¨No intentaremos conseguir de nadie, ya por acción nuestra
ya por medio de terceros, cosa alguna por la cual
una parte de estas libertades
pueda quedar revocada o mermada.
Si se consiguiese semejante cosa, se tendrá por nula
y sin efecto y no haremos uso de ella
en momento alguno, ni personalmente
ni a través de terceros.¨
Carta Magna.
Inglaterra, 1215.
El pueblo británico se decide -mayoritariamente- por el Brexit. En España, a lomo de toda corrupción, el PP resulta el Partido más votado. En USA el Partido Republicano aclama -mayoritariamente- a Donald Trump como candidato, como posible Mr. President bufonea un clown, un estrafalario, uno de los candidatos menos presidenciables de la historia, un hombre sin experiencia alguna en política. Putin y Erdogan, ese dúo de Zar y Sultán, concentran cada vez más poder, con la aquiescencia -mayoritaria- de sus pueblos. Otro clown bufonesco y prostibulario -léase Silvio Berlusconi- amaga con regresar a la política italiana, eso tras gobernar, por años, con el apoyo -mayoritario- de su pueblo. El Parlament catalán -mayoritariamente- manifiesta el deseo de separarse de España, vaya a intuir Dios Padre las consecuencias que de ello se deriven. Una troglodita, léase Marine Le Pen, acumula cada vez más partidarios, en las elecciones al Parlamento europeo, las de 2014, llevó a su partido, el Frente Nacional, a ser el más votado de Francia. Cabría preguntarse: ¿la voluntad popular está en crisis? ¿Se invoca a los pueblos y deciden lo peor? ¿No alcanza el voto popular a aprehender la lógica de los acontecimientos? Por el contrario, ¿lleva todavía más a perderlos? ¿Son irresponsables las decisiones de los pueblos? ¿Inexplicables? ¿Entre lo mejor y lo peor, entre lo viable y lo inviable, entre la racionalidad y la desmesura, entre el conocimiento y la fe… el voto popular erige lo segundo? En las elecciones de marzo de 1933 el Partido Nazi obtuvo el 43,9 % del voto popular: fue el Partido más votado. Salvando las debidas distancias, se tiene hoy la impresión de que en la aldea global -pese al derrame récord de información- las fronteras entre lo mejor y lo peor, entre lo viable y lo inviable, entre la racionalidad y la desmesura, entre el conocimiento y la fe pueden devenir cada vez menos claras, cada vez menos nítidas, cada vez menos sujetas al humano discernimiento. Todo se confunde y difumina. En consecuencia, puede resultar más veleidoso e intrincado, más sujeto a errores, más difícil, decidir y elegir. Al menos decidir y elegir… lo mejor.
En la autocracia era la decisión de reyes, zares, sultanes y emperadores. La decisión de un único ser. Un Ser Supremo, un Gran Hermano. Seres supremos de los que aun algunos no se han librado. Podía ser mala o buena la decisión, era la decisión de uno. Ese uno podía estar aquejado de delirium tremens, ser hijo de su muy digna madre, un asesino redomado o un ser bondadoso. Aquello era la autocracia. Tras muchos siglos de forcejeos con el poder se vive hoy de la mano de la decisión de la mayoría. Del voto popular. Llegar a ello no resultó en modo alguno fácil. Desde Atenas a la Carta Magna y el Parlamentarismo inglés, las sucesivas Revoluciones –inglesa, francesa y norteamericana- con sus respectivos corpus jurídicos, y de ahí, a lo que, como colofón, extraordinario, significaron las luchas del siglo XX, esas gestas en aras del voto popular, el de todos: las luchas de las sufragistas por el voto femenino; las luchas por anular toda segregación en materia decisoria, aquella que obviaba el voto del negro; del indio; del pobre; del no ilustrado; la lucha por disminuir la edad para votar en función de dotar de voz a los más jóvenes. Ello, thanks God, puso fin a la autocracia. Asomó la testa la llamada Democracia Representativa, un sistema con arreglo al cual los pueblos eligen -supuestamente- al más apto en función de favorecer la vida. El elegido lo es por mayoría para que, con absoluta carte blanche -porque jamás volverá a preocuparse de lo que la mayoría que lo eligió desea- decida. De acuerdo al gran escritor norteamericano -también cáustico humorista- Mark Twain, si votar decidiera algo no nos dejarían hacerlo. Muchos sospechan que algo de verdad transpira en las palabras del norteamericano, mas…, bien pudieran esas palabras ser revertidas: si votar hoy no decidiera algo… no se preocuparían demasiado en lograr nuestro voto. No invertirían en ello tanto tiempo, esfuerzo, y, sobre todo, tanto dinero. Muchos también sospechan, sin embargo, que no basta solo con votar. No basta elegir a unos para que esos, una vez elegidos, sin preguntarnos, lo decidan todo en nuestro nombre. En puridad ello no pasa de ser una suerte de autocracia electoral. De ahí que no pocos propugnen, y cada vez más se decida, dotar a los pueblos de la posibilidad de decidir. De ello llega, y se retoma hoy, con