El presente texto se publica por el Día de la Prensa Cubana y es parte de un libro de memorias del autor sobre su experiencia como periodista en la República Dominicana.
Pistolas vacías
Al colgar el celular, se me juntaron la sorpresa y la incertidumbre: -¡Al fin encontré trabajo! me dije. Llevaba semanas repartiendo currículos impresos por todas las casas productoras y agencias de publicidad de Santo Domingo, todas las que pudiera interesar dar empleo a un cubano egresado de Medios Audiovisuales del Instituto Superior de Arte de La Habana.
Lamentablemente quien te recibe en esos casos casi siempre es el mismo creativo o jefe de producción, o sea un ejecutivo intermedio que se ve inmediatamente amenazado por tus credenciales, las páginas de tu currículo, o hasta por el color de tu piel. Con frecuencia tu CV queda olvidado en una gaveta e incluso directo a la papelera y nunca llega a manos del dueño o el director de la empresa.
Pero ahora me llamaban de la casa productora de uno de los programas más vistos de la República Dominicana. No había pasado por ahí, pero al parecer la productora general y propietaria estaba buscando a alguien y una amistad le comentó de mí.
A la mañana siguiente me presenté en las oficinas de la empresa audiovisual, ubicadas en los bajos del edificio de un canal de televisión, cerca del beisbolero Estadio Quisqueya.
El programa se transmitía todos los sábados en la noche, era una revista informativa sobre actualidad nacional. Un grupo de periodistas trabajaba frenéticamente durante la semana para emitir durante una hora y media estelar, 8 reportajes, varias secciones fijas, y 7 cortes publicitarios.
Las temáticas iban desde pugnas electorales, hechos violentos, historias del narcotráfico, hasta la especialidad de la casa: Cada semana algún escándalo de corrupción era destapado por la emisión.
Como se estila, la empresa productora compra al canal el tiempo de trasmisión y vende la emisión de publicidad, el canal por su parte pone también sus anuncios contratados.
Salí de la entrevista siendo el Productor del programa, algo así como el jefe de redacción de un equipo de 5 periodistas, más personal técnico y de apoyo. También con la incógnita en mi cabeza de que le había pasado a mi antecesor, pero que no me atreví a preguntar.
Solo pedí una condición, aunque mi función no lo exigía realizaría yo mismo uno de los reportajes semanales- no quería quedarme todo el tiempo detrás de un buró- a lo que la propietaria aceptó encantada.
Un par de días después estaba junto a un grupo de periodistas y camarógrafos para una rueda de prensa en el Palacio de la Policía Nacional. Me acompañaba, además de nuestro operador de cámara, una periodista del programa que haría preguntas sobre un caso de los tantos que ocurren a diario. Yo había concertado, luego de la rueda de prensa, una breve entrevista con el vocero de la Policía para el primer reportaje que se me había ocurrido: Algo sobre la poca disponibilidad de forenses y criminalistas, lo que hacía que los cadáveres en las escenas del crimen pasaran horas antes de ser recogidos y las evidencias recolectadas.
Antes había entrevistado a un fiscal que me explicó que cuando llegan las autoridades, ya la escena y los cadáveres han sido ¨limpiados¨ por los vecinos del lugar: Dinero, prendas, droga, todo desaparece, incluyendo pistolas si las hay, cuyo valor según el modelo, llega a ser de entre 500 y 800 dólares en el mercado negro.
Este reportaje sobre la escasez de forenses y criminalistas me dio ideas para continuar con uno dedicado al tráfico de armas de fuego entre República Dominicana y Haití, y su acompañante poco mencionado, el tráfico de municiones. El análisis de estos temas eran inéditos en los medios dominicanos y en poco tiempo algunos integrantes del equipo consideraban que yo estaba demente.
La rueda de prensa y la entrevista posterior transcurrieron plácidamente hasta que el celular del oficial que fungía como vocero de la Policía sonó súbitamente, detuvimos la grabación y contemplé los entorcados, condecoraciones e insignias prendidas de su chaqueta mientras lo escuchaba hablar con pocas palabras.
Colgó diciéndonos: -¡Se han puesto de suerte!, acaban de capturar a unos narcotraficantes fugitivos y debo ir hasta el lugar de los hechos, pueden acompañarme…
Desmontamos cámara y luces, para alcanzarlo en el parqueo del edificio cuya arquitectura era casi idéntica a la del Cuartel Moncada.
El Toyota 4×4 del vocero atravesó la ciudad seguido por nuestro auto a corta distancia. Poco después estábamos en una zona marginal que se extendía tras el Hipódromo Quinto Centenario. El paisaje cambió de golpe y el carro apenas podía rodar sobre un terraplén inundado que nos llevó hasta el mencionado lugar.
