Por su penetración en aspectos esenciales de la lucha ideológica contemporánea, solicité al compañero Atilio Borón este trascendente ensayo publicado en el Nº 291, (Abril-Junio de 2018) de la revista Casa, que él ha tenido la deferencia de enviarnos.
A casi cien años de la Reforma Universitaria es evidente la necesidad de librar una nueva batalla contra el saber convencional, las cátedras vitalicias, los dogmas presuntamente científicos y la ortodoxia en las ciencias sociales, tal como la libraran los jóvenes cordobeses en 1918. Nos atreveríamos a decir que esa batalla es más actual hoy que ayer, cuando el «pensamiento único» que amalgama posmodernismo con el individualismo neoliberal se ha instalado con inusual intensidad en las humanidades y las ciencias sociales. Las últimas se encuentran sumidas en una crisis sin precedentes, y no sería exagerado decir que se enfrentan a una crisis terminal. La única ruta de escape a esta crisis reside en la refundación de las ciencias sociales sobre una nueva base, tema que hemos abordado en otro trabajo.[1]
Ahora bien, la necesidad de esta tarea brota no solo del ámbito de las ideas y de la academia, sino como una necesidad práctica de una humanidad que está en peligro, como lo afirmara con su habitual clarividencia Fidel en su célebre discurso en la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro en 1992. El mundo amenazado por la debacle ecológica, el holocausto social del neoliberalismo y la posibilidad de una guerra termonuclear requiere más que nunca de los aportes de una mirada crítica y profunda. ¿Será posible concretar este imprescindible proyecto de renovación teórica en el seno de la academia? Mi respuesta, la de un hombre formado desde muy joven en el mundo académico, es pesimista. Y esto se debe a que las universidades y los centros de investigación –regidos por los cada vez más intrusivos e inflexibles códigos de las burocracias internacionales como el Banco Mundial desde finales del siglo XX– han sufrido un proceso involutivo que las hizo refractaria a todo pensamiento crítico, a toda heterodoxia, y que solo admite, respalda y promueve a quienes, con razón y mucha ironía, el gran dramaturgo español Alfonso Sastre denominara «intelectuales bienpensantes». Es decir, gentes a las que jamás se les pasaría por la cabeza tener la osadía de desafiar los saberes establecidos y los poderes que sobre ellos se levantan. Más concretamente, tener la valentía de nadar a contracorriente y decir que el capitalismo –al igual que el imperialismo, su necesario corolario– es un sistema histórico, que su desaparición si bien no inminente es inexorable, tal como ocurriera con los modos de producción que lo precedieron, y que de seguir por este sendero el mundo tal cual está o cambia radicalmente o se encamina hacia su propia ruina.
El desdén (o la sospecha) en relación al pensamiento crítico en el mundo académico no es nuevo en las ciencias sociales «reformateadas» a partir de fines de la Segunda Guerra Mundial cuando la tradición sociológica europea fue recepcionada y radicalmente reconstruida en los Estados Unidos. Lo prueba el incisivo diagnóstico que el eminente profesor de Harvard Barrington Moore hiciera durante el apogeo de la revolución conductista en las ciencias sociales que conquistó las ciencias sociales en la década de los cincuentas del siglo pasado. Solo que en los años posteriores las tendencias por él precozmente avizoradas no hicieron sino proliferar de manera incontrolada. Leamos lo que escribió en aquel momento:
cuando cotejamos el grueso del pensamiento contemporáneo con el de figuras importantes del siglo XIX afloran varias diferencias. En primer término, el espíritu crítico prácticamente ha desaparecido. En segundo término, la sociología moderna, y quizás en menor medida también la ciencia política, la economía y la sicología modernas, son ahistóricas. En tercer término, la ciencia social moderna tiende a ser abstracta y formal. Cuando se trata de investigar, la ciencia actual despliega un considerable virtuosismo técnico. Pero ese virtuosismo ha sido conquistado a expensas del contenido. La sociología moderna tiene menos que decir acerca de la sociedad que la de hace cincuenta años.[2]
Por eso es que nos parece urgente y necesario entablar una discusión en torno a la situación actual de las universidades y su capacidad, o no, de fomentar el desarrollo del pensamiento crítico.
Conviene aclarar, para evitar equívocos, que aquí no se trata de un ejercicio meramente retórico, y mucho menos academicista. Cuando hablamos de pensamiento crítico nos referimos a algo que, definitivamente, no comienza y mucho menos termina en la torre de marfil de la academia. El fortalecimiento y aliento al pensamiento desafiante y contestatario, no convencional, tiene orígenes diversos en la práctica social. La academia podría ser uno de sus ámbitos, pero definitivamente no ha sido el más importante. Basta con recordar que, hablando de la tradición del pensamiento socialista, Karl Marx jamás enseñó en una universidad, que Friedrich Engels fue enteramente autodidacta y no tomó cursos en la universidad, y que ni V. I. Lenin, Karl Kautsky ni Antonio Gramsci –para mencionar unos pocos casos aislados– fueron admitidos a los claustros profesorales. A Rosa Luxemburg sí la aceptaron, solo para ser expulsada poco tiempo después. En 1905, y saliendo del ámbito de las ciencias sociales, Albert Einstein publicó su teoría de la relatividad cuando era un empleado en la Oficina de Patentes de Berna, completamente desconocido en la profesión y al margen de la vida universitaria suiza. Solo después de su revolución teórica en el campo de la física se le abrieron las puertas de las casas de altos estudios. Sigmund Freud solo marginalmente estuvo vinculado a la universidad. En 1885 fue nombrado Privatdozent de la Facultad de Medicina de Viena, en donde enseñó a lo largo de toda su carrera sin acceder a ninguna cátedra y cobrar un salario como profesor. La misma suerte corrió Charles Darwin, cuya teoría sobre el origen de las especies le ganó el escarnio del saber establecido de su tiempo y sus custodios, quienes jamás lo invitaron a integrarse a la universidad. Es decir que los cuatro gigantes imprescindibles del pensamiento contemporáneo, sin los cuales no podemos pensar al mundo: Marx, Darwin, Einstein y Freud, no produjeron sus grandes teorizaciones al interior de la academia sino puertas afuera. Lejos de ser una anécdota, es un dato harto significativo para calibrar la tolerancia de la universidad en relación al pensamiento innovador, iconoclasta por momentos.