origen en la Antigüedad clásica, concretamente en Roma, la institución del Plebiscito. La empleó el Gobierno griego hace muy poco (para después traicionarla). La acaba de emplear el Gobierno británico. Muy democrático y justo preguntar a los pueblos. Preguntarles sobre aquello que les atañe. Y es precisamente en ese contexto, un contexto en el que se empodera cada vez más a los pueblos, en el que las fronteras entre lo mejor y lo peor, entre lo viable y lo inviable, entre la racionalidad y la desmesura, entre el conocimiento y la fe parecen devenir menos claras, menos nítidas, menos sujetas al humano discernimiento. Es precisamente en ese contexto cuando la mayoría, esa, la que decide, esa a la que se otorga la enorme responsabilidad de zanjar y resolver, parece errar, parece confundirse y extraviarse. Es precisamente en ese contexto en el que parece resultar veleidoso decidir y elegir. Al menos decidir y elegir… lo mejor.
Que decidir y elegir resulte veleidoso cuando comienza a ser algo común que a todos se pregunte resulta, desde luego, muy peligroso. En especial porque no se pregunta tonterías. No. Se pregunta acerca del destino y la vida de millones. El destino y la vida de pueblos enteros. Del mundo. En la autocracia del siglo XVII la decisión de un monarca involucraba, para bien o para mal, solo al pueblo en el interior de las parceladas fronteras en las que ese monarca ejerciera su poder. En el segundo decenio del siglo XXI, en mitad de esta aldehuela global, a la grupa de la globalización que ora nos hunde y ora nos alza, el sufragio de la mayoría no solo decide la vida y el destino de un pueblo en el interior de las parceladas fronteras en las que ese pueblo viva. No. El sufragio de un pueblo, no pocas veces, marca el destino y la vida de otros pueblos, otros allende sus fronteras, y en el caso de naciones poderosas, lo que decida la mayoría de esas naciones, puede marcar el destino y la vida de todo el planeta. El destino y la vida de todos. Alguien pudiera adelantar que elegir a los seres que detentarán el poder en tales naciones, las poderosas, esos que pueden con su actuar afectar vida y destino de todos, debería ser, lógicamente, derecho de todos. No podríamos ocultar resulta esa una idea interesante. Y es que las decisiones de unos en este mundo nuestro, el de hoy, involucran e interesan, como nunca antes, a todos. En consecuencia todos estamos interesados en que todos decidamos lo mejor. Mas para elegir lo mejor la mayoría no puede hacerlo en condiciones de capitis deminutio. Para elegir lo mejor la mayoría debe, por el contrario, exhibir capacidad incrementada. Inteligencia incrementada. Información veraz incrementada. Conocimiento y cultura incrementada. No se olvide que el pueblo al que se otorga la capacidad de elegir es un ente henchido y hastiado de traiciones. Y esas traiciones llevan, cada vez más, al punto de quiebre de la esperanza. A la cima de los hastíos. Y en materia de esperanzas y hastíos este quizá sea el momento más complejo de la historia humana.
Se entrega un poderoso Magnum 44 a alguien, alguien hastiado de mentiras, lleno de desánimo, por consiguiente muy descreído, desconfiado de los que hasta hoy han detentado el poder, de los que hasta hoy han predicado la vida, lo mejor, lo viable, el conocimiento, alguien engañado a tiempo completo por esos que hasta hoy ha elegido, alguien lleno de esperanzas cercenadas, traicionadas, precisamente a ese alguien, se le dice, una vez y otra, que del cañón del Magnum, si llegara a accionar el gatillo, solo emergerá paté de foie gras, se alaba las dotes dietéticas y antioxidantes del mencionado alimento, se descalifica a los expertos, esos energúmenos de siempre, esos que aseguran que el Magnum 44 resulta una muy poderosa arma, esos que a quien empuña el arma sucesivamente han engañado, un arma que de seguro te volará la cabeza, le dicen esos, nunca más llevarás a tu boca alimento alguno, entre otras cosas porque no tendrás cabeza, le siguen diciendo, ¿esos fucking intelectualoides nerd alguna vez les han dicho algo verdadero e inteligible, algo que les favorezca la vida?, preguntará aquel, ese que conmina a accionar el gatillo, todo eso para, finalmente, aconsejar la mejor de las opciones posibles, la más idílica, la mejor, la viable, la de la vida, la del conocimiento: accionar el fucking gatillo. Quien empuña el Magnum 44, confundido, traicionado, engañado, anhelante de alimento, descreído, bullente de esperanzas renacidas, deseoso de confiar ¡finalmente! en alguien, oprime el gatillo. Esa, quizá, es la situación de millones hoy. Millones en todo el mundo. Convengamos que por ese camino no solo pudiera resultar elegido el tal Donald, el magnate, bien pudiera ser elegido el otro, Duck, el animalito de Disney. Podríamos preguntarnos: ¿cómo hemos llegado a este desmadre?