Al bajar me lamenté por mis zapatos nuevos, que me acababa de comprar con parte del dinero que me quedaba como una inversión para ejercer el empleo, mientras me remangaba la camisa intentando disimular el contraste algo ridículo de mi vestuario con el lugar. Caminé sobre el fango como pude observando dónde estábamos, un barrio tipo ¨llega y pon¨ con casuchas de zinc y madera. Una de las dos únicas estructuras de ladrillo eran el colmado -una bodega donde los habitantes compran lo que pueden comer cada noche con los pocos pesos hechos en el día -cuyo producto estrella es el alcohol. La otra era la banca de apuestas, dónde cada día los pobres gastan lo que le quitan a sus estómagos y al de sus hijos para comprar el ticket que los mantiene soñando con la suerte.
Casi patinando llegué a distinguir una tercera estructura de bloques con un gentío a su alrededor. Se veían otros autos de canales de televisión y prensa escrita. Así como algunas camionetas de la Policía. Era una especie de galpón, una nave rectangular con techo de tejas sobre paredes de bloques sin repellar y el piso de tierra.
Me abrí paso entre cámaras y fotógrafos. Ante el portón había parqueado un van de Medicina Legal. El interior del vehículo era un espacio vacío cuyo piso acanalado daba la impresión de que había sido lavado muchas veces.
Del fondo oscuro de la nave venían saliendo los forenses, con uno de los cuerpos sobre una plancha de aluminio. Un policía frente a mí, contuvo a los camarógrafos que se movieron inquietos ante la llegada.
Doblados por el peso que llevaban. Los portadores dejaron caer la plancha, dejando una nueva ralladura sobre el piso del van. La cabeza del cadáver se movió al caer como si estuviera negando alguna pregunta. Iba en calzoncillos, y entre el pecho y el abdomen, podían verse de un oscuro rojinegro cuatro agujeros de entrada.
Mientras lo acomodaban para dejar espacio a los que ya traían detrás. El vocero, con la macabra escena de fondo, comenzó a relatar la versión oficial de los sucesos. ¨La fuerza pública llevaba varias semanas tras estos criminales, que se hallaban prófugos por el delito de narcotráfico, pero finalmente fueron localizados ocultos en este lugar. Lamentablemente cuando las autoridades intentaron detenerlos respondieron con disparos, por lo que no quedó más remedio que responderles y en el intercambio resultaron muertos¨.
Al terminar la explicación, ya los cuatro cuerpos yacían uno sobre otro. En un giro de la representación, la atención de la prensa se centró en las armas que un oficial exhibía sonriente. En varias bolsas de nylon transparente pude ver una pistola plateada 9 mm, un revólver y un par de pistolas más.
Ya en ese momento tenía mi cabeza llena de interrogantes: ¿Si había sido un intercambio, donde estaban los casquillos disparados? La pistola se veía sin cargador, el revolver vacío. ¿Por qué los cuatro estaban en calzoncillos? ¿Dónde estaba la ropa? ¿Por qué no dejaban entrar a la prensa al interior de la nave?
Pero nadie hacía esas preguntas, todos los periodistas parecían movidos por la costumbre de lo repetido cientos de veces. Fotografiar, escuchar, anotar lo que diga el vocero como un dictado. No había equipo de criminalística, ni expertos en balística. La escena no sólo estaba siendo limpiada, sino cubierta por las decenas de pisadas de policías y periodistas. No había más nada que preguntar, ni nada más que investigar. Estaban muertos y punto. Y eran narcos. Era lo único que había que saber.
El oficial de las pistolas mantenía la exhibición, con marcado interés, pero al mismo tiempo con cierta distancia. Su imagen me recordó aquellas fotos policiales en las Bohemias de los 50. La asociación fue inevitable.
Luego en el auto, de regreso entre el tráfico del mediodía, pregunté al chofer y al camarógrafo que pensaban de lo ocurrido ahí. -¨Vainas de narcos y policías. No pagaron lo que les toca y les dieron pa´abajo ¨ -¨Lo mismo de siempre¨. Les comenté las preguntas que antes me habían asaltado. -¨ ¿Oye tú esa vaina, dique peritos, balística,… tu no estás entendiendo, e?¨.
-¨Ni pienses en eso, uno va anota lo que dicen, hace el reportaje y punto… y no te sorprendas si las mismas pistolas esas, las vuelves a ver otro día¨- me dijo la periodista a mi lado.
¨ Uno hasta se las aprende de memoria…era la plateada ¿no?¨-preguntó el chofer.