Hasta donde sabemos tampoco transitaron por los claustros universitarios José Martí y José Carlos Mariátegui y considerando el caso argentino, lo mismo ocurrió con Arturo Jauretche, Héctor P. Agosti, Ricardo Scalabrini Ortiz y John William Cooke. Y, sin embargo, gran parte del pensamiento crítico de nuestro tiempo se originó en estos autores, a los cuáles, por supuesto, hay que agregar el inmenso legado teórico dejado por el comandante Fidel Castro Ruz y por Ernesto Che Guevara, quienes jamás se propusieron enseñar en la universidad, y que en caso de haberlo deseado la probabilidad de que hubieran sido admitido a los claustros académicos era igual a cero. Necesitamos, por consiguiente, un pensamiento y una reflexión teórica como la de los personajes arriba nombrados, concebidas para ser herramienta de los movimientos sociales y fuerzas populares empeñadas en la lucha por la superación histórica del capitalismo y la construcción de una buena sociedad. Para quienes hacemos nuestra la Tesis Onceava sobre Feuerbach de Marx y queremos transformar al mundo y no solo interpretarlo, nuestra audiencia preferencial –al menos para los intelectuales públicos– es esa. Es allí donde queremos llegar: a lo que en sus escritos juveniles Marx llamaba «el candoroso suelo popular» que debe ser sacado de su letargo –hoy inducido minuto a minuto por la expansión de los medios de (in)comunicación de masas– por el «rayo del pensamiento» para que se movilice en pos de la construcción de una nueva humanidad. Lejos estamos de menospreciar el debate al interior de las cuatro paredes de la academia, cuando tal cosa ocurre (¡pero cada vez con menos frecuencia debido a la creciente homogeneización del pensamiento aceptable en los claustros!). Pero estamos convencidos de que si algo podrá profundizar y enriquecer nuestra perspectiva crítica sobre la sociedad actual y sobre el proyecto emancipatorio que imprescindiblemente necesitamos será, ante todo, producto del permanente diálogo con los agentes sociales del cambio más que los anodinos debates seudoteóricos librados en las revistas especializadas de las ciencias sociales o, peor aún, en ámbitos supuestamente vinculados a la praxis política, como partidos o agencias gubernamentales, fáciles presas de las modas intelectuales de nuestro tiempo.[3]
Académicos e intelectuales
Llegados a este punto es preciso aclarar los términos axiales de esta presentación. En efecto, existen grandes diferencias entre un académico y un intelectual, sobre todo una variante de éste: el «intelectual público». No todo académico es un intelectual, ni todo intelectual es un académico. El gran pensador palestino Edward Said definía así las cosas: «un intelectual es alguien que plantea preguntas molestas, que confronta toda ortodoxia y todo dogma y que, presumiblemente, no será fácilmente cooptado por gobiernos o corporaciones». Ese personaje, continúa Said, «siempre tendrá una opción: o bien ponerse del lado de los más débiles, los olvidados, los ignorados, los que no tienen voz, o hacerlo junto a los más poderosos.»[4] La vibrante exhortación de José Martí; “de pensamiento es la guerra mayor que se nos hace: ganémosla a pensamiento” y su vocación de echar su suerte junto a los pobres de la tierra es un clásico ejemplo de la actitud que debe tener un intelectual crítico y revolucionario.[5] En su Apología Sócrates define con precisión lo que hoy denominaríamos la misión del intelectual crítico: «he sido puesto en la ciudad por el dios –aunque este sea un modo risible de hablar– como tábano sobre un caballo noble y grande, pero que lerdo por su mismo tamaño necesita ser aguijoneado.» En línea con todo lo anterior Said, como graduado de Harvard y profesor en la Universidad de Columbia, decía que en los claustros de esas universidades se sentía como un «exiliado». Creo que esa condición describe bastante bien lo que nos ocurre a muchos de nosotros al ver a las universidades –no todas, por supuesto– muy distanciadas de los problemas y desafíos de la vida cotidiana de los pueblos y, sobre todo, dominadas por el pensamiento convencional que se imparte casi sin excepción en escuelas y facultades de ciencias sociales y humanidades. Agregaríamos: convencional y resignado, destinado a convencer a todas y todos de que lo que existe es lo único que puede existir. O sea, tesis de Francis Fukuyama sin enunciarla: la historia ha terminado, ha llegado a su fin.