Las causas son diversas. Complejas. Tratemos de elucidarlas, al menos, las fundamentales, sin pretender agotarlas, sin pretender, lo advierto, que el orden de la cita implique, necesariamente, la relevancia del impacto.
Todo esto ocurre en un mundo en el que como nunca antes los pueblos han perdido la confianza en los políticos. En los gobernantes. Llamemos a esto descreimiento en los políticos. ¿Por qué? Por las sucesivas y escandalosas mentiras. Y es que por años se ha mentido a la gente. A mansalva. Aquí, allá y acullá. Lo ha hecho la derecha, la izquierda, el centro y los extremos. Todos han mentido a la gente. A los pueblos. Les han dicho: ¨confíen en nosotros, si lo hacen la vida mejorará¨. ¿Quiénes profirieron tales promesas? Los políticos. Los políticos tradicionales. Políticos de izquierda o de derecha. No importa la filiación. Todos lo han prometido. Y la gente, la gente tradicional, la de siempre, el pueblo, confió. Confió que la vida, si votaba por esos políticos, si creían lo sostenido por esos políticos, si apoyaban lo que defendían esos políticos, pues iría a mejor. Y por mucho tiempo la gente votó por esos políticos. Por mucho tiempo confió en ellos. Lo hicieron de la mano de un impulso natural, muy humano: mejorar la vida. Confiaron. Porque los seres humanos confiamos. Tenemos esperanzas. El día que no la tengamos estaremos muertos. Y he ahí que los políticos, los tradicionales, sin importar la filiación política, traicionaron a la gente. Traicionaron la confianza. Una vez y otra. Repetidamente. Y la gente, los pueblos, esos que confiaron, se hartaron. Se hartaron de tanta mentira. Tanta confianza otorgada y traicionada. Y lo hicieron porque la vida no mejoró. Por el contrario: la vida empeoró. Por eso se hartaron. Y es que cada mentira destroza anhelos, esperanzas, deseos, aspiraciones. Cada mentira destruye un trozo de vida. La torpedea. La hunde. La mata. Hasta que un día bye a la vida. Bye a la confianza. La confianza de los pueblos. De la gente. Por eso un día pum: ya no más confianza. No más confianza en los políticos. En los políticos tradicionales. En los Partidos. Los Partidos tradicionales. No importa digan ser de izquierda o de derecha. Del centro. De los extremos. No más confianza en ellos. La gente se siente traicionada por ellos. Por todos. Tutti. En consecuencia, deja de creer en todos. En lo que dicen. En la forma en la que lo dicen. En la apariencia de aquellos que lo dicen. Los ojos, la voz, el cabello, la supuesta seriedad, la formalidad, la manera de peinarse de los que lo dicen. Porque hasta en eso se fija la gente. No aceptaremos más engaño, piensa la gente. No más. Y dejan de escuchar. De escuchar a los mentirosos. Y he ahí que ya está lista la gente. ¿Lista para qué? Lista para confiar. ¿Confiar en quién? Confiar en otros, cuando aparezcan esos otros. Lista para creer a esos otros. Otros… con otra apariencia. Otros… discursos. Otros antes no escuchados. Otros que no parezcan ser los mismos, no parezcan los tradicionales, los mentirosos, otros con otros verbos, otros peinados, caras, ojos, otros que parezcan, incluso, menos serios y formales. Menos serios y formales porque los serios y formales mintieron. Ya está lista la gente. ¿Lista para qué? Para votar. ¿Votar por quién? Votar por esos otros. Ready to go.
