Getsemaní II
Sé que estás aquí, pero te ocultas;
te escondes en las formas de la noche,
en los perros y piedras del camino;
en las manos y sueños de los hombres,
hermanos y enemigos, almas y demonios.
Se que estas aquí pero te callas.
Te pregunto y solo me dejas ver el silencio
y palpar la raíz del viento que me entrampa,
que me enfría los costados de antemano;
aire de mares y penumbras
con que reúnes sobre mí ese vacío ardiente
que me oye y sigue su curso
de pirámides invisibles, de silencios escarpados
o limpios como pistas de hielo
sobre las que dejas correr el doble filo
de tu única respuesta.
Sé que estás aquí, que me acoges
en un lecho de lirios de ceniza, espinas y laureles,
que me entierras en un despertar lleno de gritos
y de testigos enfermos, de reinos sin ojos ni babeles,
mendigando pesadillas
entre tus delicados pedazos de serpiente.
Sé que me oyes y miras, sé que conoces y dictas
que dejas que vengan para decorar la cruz
con mi pequeño rio de sangre;
sé que los guías con precisión, más que a mí mismo,
que les das a cada uno sus palabras exactas, sus peldaños
y sus aguaceros en pequeñas copas como dedales,
pero a mí me llevas al centro del más oscuro mar,
y allí me sostienes tal vez por un segundo
sobre la tumba del horizonte,
debajo de un cielo plateado de gaviotas y acida llovizna.
Sé que no hay tiempo ni lo hubo.
Sé que todo esto ya ha pasado una y mil veces, siempre.
Sé que no hay forma de que ninguna revelación
cambie ya la más minúscula celada.
Pero dime, Padre, dime al menos si alguna vez
antes de elegir todas estas noches,
si al menos una sola vez tuviste miedo de ti y dudaste;
si al menos hubo en tus labios este temblor
de querer saber y no poder,
de poder salvar y no saber cómo,
de soñar un rostro
que del otro lado se te aproxime y te bese
dejándote al menos estar seguro,
a causa de la calidez de sus labios,
que no estas ni muerto ni dormido,
que simplemente esperas
a que un oculto sol que aún no vive
se levante sobre ti y te conduzca
al único lugar del universo
que te es desconocido.
Recuerdo, sin embargo, la certeza
de una paz increada que sale a flote inesperadamente
como un pez que escapa de las profundidades de tu silencio
cuando aquella tarde,
en mitad de una tormenta de arena y espejismos,
mi madre me dio a mascar una encrespada lámina de canela.
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