El intelectual crítico rechaza por completo la validez de las fronteras disciplinarias que han fracturado a la ciencia social. Rechaza también la «multidisciplinariedad», porque cree, por el contrario, en la «unidisciplinariedad», es decir, en un saber integral y unificado que es lo único que permite reproducir, en el plano del pensamiento, la totalidad compleja y siempre cambiante de la vida social en donde las diferencias entre lo social, lo económico, lo cultural y lo político son, como observaba Antonio Gramsci, distinciones metodológicas que no deben reificarse y convertirse en diferenciaciones ontológicas. A diferencia del académico convencional, signado por un ethos elitista que hace que su obra se dirija casi exclusivamente a sus colegas y estudiantes (y ocasionalmente a alguna agencia gubernamental), la audiencia hacia la cual se dirige el intelectual público trasciende esas fronteras, y es la sociedad en su conjunto.
No escribe, como aquel, apelando al lenguaje barroco, oscurantista y lleno de tecnicismos propio de los iniciados –y muy a menudo, en el caso de las ciencias sociales, repleto de innecesarias formulaciones matemáticas– que hace que sus textos solo sean comprensibles para quienes cohabitan con él, o con ella, en el gueto académico. Tal como lo señala Russell Jacoby los «intelectuales públicos» escriben «para ser leídos» por el gran público y con él –con su suerte, diría Martí– están comprometidos. El académico, en cambio, se conforma con que su obra sea escaneada e incluida en el Social Sciences Citation Index o en Scopus, y el único impacto que le interesa es el del número de veces que su paper es citado por sus colegas o sus doctorandos.[6]
El intelectual, por el contrario, trata de comunicarse con los hombres y mujeres de su tiempo, para lo cual renuncia a la pedantería academicista y expresa sus ideas con lenguaje llano e inteligible, lo que de ninguna manera conspira contra la rigurosidad de su pensamiento. Si bien se interesa por las ideas, su interés está puesto en la relación entre estas y el orden social vigente, y entre las ideas y los proyectos que dialécticamente lo cuestionan y pretenden superarlo. El intelectual sabe que su misión más importante es la de ser la conciencia crítica de su época. El papel del académico, en cambio, es reproducir el saber convencional de su tiempo, las verdades consagradas, como subrayara Michel Foucault, por el poder dominante; respetar celosamente las fronteras disciplinarias, publicar en las revistas especializadas de la profesión –por supuesto que bendecidas por el fetichizado referato de sus pares– y reproducir el primado del paradigma teórico-metodológico convencional.
Por eso tiene razón Jacoby cuando afirma que en la academia norteamericana no hay peor insulto para un colega que decir que su trabajo es «periodístico». En la América Latina, dado nuestro acendrado colonialismo, el epíteto se pronuncia con más vehemencia y se aplica a obras que casi con seguridad no serían así consideradas en los Estados Unidos. He sido honrado con ese insulto en innumerables ocasiones, de manera que comprendo perfectamente bien la iracundia de quienes piensan que hay quienes no están dispuestos, con su labor intelectual, a colaborar en el sostenimiento de un orden social que se está viniendo abajo, y abstenerse de decir, como el niño de aquel cuento, que «el rey está desnudo»”. El resultado de esta degradación de la labor intelectual y de la dictadura del saber convencional es la absurda idea de que si un texto está escrito en buen castellano, sin estar plagado de citas, neologismos y palabras inglesas o francesas, o inundado de datos estadísticos, y que incluso pueda llegar a ser de agradable lectura, se está en presencia de una obra carente de rigor, un ensayo o una nota periodística. El supuesto –explícito en las recomendaciones a los autores que pretenden publicar sus textos en la revista oficial de la Asociación Americana de Psicología– es que si un texto es claro y legible es porque es superficial, sin rigor científico; en cambio, si es profundo debe necesariamente ser oscuro y opaco. La simplicidad en el lenguaje y en la presentación del argumento denotan una superficialidad absolutamente inaceptable en el ámbito científico, mientras que la complejidad argumentativa y sus alambicadas manifestaciones literarias señalan la presencia de un razonamiento profundo. La claridad de una argumentación denuncia banalidad y amateurismo; la oscuridad y la impenetrabilidad, profesionalismo y rigor científico.[7] Un doctorando que en su proyecto escriba que «en la vida social los sujetos anarco-deseantes dan origen a textos susceptibles de infinitas y contingentes combinaciones, ninguna de las cuales es verdadera o falsa. Alguna de ellas podría constituirse como un significado flotante capaz de originar una impredecible, caótica e inestructurada sucesión de efímeros acontecimientos constitutivos del tiempo social. Claro está que tal cosa no debe ser confundida con la historia pues esta ya ha terminado. Definitivamente, vivimos en la pos-historia, la pos-verdad, la pos-estructura» y quien eso afirme recibirá las felicitaciones (y probablemente la beca) de su jurado de tesis doctoral, y ser elogiado por la profundidad y agudeza de su formación teórica.[8] Él, o ella, seguramente hará carrera en la universidad y en el sistema científico.
El doctorando crítico pero distraído o ingenuo, que quiere cambiar el mundo sin darse cuenta del poderío de quienes se oponen a tal empresa e inicie el planteo de su proyecto doctoral diciendo que «como es evidente, la lucha de clases es el motor de la historia» será perentoriamente fulminado por los académicos escandalizados ante ese lenguaje simple y «periodístico», y probablemente termine sus días conduciendo un taxi o atendiendo una gasolinera. Me ha tocado ver formas variables de estas dos posturas y, en relación a la última, no deja de sorprenderme cómo todavía hoy académicos supuestamente eminentes repudian el planteamiento de quienes hablan de lucha de clases y rechazan el proyecto de los doctorandos que se atrevan a utilizar el marco teórico del marxismo acusándolo de «antiguo». Marx es antiguo, y por tanto sus enseñanzas no son válidas en el día de hoy, pese a que el capitalismo actual se ha convertido en más marxista que nunca. Estos mandarines de la academia no han logrado todavía establecer una diferencia elemental entre «antiguo» y «anticuado». Claro que Marx es un autor antiguo, pero también lo son Copérnico y Newton. Pueden ser antiguos pero ¿son anticuados? La teorización política de Platón y Aristóteles es muy antigua, sin duda. Pero, ¿diríamos que anticuadas?