Y ello ocurre en un mundo en el que, cada vez más, se ha perdido la fe en el conocimiento. Llamemos a esto desconfianza en los expertos. Irreverencia hacia la intelligentsia. Y es que los políticos, los tradicionales, y los partidos, los tradicionales, tanto los ubicados a la izquierda como los ubicados a la derecha, emplearon, se sirvieron, por años, una vez y otra, de expertos. Una vez y otra esos expertos dieron su muy docta opinión. Economistas. Intelectuales. Escritores. Premios Nobel. Catedráticos. Doctores. Politólogos. Sociólogos. Profesores universitarios. Todos ellos con una apariencia y una forma de decir. Unas caras, unos ojos, unos peinados. Un discurso. Y esos expertos en sus muy doctas presentaciones sustentaron el engaño. El engaño de los políticos. Expertos de izquierda y expertos de derecha. No importa la ideología. Todos mintieron. Sí, porque todos han incurrido en ese desmadre. Una y otra vez los expertos sustentaron las falsedades de los políticos. Puede que, incluso, no pocos de esos expertos fueran ellos mismos traicionados y embaucados por los políticos. Ah, sí, muy pobres expertos esos. Pero lo fundamental resulta que los pueblos confiaron en los expertos. He ahí el problema. Los pueblos confiaron. Atendieron, una y otra vez, a lo sustentado por los expertos. Lo creyeron. Quizá no entendieran mucho, pero se dijeron: ¨si este, que tanto sabe, cree que eso que dice es bueno, pues confiaré en él¨. En resumen, la gente, los pueblos, esos que no a eternidad confían, confiaron en los expertos. Y fueron engañados. Una vez y otra. En consecuencia la gente se hartó también de los expertos. Muy natural y muy humano eso. Cada mentira sustentada por los expertos traicionó anhelos, esperanzas, deseos, aspiraciones. Traicionó a la gente. A los pueblos. Cada mentira destruyó vidas. Pulverizó confianzas. La confianza de los pueblos. Y, un día pum: ya no más confianza. No más confianza en los expertos. En los expertos tradicionales. Esos que sustentaron las mentiras de los políticos tradicionales. Los expertos -a sueldo o a confianza- de los políticos tradicionales. No importa militaran a la izquierda o a la derecha. No importa. Eso es baladí. Lo que importa es que mintieron, lo que importa es que la gente se sintió traicionada por ellos. Por eso la gente dejó de creer también en ellos. En lo que dicen. En la forma en la que lo dicen. En la apariencia y el verbo de aquellos que lo dicen. En los ojos, la voz, el cabello, la supuesta seriedad, la excelsa formalidad, la manera de peinarse de los que lo dicen. Ya no más engaño, piensa la gente. Y he ahí que ya está lista la gente. Lista para cuando aparezcan otros que se digan expertos. Otros que, incluso, se burlen de los expertos. Otros que no sean para nada expertos. Otros con otra apariencia. Otro discurso. Otros antes no escuchados. Otros que no sean los mentirosos de siempre. Y ya está lista la gente. ¿Lista para qué? Para aceptar. ¿Aceptar qué? Aceptar lo que diga el nuevo ¨experto¨. O el que desdeñe a los expertos. El que no sea para nada un experto. Ready to go.
Y todo ello ocurre en un mundo amenazado por muchos y variados y muy poderosos fantasmas. Mayor variedad y número y poder fantasmagórico que nunca antes. Fantasmas reales o irreales, porque este es un mundo en extremo amenazado. Y la amenaza, tanto la real como la irreal, genera miedo. Oh, sí, miedo, mucho miedo. Porque el descreído, el engañado, el traicionado, el que anhela esperanzas truncas que devengan ¡al fin! dignas realidades teme. Teme como nunca que las esperanzas continúen truncas. Y es que las esperanzas truncas agigantan el miedo. Catalizan el miedo. Lo precipitan. Por eso al descreído, al engañado, al traicionado, al desesperanzado se le atemoriza muy fácil. Entendámoslo: a quienes atesoran anhelos, deseos, aspiraciones y esperanzas de vida mejorada, esos que solo obtienen burlas, engaños, traiciones, sacaduras de lengua y desmadres, esos que temen lo peor al tiempo que anhelan lo mejor, a esos, el miedo les bulle. Les salta. Les corretea. A flor de piel. A flor de alma. A flor de corazón. Tienen el miedo ahí: sin flor. Porque el miedo nunca luce flor. Tienen miedo a ser ¡otra vez! engañados. Miedo a que todo vaya de peor a tragedia. Otra vuelta de tuerca. Una vez entronizado el miedo puede azuzársele. Sin