La temperatura de los medios. Por Ernesto Estévez Rams

 

A comienzo de milenio Umberto Eco rememoraba cómo la radio, cuyas primeras experiencias vivió como un niño durante la Segunda Guerra Mundial, se volvía para el oyente en una experiencia litúrgica. La misma sensación me transmitía mi abuelo cuyo rito diario incluía alguna novela radial y Alegrías de Sobremesa. Antes que llegara el momento de escuchar, en casa podían ocurrir múltiples cosas, pero un cuarto de hora antes del inicio, las disímiles acciones tenían el sumergido propósito de preparar el ambiente para ese momento en que empezaba el programa favorito.

Habiéndome ya graduado de Física en la Universidad, y viviendo en una pequeña casa, apenas teníamos un televisor al cual no prestaba mucha atención y en el dormitorio, un equipo de música que incluía un radio, era el otro medio de entretenimiento electrónico que disponíamos. Se asomaban ya los primeros síntomas del que en breve sería el Período Especial o la crisis económica de los noventa. Para estudiar, como accesorio de concentración, me acompañaba por Radio Ciudad de la Habana, emisora de la capital. De la programación de la estación mi primera aficción fue un espacio popular entre los jóvenes llamado Buenas Noches Ciudad, uno de cuyos anfitriones era el malogrado Camilo Egaña. Digo mal logrado, porque luego se marchó quejándose de que, entre otras cosas, huía de ser ancla del noticiero nacional de televisión, aburrido pero veraz. Con los años terminó siendo ancla de noticieros de otras televisoras, entretenidas pero mendaces. Lo cierto es que Buenas Noches Ciudad era un buen programa que lograba determinada complicidad absorbente. A pesar de estar en un estudio cerrado, los dos animadores describían la noche citadina como si la estuvieran viendo, en comentarios bien elaborados, entre música de buen gusto. Pero el verdadero descubrimiento fue el programa que le seguía, llamado Una historia que contar, dirigido por Sigfredo Ariel. Desde el mismo tema de inicio, el diseño argumental, inteligente y culto te atrapaba en una experiencia que con el tiempo se me volvió adicción. Aún hoy recuerdo oir el tema de entrada cuya cantante nunca identifiqué y que he buscado desde entonces, sin saber además título, infructuosamente. Lo cierto es que dejaba de hacer cualquier otra cosa y el programa, muchas veces escuchado a oscuras, me absorbía y me dominaba el intelecto. Era, lo que Eco describe, tomándolo de Herbert Marshall McLuhan, como la capacidad hipnótica de un medio caliente.

Los medios calientes, describe McLuhan en su obra Entendiendo los medios, son aquellos que saturando un solo sentido, no dejan espacio para la interacción, de ahí su efecto. En su antípodas, los medios fríos ocupan varios sentidos y por eso mismo requieren de la interacción para completar la información fragmentaria que se recibe.

Sin quitarle mérito a la idea, debo acotar que en el caso de mi casa, sospecho que de muchos otros hogares cubanos e italianos, la experiencia de escuchar la radio tenía una componente importante de interacción aunque no fuera con el medio mismo. Primero estaban las conversaciones que mi abuelo sostenía con sus programas favoritos, incluyendo interjecciones, exclamaciones y diatribas; luego, la socialización del acto de oir cuando este no se hace en solitario: los oyentes se hacen preguntas entre ellos, se comentan, se adelantan hipótesis que, al ser confirmadas o rechazadas, son motivo por igual de otras exclamciones y comentarios, seguidos de una nueva ronda de interacción.

El carácter caliente de la radio nunca se hizo más evidente que en la guerra guerrillera en Cuba. Me cuentan abuelos y parientes que la gente, en la parte de atrás de sus casas, bajito para que no se escapara el sonido de la casa, oían absortos, la técnicamente mala señal de Radio Rebelde. Así conocieron los cubanos la figura del Che, una voz de acento argentino que repartía razones, daba partes y adelantaba la verdad sobre las mentiras de los medios batistianos. Así aprendieron a quererlo, en caliente, sobre la radio.

Antes de la imprenta, cuando leer se circunscribía en su amplia mayoría a conventos, quien le daba sentido a los acontecimientos, sobre la base de su autoridad y el monopolio de la lectura que conllevaba al de la memoria colectiva, era la iglesia. Las catedrales se construían para que sus distintos espacios se convirtieran de alguna manera en medios calientes. Los vitrales narraban historias bíblicas desde particulares perspectivas para aquellos que, al no saber leer, dependían necesariamente de otras maneras de recibir la doctrina religiosa. Visitando las iglesias hoy, sobre todo las europeas, uno puede entender cómo esos gigantescos vitrales de colores vivos, imágenes de batallas, muertes, nacimientos, cruces y crucificados, santos y vírgenes, lograba dominar hasta el hipnotismo. Otro medio caliente era el púlpito, esta vez la voz del sacerdote dominaba al intelecto de los feligreses absortos en esa sola función de escuchar. Con la llegada de la imprenta la posibilidad, al menos potencial, de alfabetizar a las masas surgió por primera vez. Si eso se acompañaba de la capacidad de reproducir en serie la palabra escrita, no asombra el susto que se pegó Roma. No podemos culparla, a ningún poder le gusta ceder los instrumentos en los que descansa su autoridad. Otra consecuencia era que la Biblia, que hasta entonces solo era conocida por los laicos a través de los sacerdotes, podía ser leída directamente, sin intermediarios. Si antes el cura podía torcer en su sermón, a conveniencia, lo escrito sin temor a ser sorprendido, ahora la importancia de lo que quedaba impreso de pronto se multiplicaba.