Atentos a este criterio no cabe ninguna duda que El Príncipe de Maquiavelo, La República de Platón, la Utopía de Tomás Moro, el
Contrato social de Rousseau, el Segundo tratado sobre el Gobierno Civil de Locke o los Papeles del Federalista son deplorables intrusiones del periodismo en el mundo universitario, para ni hablar del Manifiesto comunista o El Estado y la Revolución de V. I. Lenin. Esta es la razón por la que un crítico cultural de los Estados Unidos, Hilton Kramer, ex editor de la revista católica The New Criterion llegó a decir que «el gran error es identificar a los intelectuales públicos con la academia. La mayoría de los discursos intelectuales más serios no provinieron de la academia. La academia está intelectualmente muerta.» [9]
Resumiendo: Jean-Paul Sartre fue un intelectual; Gilles Deleuze, un distinguido académico. Noam Chomsky y Edward Said representan el infrecuente caso de intelectuales públicos que a su vez enseñan en una universidad. Zbigniew Brzezinski fue un académico de derecha, pero en cierto sentido un «intelectual público» que difundía sus ideas por los grandes medios de comunicación, a la vez que asesoraba a todos los gobiernos de los Estados Unidos desde 1976 hasta su muerte, acaecida en 2017. Intelectuales públicos son, además de Chomsky –a quien con total justicia Roberto Fernández Retamar considera «el Bartolomé de Las Casas de su propio imperio»–, el propio Fernández Retamar, Pablo González Casanova, Darcy Ribeiro, Paulo Freire, Boaventura de Sousa Santos, Eduardo Galeano, Alfonso Sastre, Arundhati Roy, Tariq Alí y Rossana Rossanda, y antes que ellos José Martí, entre otros.[10] Algunos fueron o son profesores universitarios. Pero lo que no los convierte en académicos es que ninguno aceptó permanecer encerrado en sus claustros, escribir solo para sus pares, enseñar solo a sus alumnos y realizar sus trabajos intelectuales siguiendo el rígido formato instituido en la academia.
El mundo de la academia –y las universidades son sus principales bastiones– es un mundo de «disciplinas» sociales rígida y artificialmente separadas; de carreras que ofrecen conocimientos fragmentados y, por tanto, inútiles para capturar la complejidad de la vida social; de interminables evaluaciones de informes y proyectos a cargo de «pares» que valoran la tarea de sus colegas en función de estrechísimos criterios disciplinarios y burocráticos, y en no pocos casos esgrimiendo el instrumental del análisis de «costo-beneficio» como si este fuera un método adecuado para apreciar la fecundidad de un pensamiento. Desgraciadamente, la academia se ha convertido en un gueto separado del resto de la vida social, en un mundo que no acepta como válido sino el estilo de trabajo y los contenidos que derivan del paradigma teórico-metodológico dominante, no por casualidad desarrollado en el centro del imperio y cuya crisis es más que evidente por doquier. Jacoby nos recuerda que este paradigma impuso una forma de comunicación: el paper, con su rígida estructura: «Abstract» o «Resumen», en lengua vernácula, pero también necesariamente en la lingua franca de nuestra época, el inglés. Luego viene una Introducción en donde se presenta el problema y los antecedentes bibliográficos del caso. Enseguida, una sección dedicada a la Metodología, otra donde se presentan los Resultados y, finalmente, una breve Discusión de los hallazgos y las conclusiones del paper. Las teorías e hipótesis aceptables están muy claramente estipuladas, y el juicio de los pares será inapelable. Gracias a la ausencia de esta plaga –hablamos del juicio de los pares– la ciencia pudo pegar grandes saltos: Einstein, Freud, Marx, Copérnico y Darwin pasaron a la posteridad debido a que sus audaces rupturas teóricas y metodológicas no fueron silenciadas y condenadas al ostracismo por sus pares, celosos guardianes del pensamiento dominante.
La academia rechaza, por tanto, al intelectual, es decir, a quien traspasa con su pensamiento universal las absurdas y caprichosas fronteras disciplinarias que separan la sociología, la ciencia política, la antropología, la economía y la historia, como si en la vida real de los pueblos y las naciones la sociedad, la política, la cultura, la economía y la historia fuesen «cosas» separadas o compartimientos estancos que pudieran ser inteligibles en su espléndido aislamiento. ¿Que más artificial y artificioso que la separación en «departamentos» disciplinarios que terminan por des-educar a nuestros estudiantes, convirtiéndolos en nuevos bárbaros del conocimiento? Weber, Marx y más cercanamente Schumpeter, y posteriormente Chomsky fueron sociólogos, economistas, historiadores y politólogos, todo a la vez. Martí es otro caso extraordinario: poeta, escritor, historiador, analista político, sociólogo, periodista, y Fernández Retamar es poeta, ensayista, crítico cultural, historiador y sociólogo. González Casanova es sociólogo, politólogo, historiador y ensayista. Tariq Alí es dramaturgo, cineasta, escritor, politólogo e internacionalista. La grandeza de sus legados tiene que ver con eso que Albert Hirschman, más intelectual que académico, llamó «el arte de traspasar fronteras».