mucho esfuerzo. Está ahí, listo para ser azuzado. Invocado. Empleado. Estandarizado. El miedo como arma. El miedo de la gente. El miedo de los pueblos. El miedo deviene entonces arma de los nuevos políticos. No importa que lo hayan empleado antes otros, políticos de izquierda o de derecha, porque todos han atizado alguna vez el miedo. Ahora lo emplean estos, los nuevos, los que emplean otro verbo, otra apariencia, otros ojos, otra voz, otro cabello, otra supuesta seriedad, otra manera de peinarse. Y como antenas de repetición del miedo aparecen entonces los expertos de turno. Llamemos a esto inoculación generalizada del miedo. Porque el miedo se inocula. Se emplea como Magnum 44 por políticos y expertos de nueva apariencia y renovado verbo. No tradicionales. Puede que, incluso, los nuevos expertos crean, a pie juntillas, en el miedo que -también a ellos- les han inoculado los políticos. Y sí, muy pobres expertos esos. Mas como a los descreídos y engañados, a los traicionados y humillados, a los ofendidos y desesperanzados se les atemoriza muy fácil, porque los anhelos, porque las esperanzas, porque los deseos, porque las aspiraciones, porque la vida, he ahí que ya está lista la gente. ¿Lista para qué? Para ser atemorizada. ¿Con qué? Pues… con cualquier fantasma. Real o inventado. Cualquiera de los muchos fantasmas -reales o inventados- que hoy pululan y pueden sembrar pánico -real, no se dude de ello- en este mundo nuestro, este mundo henchido de disimiles motivos para temblar a la grupa de pánico real. Porque cualquier fantasma -real o inventado- puede sembrar pánico real en este mundo nuestro pletórico de pánico. Cualquier pueblo puede ser atemorizado. Goebbelianamente atemorizado. Con ambas variantes de miedo. El real o el inventado. Miedo por la inflación, la recesión, la deflación, la estanflación, el terrorismo, el fundamentalismo, los tsunamis, los árabes, la violencia policial (y la violencia antipolicial), los rusos, el desempleo, los chinos, los musulmanes, el crack bancario, los iraníes, el cáncer, el deshielo, el SIDA, la contaminación ambiental, las leyes, el Ebola, el Corán, las anfetaminas, la quinta glaciación, los hebreos, las invasiones, las migraciones, el Mullah Omar, la bomba nuclear, el precio del petróleo, la delincuencia, las minorías, las mayorías, los volcanes, los terremotos, los nazis, los neo nazis, el comunismo, el socialismo, el imperialismo, el falangismo, el neoliberalismo, el capitalismo, el liberalismo, los negros, los blancos, los amarillos, la libre empresa, los ayatollah, la cocaína, los kurdos, la comunidad LGTB, la capa de ozono (y el ozono ausente de la capa), las espaldas mojadas (y las espaldas que no se mojan porque les falta el agua), el precio del oro, el pago de Bills, las commodities, el Standard and Pool, Wall Street, el proteccionismo, el aislacionismo, los bloques comerciales, las guerras comerciales, la escuela de Chicago, las lluvias ácidas, el Chapo Guzmán, las especies en extinción (y aquellos que extinguen especies), los aranceles, Al-Jazeera, los despidos, los referéndum, las dictaduras, DAESH, la Reserva Federal, los golpes de Estado (y los Estados que otorgan golpes), el fracking, los trending topic, los norcoreanos, el Canal de Panamá, el FMI, las fallas de la justicia (y la poca justicia de los fallos), Vladimir Putin, Facebook, el Banco Mundial, el Grupo Bildelberg, las deudas, el seguro médico (y la inseguridad del Seguro), los israelíes, la reforma educacional (y la falta de reformas), las fronteras, el mar territorial, los plebiscitos, la biodiversidad, las hipotecas, los paraísos fiscales (y la ausencia de Paraíso), las armas de destrucción masiva (y la masiva destrucción de las almas), el Dalai Lama, el secreto bancario, los cohetes nucleares, los virus informáticos, las armas químicas, Boko Haram, la censura, Internet, los tratados de libre comercio, los negocios off shore, el rate bancario, el Dow Jones, los plaguicidas, los cabezas rapadas (y los expertos en cercenar cabezas), Google, el fantasma de Bin Laden, el pago del tax, Edward Snowden, las violaciones en la India, los ataques a cuchillo en Asia, los suicidios en Tokio, los Panamá Papers, los intereses bancarios, la deuda externa, la deuda interna, el PIB, los part time job, los combustibles