Wikileaks: Visitando la embajada

 
Iroel Sánchez
Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana

Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana

En noviembre de 1933 un gobierno no reconocido por Estados Unidos se tambaleaba en Cuba. A  la cabeza estaba el profesor universitario Ramón Grau San Martín, que había llegado al poder tras el derrocamiento del dictador Gerardo Machado, y se debatía entre varias tendencias políticas que iban desde el antiimperialismo radical de Antonio Guiteras hasta el filofascismo de una organización llamada ABC. A la jefatura del ejército había ascendido Fulgencio Batista, quien se convertiría en el hombre fuerte de los norteamericanos en la Isla.

Varias de las fuerzas involucradas en el que quedaría en la historia como “Gobierno de los Cien Días” detectaron conspiraciones de Batista con la embajada norteamericana y las presentaron al presidente, acordando un juicio sumario con la intención de destituirlo. El juicio no llegó a realizarse porque Grau –atrapado en sus miedos- dio por válidas las balbuceantes justificaciones del antiguo sargento que pocas semanas después lo derrocaría. “Los que se perdonan hoy, nos matarán mañana” cuentan que  dijo Antonio Guiteras ante semejante comportamiento. La historia le dio la razón, Fulgencio Batista no sólo asesinó a Guiteras sino a miles de cubanos, dejando un saldo de sangre y corrupción que superaría al de Gerardo Machado.

Mucho ha llovido desde entonces y no sólo en Cuba aprendimos la lección de aquella Revolución que en palabras de Raúl Roa “se fue a bolina”. En toda América Latina no se espera nada bueno de los asiduos a las legaciones norteamericanas. Un chiste lo refleja mejor que cualquier tratado, al explicar que en Washington no hay golpes de estado porque no hay embajada americana. Esta Isla es un caso aparte, porque los empleados  de la representación de Estados Unidos en La Habana –según hemos sabido por los documentos de los propios diplomáticos estadounidenses- sólo tienen fuerzas para ponerse zancadillas unos a otros, ¿quién se sorprende entonces de que haya entre ellos quienes elogien a  Batista?

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