Intelectuales críticos y conservadores
La reflexión precedente nos obliga a introducir un par de clarificaciones. En primer lugar, que sería un grave error suponer que indefectiblemente los intelectuales se identifican con el pensamiento crítico y los proyectos emancipatorios. Hay otros que se convierten en portavoces del formidable aparato propagandístico de la derecha, una hidra no de siete sino de setecientos cabezas que envenena a diario la conciencia de la población mundial. Octavio Paz, por ejemplo, fue uno de los mayores intelectuales latinoamericanos. De posturas críticas, a veces lindantes con el anarquismo en su juventud, fue lentamente involucionando en una dirección que con el correr del tiempo habría de desembocar en una escandalosa adhesión «desde afuera» al PRI y la «dictadura perfecta» que (al decir de su amigo Mario Vargas Llosa) aquel encarnaba precisamente cuando arrojaba por la borda lo poco que le quedaba como herencia de la fallecida Revolución Mexicana y se convertía en el agente de la restructuración neoliberal y neocolonial de México. Proceso que, debiera recordarse, pese a su signo reaccionario y a constituir un verdadero festival de corrupción y de desembozada subordinación a la dominación norteamericana, pudo contar con la invalorable colaboración de Paz como su principal «intelectual orgánico», propagandista y articulador de amplios consensos internacionales.[11] En esta labor, el celo desenfrenado puesto poco después de la implosión de la Unión Soviética en reunir en México a los sedicentes «campeones de la libertad» que de todo el mundo acudieron para celebrar el acontecimiento y, de paso, dotar de legitimidad a un gobierno como el de Salinas de Gortari que había robado escandalosamente las elecciones al candidato del PRD, Cuauhtémoc Cárdenas, deshonra irreparablemente los últimos años de Paz. Ejemplo similar, aunque de menor gravitación, ofrece en nuestros días Mario Vargas Llosa, otro notable escritor y destacado intelectual que tras un primer coqueteo con la izquierda y la Revolución Cubana se pasó rápida e inescrupulosamente –y sin las sutilezas intelectuales y las iniciales ambigüedades políticas de Paz– a las filas de la reacción y el imperialismo. Como muchos de los de su bando (en esto Paz era un poco más cuidadoso), Vargas Llosa y en general los «perfectos idiotas colonizados», son estentóreos y pródigos a la hora de pontificar sobre la libertad y la democracia y de combatir con encendida verborragia las ideas, partidos y gobiernos de izquierda. Sin embargo, caen en un mutismo catatónico –que no engaña sino a unos pocos ingenuos– a la hora de juzgar los crímenes de sus patronos. El referéndum revocatorio ganado por Chávez en 2004, bajo el atento escrutinio de la OEA y la Fundación Carter, fue, para Vargas Llosa, un repugnante ejemplo de populismo autoritario; el descarado robo de las elecciones presidenciales por George W. Bush Jr. en el año 2000 una brillante muestra de la vitalidad de la democracia norteamericana. Por consiguiente, no solo los espíritus críticos pueden asumir el papel de intelectuales públicos.
En segundo lugar, es preciso asimismo tener en cuenta que, para cumplir con esta función gramsciana de proveer una «dirección intelectual y moral» que reverbere por el conjunto de la sociedad, es imprescindible que los intelectuales, de uno u otro signo, lo sean de verdad. Es decir, personas que deben poseer un notable manejo del amplio y complejo conjunto de problemas que caracterizan a las sociedades contemporáneas; ser rigurosos y profundos en sus razonamientos, los cuales deben estar cuidadosamente argumentados y mejor aún probados; y por último, sobrios y sencillos a la hora de exponerlos a la consideración del gran público. Recordemos que ellos no escriben para sus colegas y estudiantes de la academia, sino para una audiencia mucho más amplia. Conserva su vigencia, en cierto sentido, la clásica distinción de los griegos entre doxa y episteme, entre sofistería y saber verdadero, entre los sofistas y los filósofos. Estos criterios excluyen, por consiguiente, a una subespecie que a veces se confunde con el intelectual y que, a falta de mejor nombre, podríamos denominar el «charlatán» o, siguiendo a Max Weber, el «diletante». Hay muchos ejemplos a derecha e izquierda de esta categoría. Dejo librado a la imaginación del público asistente ver quiénes caen en esa categoría.
En el centenario de la Reforma, una Revolución universitaria
Retomemos ahora nuestra pregunta inicial. Dadas estas condiciones, ¿se puede recuperar el pensamiento crítico en el enrarecido ámbito de la academia? No, y la razón es bien simple: su estructura y su lógica de funcionamiento la llevan a abjurar no solo de la célebre Tesis XI de Marx que nos convocaba a transformar al mundo, sino que, con su fanática adhesión al conocimiento fragmentado, su intransigente defensa de los estrechos campos disciplinarios y su sometimiento a los modelos organizativos y las teorías elaboradas en el capitalismo desarrollado, también ha renunciado a toda pretensión de interpretar al mundo correctamente. En suma: la academia ha renunciado a querer cambiar al mundo y, en sus versiones más posmodernas, también a explicarlo. En el mejor de los casos, a interpretarlo como si la realidad, la prosaica y embarrada realidad, fuese apenas un texto susceptible de una multiplicidad de lecturas, ninguna de ella verdadera.[12]
Para que el pensamiento crítico pueda hacer pie en la academia, primero habrá que revolucionar a las universidades. Al menos en la América Latina estas no necesitan una nueva reforma que actualice el programa de Córdoba de 1918 y cancele la contrarreforma neoliberal que tuvo lugar a finales del siglo XX. Lo que necesitan es una revolución. Esto lo han venido planteando hace tiempo Darcy Ribeiro, Pablo González Casanova y Boaventura de Sousa Santos, denunciando la estructura anacrónica y muchas veces reaccionaria de las casas de altos estudios. Como afirma de Sousa Santos, se trata de instituciones surgidas al promediar el medioevo europeo y que a lo largo de los siglos han demostrado una pertinaz incapacidad para asimilar el pensamiento crítico de su tiempo.[13] Las persecuciones de los heterodoxos, de quienes pensaban diferente, son parte integral de la historia de las universidades.