fósiles, Annonymus, la caza de ballenas, Julian Assange, la energía eólica, los chiítas, los sunitas, los maronitas, los casquetes polares, WikiLeaks, el mar del sur de la China, el ZIKA, los seguidores de Saddhan Hussein, los UFO, las tormentas solares, los adeptos a Maummar el Kadhafi, la deuda griega, el 99 % de pobres, el 1 % de ricos, los fundamentalismos, la Troika, la reducción de la clase media, el ántrax, la socialdemocracia, el Papa Francisco, la gente antisistema (y la falla del sistema para con la gente), la derecha, la izquierda, los ni-ni, las privatizaciones, las nacionalizaciones, las vacaciones, el portaaviones chino, los derechos humanos, la corrupción, las pandillas, los préstamos, la ablación del clítoris, los judíos, los uigures, los palestinos, los turcos, los pakistaníes, los libaneses, el aborto, el deshielo, el gas mostaza, las células madres, los impeachments, los embargos, los meteoritos, el calentamiento global, las fronteras, la deforestación, los virus, la desertificación, las burbujas inmobiliarias, YouTube, los piratas de Somalia, Al Qaeda, el nivel del mar, las tasas de interés, el dopaje ruso, el estrecho de Ormuz, la Guardia Republicana, el mar Rojo, la guerra de las galaxias, el gas mostaza, Bachar el Assad, las centrales nucleares, la franja de Gaza, el Brexit, el Grexit, los Hermanos Musulmanes, los submarinos rusos, el África subsahariana, y… la muy ilustre madre de Rómulo y Remo. Miedo. Miedo al por mayor. Miedo a todo. Miedo a lo que esté a mano. Miedo real o inventado pero miedo. Miedo a lo que sea. A whatever. Y he ahí que ya está ya lista la gente. ¿Lista para qué? Para tener miedo. Ready to go.
Y todo ello ocurre en mitad de lo que Mario Vargas Llosa llamó ¨la sociedad del espectáculo¨. Un mundo que consume cada vez más su tiempo libre en Pokémons, fútbol, Shopping Center, revistas del corazón, telenovelas, libros de auto-ayuda, juegos on line, chismes de farándula, films de la Marvel, series de Nexflix, fotos de paparazzis, Facebook, porno hardcore o light, peleas de la UFC, conciertos de Miley Cyrus, redes sociales, Tae Bo o consumir Big Mac con Coca Light en Mc Donald. Un mundo el que la mediocritas pulula. Como pandemia. A más y mejor. Un mundo endemoniadamente light. Donde la cultura y el conocimiento son cada vez menos atesoradas. Menos perseguidas. Menos admiradas. Más despreciadas. Donde se difunde y se admira y se atiende ¡mucho más! lo que declara una estrella del Real Madrid que lo sostenido por un Premio Nobel de Literatura. O de Economía. O de lo que sea. Donde lo light muda y demuda. Donde se lee cada vez menos. Donde un graduado universitario es cada vez más solo un ser capacitado para laborar en un sector del mercado laboral y cada vez menos un ser culto. Donde Paulo Coehlo es, para muchos -¡se incluyen millones de universitarios!- un escritor de la talla de William Shakespeare. En ese maremágnum no puede obviarse la tendencia, sostenida y amoral, que lleva a la adoración desmedida del éxito. El mundo actual adora, ¡como Dioses!, a aquellos que hayan alcanzado semejante sustancia, léase, hayan alcanzado fama y dinero. No importa lo que hagan. Celebridades. La clave única: haber alcanzado el éxito. No nos asombremos, en breve podremos ver algunos de ellos levantarse como candidatos a Presidentes, o incluso, verlos alcanzar la primera magistratura. No dejemos de mencionarse la tendencia actual a educar a niños y jóvenes en función de desempeñarse como futuros homo tecnologicus descuidando, absolutamente, la formación en humanidades, lo que les convierte, de hecho, en seres muy capaces de fabricar robots o diseñar interfaces para complejos sistemas informáticos pero no aptos para ejercer -con éxito- sus deberes políticos, sus derechos como ciudadanos, eso que los atenienses de la era de Pericles llamaban polites. Y todo ello ocurre, vaya absurdo, en un mundo en el que el conocimiento presume de haber alcanzado las cotas más altas y la democratización más rotunda. En ese mundo gran parte de la población malvive -y malpiensa- debajo de un desconocimiento indigno de este siglo. Llamemos a esto banalización estandarizada de la cultura. Terrible, ¿no? Terrible porque para tomar decisiones se necesita cultura. Cultura profunda. Para tomar las decisiones correctas. Conocimiento vasto. En función