La reportera iba a responder que sí, pero el camarógrafo la interrumpió para advertir que no había podido grabar mucho porque se le agotó la batería. A mi lado la colega respondió que no se preocupara, que llamaría uno de los camarógrafos de los noticieros para conseguir más. Solidaridad de gremio.
Llegaba el mediodía de mi primer día de trabajo bajo la libertad de prensa, mientras por nuestro lado pasaban veloces varias camionetas con sus logos de canales de televisión. El apuro estaba justificado. Eran casi las 12:00 y las noticias salían a la 1:00.
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Como se desprende del artículo, el reino de la libertad de expresión es también el reino de la impunidad y la manipulación. Tendríamos que preguntarnos en qué medida el modelo de libertad de expresión aquí existente es causa y en que medida es efecto de la impunidad y manipulación que les caracteriza.
La libertad de expresión podría ser un derecho ilimitado y sin cortapisas si la información no tuviera un efecto contagioso sobre otras personas, en especial cuando se transmite desde determinados aparatos o tribunas en sociedades estructuradas en clases sociales donde una de ellas, censalmente minoritaria, goza de privilegios que pretende mantener y ampliar.
Como la información tiene un efecto contagioso sobre otras personas, quienes vivimos en sociedades estructuradas en clases sociales (en que la minoría privilegiada ha construido un oligopolio para que su información tenga carácter totalitario y determinante sobre el imaginario colectivo) deberíamos hablar menos de libertad de expresión y más del derecho a una información veraz.
Más bien deberíamos considerar uno de los mayores flagelos (si no el mayor) el concepto de libertad de expresión imperante ya que se ha convertido es un espacio de impunidad desde el que se manipula la conciencia de la gente y se chantajea a las instituciones que deben velar por los derechos humanos y la seguridad jurídica a la hora de aplicar el derecho de forma objetiva e imparcial.
Lo podemos apreciar en el presente artículo: los periodistas son testigos de primer orden de que se trata de un ajuste de cuentas de la policía, en componendas con los narcotraficantes para garantizar la seguridad en el cobro de la droga y las mordidas. Sin embargo, se limitan a contar lo que les transmiten los voceros de un sistema cada día más controlado por el crimen organizado, en la medida en que las grandes corporaciones e intereses del crimen organizado van ganando posiciones hegemónicas en el oligopolio mediático y sus vasos comunicantes.
Cuanto más consintamos la impunidad y manipulación de los grandes medios, mayor va a ser el poder y control del crimen organizado sobre las instituciones y nuestras vidas ya que, al ser más lucrativo y disfrutar de opacidad y accesibilidad total a la propiedad de los medios mediante la compra de acciones, va ganando posiciones cada día que pasa. No hay más que fijarse en lo poco efectivas y ambiciosas que han sido las pocas leyes que, en nombre del derecho a una información veraz, han intentado regular y controlar a los medios y la virulencia que estos emplean cuando se cuestiona su poder y la cobertura que prestan a la impunidad y las grandes corporaciones, como sería el caso de Rafael Correa e Ecuador y Cristina Fernández en Argentina, a los que se pretende inhabilitar ahora convirtiéndolos en nuevos presos políticos de la Santa Inquisición neoliberal, en que se ha convertido el poder judicial.
En la lucha de clases imperante en el mundo capitalista, donde las técnicas de persuasión tienen un poder absoluto y determinante, el objetivo número uno para las mayorías humildes debe ser el cambio del paradigma hegemónico, en que estas carecen de instrumentos de autodefensa en la arena política, dejándose arrollar por el enemigo y sus perversos intereses. O intentamos encontrar el modo de garantizar el derecho a una información veraz o la solución tendrá que ser dotarse de instrumentos de clase comprometidos, denunciar que no existe la mediación social independiente ( basta con conocer a sus propietarios), garantizar la máxima participación social en la creación de opinión y que gane el mejor.
Quisiera aclarar que por crimen organizado no solo debemos entender las actividades clásicas de grupos que actúan al margen de la ley (tráfico de drogas, armas, prostitución) sino todas las que cuentan con la complicidad y/o colaboración de los poderes públicos para maximizar sus intereses lucrativos a través de toda clase de abusos sobre los derechos, el patrimonio de las personas y las leyes, dentro y fuera de sus fronteras, como sería el caso de la economía de guerra, de la enfermedad, el agronegocio, el sector energético o el financiero. En general, el neoliberalismo es un modelo diseñado para el éxito del crimen organizado con la des regulación, la evasión y desgravación fiscal de las rentas altas, ka conversión de derechos en mercancías y su privatización o la globalización. En todo ello, la colaboración de los estados es máxima, auto destruyéndose y prestando máximo apoyo a las grandes corporaciones dentro y fuera de sus fronteras.