Desde Tomás de Aquino, Giordano Bruno, Copérnico, Galileo, Hobbes (cuyos libros fueron quemados en el atrio de la Universidad de Oxford) hasta Marx, Simmel, Darwin y Freud, el itinerario está sembrado de grandes pensadores críticos que fueron arrojados o expulsados de la universidad. Muchos otros, como los ya mencionados Nietzsche o Marx, que una vez terminado sus estudios jamás regresó a la universidad. Y entre nosotros, el gran José Carlos Mariátegui. Según De Sousa Santos este carácter conservador de la universidad ha sido igual o superior al de la propia Iglesia. ¿Cómo podría una estructura de ese tipo favorecer el resurgimiento del pensamiento crítico en el campo de las humanidades y las ciencias sociales? Para no inducir a un excesivo pesimismo conviene recordar que si del seno de la Iglesia católica pudo brotar la Teología de la Liberación, todavía podemos abrigar algunas esperanzas.
Una revolución universitaria tendrá que luchar contra los influjos profundos que ante la crisis de la UNESCO ha ejercido el Banco Mundial sobre las universidades y, en general, sobre el sistema educativo.[14] El abandono de la vieja tesis que concebía a la educación como un derecho y su remplazo por la idea de que la educación, y sobre todo la universitaria, es un bien y que como tal debe ser adquirido en el mercado ha tenido un profundo impacto en las universidades, sobre todo pero no exclusivamente en la periferia del capitalismo mundial. Asociada a esta idea está la otra que sostiene que el sistema educativo es un mercado, y que como tal la educación no puede sustraerse a los imperativos del mercado. Por tanto, la universidad debe autofinanciarse y generar ganancias; los alumnos deben pagar por adquirir ese bien, como lo hacen cuando quieren comprar un automóvil; la estructura organizativa debe adecuarse a esta nueva realidad y, por tanto, la figura del administrador universitario asume el liderazgo institucional.[15] Todo esto, además, en el marco de un vigoroso avance de la transnacionalización de la educación superior y de la creciente gravitación de las normas de la Organización Mundial del Comercio en áreas como la educación, antaño blindadas contra su influencia. Pero ya no más.
En efecto, las crecientes presiones para que los países de la periferia capitalista firmen el ACS (Acuerdo sobre el Comercio de Servicios, o TISA, por su sigla en inglés) conllevan en sí mismas muy serias amenazas para el futuro de las universidades públicas. El ACS es un conjunto de reglas multilaterales que regulan el comercio de servicios a nivel internacional. En los previos acuerdos el objeto de las reglas eran los bienes y productos, no los servicios. Pero el creciente papel de estos últimos en la economía global, principalmente los servicios financieros y bancarios, promovió la introducción de un marco normativo para garantizar también la liberalización y la desregulación de estas transacciones. La victoria ideológica y política del neoliberalismo está claramente expresada en el hecho de que, bajo la fuerte presión de sucesivas administraciones norteamericanas la educación ha sido incluida como uno de los doce «sectores de servicios» a ser liberalizados junto con, por ejemplo, las comunicaciones, el transporte, las finanzas, el turismo y la salud. Tal como lo señalara la experta africana Jane Knight, el ACS es «administrado por la Organización Mundial del Comercio, la cual está compuesta por 146 países miembros. La OMC es la única organización global que maneja las reglas de comercio entre naciones. En su núcleo están los acuerdos centrales de la OMC, negociados y firmados por la mayoría de las naciones que comercian ente sí y ratificados por sus parlamentos. El ACS es uno de estos acuerdos, y es un conjunto de reglas legalmente exigibles que, necesariamente, recortan la soberanía de las naciones, sobre todo de las más débiles. Al igual que su predecesor, el extinto Acuerdo Multilateral de Inversiones (AMI), se negocia en el más absoluto secreto, impidiendo que la sociedad se entere de lo que allí se está negociando: su futuro.[16]
El ACS considera a la educación en todos sus niveles – desde los jardines preescolares hasta la educación superior de postgrado, la educación para adultos y cualquier otro programa educativo– como un servicio más y no, como antaño, como un derecho ciudadano. Elementos clave en el ACS son los siguientes:
- Cobertura: incluye todos los servicios comercializados internacionalmente, y la educación no es una excepción.
- Objetivos a ser modificados: todas las normas, leyes, regulaciones y prácticas consuetudinarias emitidas o toleradas por los gobiernos nacionales, regionales y locales que puedan interferir con el libre comercio internacional de servicios. Es decir, los Estados nacionales que firmen el acuerdo ya no podrán establecer normas de funcionamiento de sus sistemas educativos.