No es que antes dicha importancia no existiese. Después de todo, se pudiera argumentar que la Biblia es el documento político más viejo cuya función perdura hasta el día de hoy, y como tal ha sido reconocido por el propio credo desde sus inicios. Como cualquier documento político, los evangelios han sido reescritos en múltiples ocasiones cambiando pasajes, omitiendo unos y agregando otros en función de las innumerables cambiantes circunstancias sociales, a lo largo de tantos siglos, en que se ha hallado la iglesia católica en el ejercicio del poder.

Si bien tardó alrededor de doscientos años desde Gutemberg hasta que Johann Corolous publicara el primer periódico en 1609 en Estrasburgo, el periódico se tornó en el medio de masas más influyente y así perduró hasta el mismísimo siglo XX. La lectura de los diarios, al comienzo, era reservada en buena medida a los hombres, por supuestos letrados, y por tanto casi exclusivamente a estratos por encima de los más humildes: excluye a campesinos y obreros. La inmersión en la experiencia diaria de leer las noticias se volvió icono de respetabilidad. Con el tiempo la democratización que implicó la accesibilidad del propio medio por su bajo costo y la extensión de los alfabetizados, lo hizo en instrumento esencial de lucha para los más desfavorecidos. Herramienta que protagonizaba sus propias batallas de enfrentamiento entre los que servían a los poderes y los que servían a los explotados.

Interacción casi nula con la noticia que se leía, captura de un solo sentido, dominio intelectual. Definitivamente un medio caliente.

El poder de la prensa no se reveló tan explícitamente, en este hemisferio, hasta que William Randolph Hearst, The Boss, lo utilizó atinadamente para promover la intervención de los Estados Unidos de América en la guerra de independencia de Cuba. Es bién conocido cómo el magnate, en competencia feroz con su rival Pulitzer, vendió con tal intensidad la voladura del Maine hasta que logró la declaración de guerra. Con la intervención norteamericana en Cuba, no sólo se estrenó la vena imperialista de Teddy Roosevelt en un ensayo de lo que luego haría en Panamá, sino que otro estreno fue el reportaje fílmico de guerra. Un nuevo medio caliente.

Hasta el principios del siglo XX el dibujo era el recursos gráfico por excelencia de los periódicos. Algunos llevado a un nivel tremendo. De los dibujos se valió Hearst para reafirmar el mensaje sensacionalista de sus reportajes, las más de las veces mendaces, sobre la guerra de independencia en Cuba. Particular impresión causó aquél donde se dibujaba la supuesta revisión, hasta la desnudez, que los españoles realizaban de las visitantes norteamericanas que llegaban en barco a la isla. Pero, de acuerdo con McLuhan, los dibujos requieren, por la falta de detalles, que el receptor imagine y complete la escena por sí mismo, esa interacción lo descalifica como un medio caliente, limitación que es superada por la fotografía.

Es en el campo del arte y de su prostituta, la publicidad, donde la fotografía despliega más amplia su capacidad absorbente, pero no es allí donde se realiza en todo su lenguaje. Contrastemos cualquier fotografía de publicidad con el dramatismo capturado por Robert Capa en la guerra civil española. Y si aún allí, la fotografía todavía en su infancia, no resulta claro, el propio trabajo de Capa en el frente del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial agrega munición al argumento. Que el personaje principal de Por quién dobla la campana se llame Robert, y que Capa haya sido amigo de Hemingway en esa misma etapa, quizás no sea coincidencia. Pero aún cuando Capa ha sido reconocido por muchos el fotógrafo de guerra más grande de todos los tiempos, la foto del siglo, de acuerdo a numerosos catálogos y especialistas, no salió de su lente. El honor le correspondería a un fotógrafo tropical, entrenado como profesional de la moda y devenido en cronista visual del hecho telúrico que se demostraría más tarde como esencial en la definción de la segunda mitad del siglo XX. Al capturar al Che con mirada dura y profética, contrastando con un fondo de cielo nublado, Korda no solo creó la imágen icónica más famosa de la centuria, sino que reafirmó el poder incendiario de la fotografía.