de elegir. Y es que elegir demanda la cultura necesaria que asegure la elección correcta. La debida. La justa. Cultura profunda para desentrañar todos los códigos, todos los mensajes. Analizarlos. Decodificarlos. Categorizarlos. Conferirles la justa credibilidad. Solo esa. Decidir si el emisor del mensaje resulta creíble. Confiable. Evaluar si el contenido del mensaje lo es. Si creíble, verificable, contrastable, veraz. Identificar qué intereses favorecen (o desfavorecen) emisor y mensaje. Cultura necesaria para desdeñar emisores no confiables y mensajes no veraces. Cultura necesaria para identificar y solo confiar en emisores creíbles y objetivos y en mensajes fidedignos y contrastables. Filtrar, en resumen, cuanto se escucha, se lee, se ve. Pensar. Analizar. Decodificar. Categorizar. Identificar la mayor dosis de verdad. Atender y escuchar solo esa. Y solo entonces… decidir. Inmersos en la ¨sociedad del espectáculo¨, en la ¨mediocritas¨, en la cultura light, despectivos ante la cultura y el conocimiento, bombardeados por políticos y expertos de nuevo tipo, descreídos de todos, traicionados por todos, desesperanzados, pletóricos de miedo, los seres que habitamos el mundo de hoy, nosotros, los traicionados, los olvidados, los de esperanzas truncas y diezmadas, los embaucados a perpetuidad, parecemos haber quedado, me temo, en cierto grado de indefensión, de agresión, de manipulación, a resultas de lo cual parecemos, me temo, cada vez menos capacitados para ejercer la función de decidir. Mientras más importante y común resulte que se nos pregunte la opinión para decidir algo, presumo, más se nos tratará de engrillar las conciencias para que votemos como desean otros y no como debemos votar nosotros. Porque todo esto es, no se dude, premeditado: se nos ha colocado, premeditada y metódicamente, en una suerte de capitis deminutio decisoria. Eso nos aqueja. Eso padecemos. Y he ahí que ya está lista la gente. ¿Lista para qué? Para juzgar. Juzgar y equivocarse. ¿Juzgar qué? Juzgar lo que sea. Equivocarnos con lo que sea. Ready to go.
Y todo ello ocurre en un mundo donde unas pocas corporaciones, menos de diez, controlan más del 80 % del poder mediático. De la mass media. Periódicos, revistas, sitios web, Tv, cine, radios, editoriales. Más del 80 % de lo que lee, lo que ve, lo que oye, lo que instruye o divierte a la gente. Todo eso concentrado en muy pocas manos. Muy pocas. Poquísimas. En este mundo nuestro de hoy, este en el que se acumula más información que nunca antes, esa información tiene como fuente y origen menos manos que nunca antes. Y en tanto menos manos pues intereses cada vez más definidos, más exclusivos, más concentrados, menos gregarios, menos movidos por el interés general, más nutrientes del interés particular, corporacional, sectorial. Mensajes que, como nunca antes, en mayor turbión que nunca antes, llegan -desde el predominio logrado por la tecnología, la masividad lograda por la tecnología y la globalización- a un número sin precedente de receptores. Se trata de un absurdo total: menos emisores que nunca antes concentran mayor información que nunca antes con destino a más receptores que nunca antes. En ese marco no son pocos los expertos que sospechan que entre los intereses de los emisores no está, al menos no parece predominar, la objetividad, la verdad, la ética, la cultura, la imparcialidad, el conocimiento fidedigno. ¿Por qué esa sospecha? Sencillo: los pocos que controlan cuanto vemos, leemos, escuchamos, e incluso, nos divierte, tienen un solo objetivo. ¿Cuál? Ganar más audiencia. ¿Para qué? Para ganar más dinero. De ahí que los grupos que concentran el 80 % del poder mediático del mundo hoy día conformen, determinen, defiendan y sostengan el statu quo. O lo que es igual: defiendan, a ultranza, el poder. El poder económico. La democracia representativa, esa que nos dotó de la facultad de elegir y -al menos en teoría- de ser elegidos, esa que estructuró la llamada tripartición de poderes, nos reta (y nos ata y nos burla) ahora con un Cuarto Poder. El de los Medios. Se trata de un moderno grillete que no aherroja y avasalla nuestros tobillos sino nuestras conciencias. Como nunca antes unos pocos deciden qué leemos, qué vemos, qué escuchamos y que nos divierte. Y todo ello desde múltiples plataformas, esas que