- Obligaciones incondicionales: son cuatro, y se aplican a todos los sectores de servicios: cláusula de la nación más favorecida; transparencia; resolución de disputas; y monopolios.
- Trato nacional, lo que significa que un trato igualitario debe ser otorgado a todos los proveedores de servicios educativos, sin importar si son proveedores domésticos o internacionales.
- Liberalización progresiva. Esta cláusula significa que hay una agenda preestablecida, según la cual tras cada ronda de negociaciones debería haber un progreso en la liberalización comercial: más sectores deberían ser liberalizados y más limitaciones comerciales deberían ser removidas
Una vez aceptado que la educación es un servicio o, en crudos términos económicos, una mercancía, no tiene sentido discutir sobre excepciones, dada la supuestamente peculiar naturaleza de este «servicio». Y sin importar si un país ha asumido, o no, un compromiso específico para sostener las reglas de la OMC en los servicios educativos, el hecho es que las «obligaciones incondicionales» sucintamente enumeradas más arriba son imperativas para cada país que haya suscrito su ingreso a la OMC y firme los distintos acuerdos comerciales. Las reglas del ACS incluyen una cláusula de «liberalización progresiva» llamada a ejercer una determinante influencia en todos los sectores de servicios y, muy especialmente, a asegurar no solo la progresión sino también la irreversibilidad de las políticas adoptadas por un país determinado, sin importar bajo qué condiciones tuvo lugar esta acción. Debe recordarse que muchas naciones subdesarrolladas, todas ellas altamente endeudadas, fueron forzadas a aceptar la liberalización comercial como parte de las «condicionalidades» impuestas sobre ellas como requisito con el fin de obtener nuevos préstamos para pagar su deuda externa, o para acceder a una renegociación de préstamos.
El impacto de esta inédita mercantilización de la educación sobre la vida universitaria es fácil de discernir. Si la educación es un negocio, y si se supone que los negocios están para dar ganancias, las consideraciones sobre las libertades académicas y la excelencia académica están completamente fuera de lugar. Habiendo despojado a la educación de sus valores espirituales y humanísticos como elementos clave para la formación del ciudadano, y habiéndola arrojado brutalmente a la lógica del mercado, las preocupaciones sobre las libertades intelectuales son totalmente superfluas. Más aun, bajo estas condiciones la célebre y profunda discusión sobre la «misión» de la universidad, que encendió el debate latinoamericano en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, está definitivamente clausurada. Bajo la égida del neoliberalismo, todas las mayores instituciones de la sociedad moderna: la familia, la escuela, la universidad, los sindicatos, los partidos políticos, entre muchas otras, fueron rediseñadas para que se convirtieran en obedientes sirvientes de la lógica del mercado. Sin embargo, esta tendencia no deja de tropezar con fuertes resistencias; pero incluso para los más optimistas el futuro de la universidad está en juego, y las perspectivas no son precisamente alentadoras. En estos momentos el ACS está siendo negociado secretamente en el marco de la OMC, sin que los interesados, entre ellos la comunidad universitaria, estén invitados a participar. El ACS es una seria amenaza al sistema de educación pública en nuestros países, principalmente a sus universidades. «Desde allí se aboga no solo por una profundización de los procesos de privatización, de los servicios más esenciales de las universidades públicas, sino por aumentar en el sector de la educación, las concesiones y privilegios a los inversionistas privados y extranjeros.»[17] Es decir, que en función de estos acuerdos, por ejemplo, las universidades públicas deberían autofinanciarse y dejar de recibir recursos del gobierno. Tal cosa los haría pasibles de sanciones por incurrir en «prácticas comerciales desleales», porque así como se prohíben los subsidios a las empresas para competir en el mercado mundial lo mismo ocurrirá con los financiamientos públicos de las universidades, que deberán competir «en un pie de igualdad» con las del mundo desarrollado sin la protección del financiamiento estatal.
Por eso decíamos al principio que lo que estamos necesitando es una revolución universitaria, no solo una reforma. Los perfiles distintivos de aquella son difíciles de discernir ex ante, pero algunos componentes de esta nueva universidad parecen insoslayables. Deberá ser una universidad mucho más entrelazada con las fuerzas sociales y los movimientos populares, porque su independencia será imposible sin el concurso de estos. Debe dejar de lado una perniciosa confusión entre autonomía universitaria y aislamiento social. La autonomía está bien, para garantizar la labor científica y la promoción del debate de ideas y el pensamiento crítico, pero sin que tal cosa ocurra al margen de la necesaria vinculación que debe existir con la sociedad. En línea con lo anterior deberá modificar su oferta académica, descolonizar los contenidos curriculares y las prioridades en materia de investigación, muchas veces respondiendo a factores exógenos más que a necesidades nacionales. Deberá también cambiar sus modelos organizacionales y democratizarlos, evitando las tendencias burocráticas y mercantilistas que asfixian a las grandes universidades del mundo desarrollado. Las actividades de educación popular y de extensión deberán ser parte fundamental de su proyecto y no, como suele suceder, un mero apéndice de las actividades académicas de las universidades. En tiempos como estos, con poblaciones crecientemente narcotizadas por el nefasto papel de los medios de comunicación y de (des)información de masas, las universidades públicas pueden y deben desempeñar un papel de primer orden en erigir barreras contra la progresiva despolitización de grandes sectores de la población, objetivo supremo de la dominación neoliberal. Convencer a la población de que la despolitización las deja inermes ante los enormes poderes de las clases dominantes locales y sus mentores imperialistas. No será una tarea sencilla, pero es esencial ponerse en marcha cuanto antes.