Mientras Capa capturaba la imagen del Soldado Chino, como documento visual que anunciaba formalmente la fotografía de Korda, los noticieros cinematográficos que combinaban por primera vez, radio, fotografía y mucho más, se volvían los medios calientes por excelencia. Esos noticieros bebían de la experimentación de Charles Pathé que estrenó el subgénero en 1908 de manera silente y que luego se volverían en los legendarios noticieros Pathé, en sus distintas variantes y derivados, a ambos lados del Atlántico.

El ambiente favorable del cine para la inmersión sensorial en una imagen sonora y animada, proyectada en tamaño monumental le dieron ventaja discursiva al noticiero fílmico. El cine sigue siendo hoy un secuestro voluntario del asistente que decide suspender por espacio de unas horas, toda interacción que no sea la recepción hipnótica de la imagen proyectada.

Si a un Capa le correspondió en el trópico un Korda, a un Parthé le correspondió, en la misma geografía, un comunista llamado Santiago Álvarez. Santiago es la rara alquimia de un funcionario venido a cineasta genial a dedo, por obra y gracias de Alfredo Guevara, quien le dijo que había imaginado un noticiero distinto y que el hombre que lo realizaría sería el. ¡Raras alquimistas son las revoluciones! Narra Carlos Tena la experiencia absoluta de “ese cuarto de hora de inmenso cine” al ver la proyección de Now y de LBJ, donde “el silencio sepulcral” fuera roto por su abrazo conmovido al autor. Como alguna vez dijo Silvio, “Santiago es un hombre que merece amor”. Definitivamente, en manos de Santiago tenemos un medio tan caliente que quema… fundando.

La denominación de medio frío no es una buena traducción del inglés, McLuhan evitó usar el término cold media, y con propósito le llamo cool media. El cool viene a significar lo que esta palabra carga en su uso en el jazz. La televisión es el arquetipo de cool media, fragmentaria, espasmódica, hiperkinética, su espacio brinda la capacidad potencial de interacción constante, aunque solo sea por el hecho, potente, de que el vidente puede cambiar de canal cuando desee y resintonizar los sentidos a otro argumento totalmente ajeno al primero sin salirse del medio. Actividad por demás equizofrénica y adictiva. Agréguenle que su contexto es, por lo general, el hogar, donde otras tantas interacciones pueden y se hacen múltiples con el interlocutor, que no puede sustraerse de ellas o no quiere. La televisión fue el inicio del paso irreversible del peso de los medios calientes hacia los frios. Con la televisión desplazando los otros tradicionales instrumentos de comunicación, se perdía en ella la experiencia litúrgica que mi abuelo sentía por la radio. Desde entonces los cool media han llevado la voz cantante hasta las redes sociales digitales de hoy. Dejaré incompleta esa idea para otra ocasión, solo digamos que cualquier tiempo pasado no fue mejor, fue distinto. Lo demás es pensamiento antidialéctico.

Hay un último medio que McLuhan clasifica como caliente, la conferencia, que tomado de manera más amplia incluye en ella la oratoria. Este es el más antiguo de todos ellos, desde los discursos de Pericles en el ágora ateniense o las lecciones de Sócrates a sus discípulos incluyendo un ávido Platón, o Aristóteles enseñando a un joven Alejandro. Oratoria fue la que usó el literalmente mítico Moises para convencer a su pueblo, o el, por igual, literalmente mítico Jesus desde la montaña. La oratoria en todo su desborde hipnotizante de Martí frente a tabacaleros o veteranos de la guerra grande. La oratoria criminalmente demagógica de un Hitler o breve, movilizadora, eficaz de un Churchill imperial, racista y patriota. La oratoria remoralizadora de un D’Gaulle capaz de sacar a los franceses del estado de prostración en que los dejó la derrota y un Vichy. La oratoria incisiva de Malraux, contradictorio frente a la condición humana como muchos seres descomunales. La oratoria bella de Eusebio haciéndonos vivir, con el poder de la palabra, el pasado frente a nuestros ojos.

La oratorio bien llevada, no la de Gorgias a la que se opuso Sócrates, y Martí, es un arte mayor. Y claro está, el verbo sin sombra, que define, explica conceptos y demuestra teoremas. El verbo como látigo, el verbo como relámpago, el verbo absorbente, el verbo hipnótico, el verbo único, el verbo caliente: la oratoria de Fidel.

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5 Responses to La temperatura de los medios. Por Ernesto Estévez Rams

  1. Maño says:

    Que bien Ernesto, ha sido un gusto leerte.
    Un abrazo

     
  2. Ernesto Estevez Rams says:

    Abrazo a ti Maño !

     
  3. Edwin Pedrero says:

    Ernesto, gracias por este regalo de amplia y profunda reflexión. ¡Vaya sapiencia y cultura en contenido y forma! Magistral manera de ceñir “la pluma a la mano como el machete al cinto”.

     
  4. Annalie says:

    Me encanto leer tu punto de vista, reafirmo la admiración que siempre he sentido por ti, un beso grande

     
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