Sin otra ocasión
Te dirán que aferres los buenos o serenos momentos
como a dioses; que los retengas muy adentro
cuanto puedas, y una vez allí reunidos
como endebles flores de cedro que un niño
ha recogido con inocente codicia,
se los entregues a tu alma, a quien rogarás
que los aferre y los cuide por ti del aire,
del infierno, de la esperanza y de la luz,
¡incluso de la luz!, y que aguante así su honda
y sabia respiración lo más que pueda,
para preservarlos, porque solo ella podría alargar
la silvestre vida de los minutos sagrados que se escapan.
Comprobarás, sin embargo, que ni siquiera ella
logrará retener el aliento lo suficiente
como para que no se le muera enseguida
aquel puñado agónico de instantes, asfixiados
casi de inmediato —quizá incluso más de lo normal—,
precisamente a causa de ese único y desesperado
intento de salvación que le estaba permitido concederles.
“ni siquiera ella (el alma)
logrará retener el aliento lo suficiente
como para que no se le muera enseguida
aquel puñado agónico de instantes”
Cabría más dolor? Habría algo más terrible? Ni siquiera la muerte!