Es necesario, por tanto, abrir de par en par las ventanas del mundo académico para enfrentar estos retos, depurando su enrarecida y estéril atmósfera, y vincular estrechamente nuestra agenda de trabajo intelectual con las prácticas emancipatorias de las fuerzas sociales que luchan por construir un orden social más justo en nuestros países. Se trata de un compromiso ineludible e impostergable, pero que no todos los que laboran en las universidades están dispuestos a honrar.
Hay quienes simplemente buscan un trabajo, y nada más. Cambiar el mundo es un proyecto alejadísimo de sus deseos. Al haber sido formado en la tradición sociológica más ortodoxa, me enseñaron, como supongo habrán hecho lo propio con muchos de ustedes, que la «neutralidad valorativa» era un requisito indispensable para desempeñar con idoneidad el oficio del sociólogo. Pocas veces, si alguna, se nos enseñó que el primer trasgresor de esa imposible e indeseable norma fue el propio Max Weber, cuya obra teórica y cuya práctica política constituyen un rotundo mentís a tal pretensión de neutralidad. Repensando el confuso legado weberiano y su pernicioso efecto sobre las jóvenes generaciones de sociólogos vino a mi memoria un luminoso pasaje del Dante en La divina comedia, cuando decía que «el círculo más ardiente del infierno lo reservó Dios para quienes en época de crisis moral optaron por la neutralidad». Los científicos sociales latinoamericanos deberíamos tratar de evitar terminar nuestros días ardiendo, merecidamente, en esas innobles llamas por haber elegido ser neutrales en un mundo tan desigual, injusto y peligroso como este.
Revisa Casa (La Habana, Nº 291, Abril-Junio de 2018)
[1] Cf. nuestro Tras el Búho de Minerva. Mercados contra democracia en el capitalismo de fin de siglo, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2000, epílogo l.
[2] Cf. su Political Power and Social Theory,(Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1958. Hay traducción al castellano: Poder político y teoría social , Barcelona, Anagrama, 1970.
[3] Creo conveniente insistir en que estas reflexiones se aplican predominantemente al campo de las ciencias sociales. Los debates de la física cuántica, la nanobiotecnología y la astronomía, por ejemplo, no tienen por qué encuadrarse en estas especificaciones.
[4] Estas y otras definiciones similares plantea Said a lo largo de sus escritos e intervenciones públicas.
[5] Ya en las últimas décadas del siglo pasado Fidel diagnosticaría con precisión la (transitoria, pero aún así muy significativa) victoria ideológica del neoliberalismo. Inspirado en las enseñanzas de Martí (“trincheras de ideas valen más que trincheras de piedras” ) el Comandante convocó, para contrarrestarla, a las fuerzas de izquierda a librar una “batalla de ideas”, expresión que desde ese momento adquirió una enorme difusión en la cultura latinoamericana.
[6] En “Intellectuals and their Discontents”, en The Hedgehog Review, Otoño 2000, p. 49. Por supuesto, hay excepciones, pero son eso: extravagancias en un medio dominado por el conformismo y el conservadurismo.
[7] Jacoby, op. cit.,p. 49.
[8] He sido testigo directo de una presentación de ese tipo y de la jubilosa satisfacción que este galimatías, esta parrafada sin ton ni son, produjo entre los miembros del tribunal de tesis.
[9] Janny Scott: “Thinking Out Loud: The Public Intellectual Is Reborn”, The New York Times, 9 de agosto de 1994.
[10] Por supuesto, esta lista está bien lejos de ser exhaustiva.
[11] Tarea que hoy desempeña en México su discípulo Enrique Krauze.
[12] Nos referimos, claro está, al influjo que ejerce el pensamiento posmoderno en todas sus variantes. Al prescindir de los sujetos sociales, de la historia, de las estructuras, del contexto internacional lo único que puede hacer un observador de la realidad es concebirla como un texto, abierto a infinitas lecturas e interpretaciones, y en donde las categorías de verdad y falsedad están totalmente excluidas del análisis.
[13] Tesis que plantea en su De la mano de Alicia y en una obra posterior: La Universidad en el Siglo XXI,(La Paz, CIDES-UMSA y Plural Editores, 2007. En este texto De Sousa Santos plantea como alternativa la creación de la Universidad Popular de los Movimientos Sociales, valiosa e innovadora iniciativa que, sin embargo, no podemos analizar en esta ocasión.
[14] Hemos examinado en detalle esta desafortunada involución en nuestro Consolidando la explotación. La academia y el Banco Mundial contra el pensamiento crítico, Córdoba, Ediciones Espartaco, 2009.
[15] El proceso es de tal gravedad que suscitó la preocupación del muy moderado ex presidente de la Universidad de Harvard, Derek Bok, quien escribió un libro alertando sobre los peligros de la «comercialización» de la universidad. Ver su Universities in the Market Place: the Commercialization of Higher Education, Princeton, Princeton University Press, 2003. Desde una perspectiva completamente distinta puede consultarse la obra del marxista británico Alex Callinicos Universities in a Neoliberal World, Londres, Bookmarks Publications, 2006.
[16] Jane Knight: “Crossborder Education in a Trade Environment: Complexities and Policy Implications”, Association of African Universities, The implications of WTO/AGCS for
Higher Education in Africa, Accra, Ghana: Association of African Universities, 2004, p. 67.
[17] Pedro Rivera Ramos, http://questiondigital.com/la-omc-y-el-acuerdo-tisa-quetambien-se-negocia-en-secreto/
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