la cruz

con mi pequeño rio de sangre;

sé que los guías con precisión, más que a mí mismo,

que les das a cada uno sus palabras exactas, sus peldaños

y sus aguaceros en pequeñas copas como dedales,

pero a mí me llevas al centro del más oscuro mar,

y allí me sostienes tal vez por un segundo

sobre la tumba del horizonte,

debajo de un cielo plateado de gaviotas y acida llovizna.

Sé que no hay tiempo ni lo hubo.

Sé que todo esto ya ha pasado una y mil veces, siempre.

Sé que no hay forma de que ninguna revelación

cambie ya la más minúscula celada.

Pero dime, Padre, dime al menos si alguna vez

antes de elegir todas estas noches,

si al menos una sola vez tuviste miedo de ti y dudaste;

si al menos hubo en tus labios este temblor

de querer saber y no poder,

de poder salvar y no saber cómo,

de soñar un rostro

que del otro lado se te aproxime y te bese

dejándote al menos estar seguro,

a causa de la calidez de sus labios,

que no estas ni muerto ni dormido,

que simplemente esperas

a que un oculto sol que aún no vive

se levante sobre ti y te conduzca

al único lugar del universo

que te es desconocido.

Recuerdo, sin embargo, la certeza

de una paz increada que sale a flote inesperadamente

como un pez que escapa de las profundidades de tu silencio

cuando aquella tarde,

en mitad de una tormenta de arena y espejismos,

mi madre me dio a mascar una encrespada lámina de canela.

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