la tecnología nos ha colocado en las manos. Semejante dictadura mediática genera poder. Un poder inmensurable. Indescriptible. Poder para influir. Para resetear nuestras mentes. Determinar nuestros gustos, rechazos, tendencias, filias, fobias, opiniones, ideas, apoyos. Para conformar imaginarios. Echar a andar predilecciones. Generar esperanzas. Fabricar anhelos. Colocar en nuestras cabezas ideas. Las ideas que políticos new waves y expertos new age deseen. Poder para hacernos creer. Creer en ellos. Para llevarlos a nuestras casas y que los recibamos como chicos buenos. Creíbles. Modélicos. Deseables. Boy scout. Gente confiable. Gente que asiste a la Iglesia los domingos. Esposos amantes y padres ejemplares. Gente como uno. Graciosos, incluso. El poder para que políticos new waves y expertos new age inoculen todo el miedo. Llamaremos a esto tiranía despótica del poder mediático. Lo peor resulta cuando medios alternativos, esos que pretenden pulverizar la hegemonía del poder mediático, esos que supuestamente deben echar por tierra todas las mentiras, todas las iniquidades, todas las falsedades, toda la manipulación, esos de los que se espera la verdad y nada más que la verdad, porque fines puros demandan medios puros, porque mentira es mentira sin importar la pureza de fines, precisamente esos medios, esos que no deben falsear ni un ápice, ocultar ni un milímetro, esos que deben hablar claro, y alto, y fuerte, con toda la fuerza que emana de la moral, de la verdad, de la razón, esos, ¡precisamente esos!, incurren, en aras, dicen, de vencer a los taimados, de vencer a la mentira, de llevar a la esperanza, en dosis no menos despreciable de mentira. Lo peor resulta cuando algunos que aseguran luchar en nombre de la verdad y de la esperanza bloquean o dejan libre solo parte de la verdad, censuran todo cuanto no juzguen ellos mismos positivo, de tal suerte acaban mutilando la verdad y cercenando la esperanza. Eso, desde luego, siembra una confusión bestial. Ojalá un día tales acaben comprendiendo el daño ¡tremebundo! que con ello causan. He ahí entonces que ya está lista la gente. ¿Lista para qué? Lista para creer. ¿Creer en qué? En lo que sea. Ready to go.
Y todo ello ocurre en un mundo en el que emergen, como malas hierbas, populismo y demagogia. No importa la filiación política. Populismo y demagogia lo son lo mismo a la derecha que a la izquierda que al centro. Y es que muchos parecen creer imprescindibles populismo y demagogia para, otra vez, una vez más, hacer creer a la gente. A los pueblos. Obligarlos a confiar. A tener esperanzas. Anhelos. Deseos. Proyectos de vida. Inducir, ¡otra vez!, a la gente a soñar. Soñar con mejorar la vida. Así pues, populistas y demagogos toman hoy la flauta y ejercen, no importa si a la derecha o la izquierda, el impertérrito papel de encantadores de serpientes. Llamemos a esto, meramente, auge de populismos y demagogias. Cierto, han existido siempre. Muy cierto eso. Desde la Atenas de Pericles y Solón. Porque ya en la Atenas de Pericles y Solón se ejercían populismo y demagogia. Se acudía al ágora y el demagogo era escuchado. Escuchado por unos pocos cientos. Tal vez un millar. No creo fueran tantos al ágora. Hoy el demagogo es escuchado, seguido, visualizado por millones, cientos de millones, miles de millones, quizá. El ágora es hoy el ciberespacio. La TV satelital. La web. Llega a todos los hogares, todas las PC, todos los teléfonos. Populistas y demagogos tienen hoy más público que nunca antes en la historia de la humanidad. Para colmo de males populistas y demagogos se rodean de grupos de apoyo. Staff, se les llama. Expertos en relaciones públicas, sociólogos, psicólogos sociales, engañadores profesionales, hacedores de discursos, conformadores de imagen, peluqueros, estilistas, consejeros, asesores, especialistas en encuestas, modistos, jefes de prensa, versados todos ellos en mensurar y hacer mutar la opinión de la gente, expertos de nuevo tipo, ¡nunca existieron tantos de estos!, expertos en lograr que un albatros silbe como un ruiseñor, una foca salte cual chimpancé, una mentira rotunda se acepte como la más íntegra de las verdades, un embaucador de a tres por cuarto semeje el paradigma del hombre juicioso, un bufón ignorante llegue a tomarse por un tipo de crédito, un mal se acepte a ojos cerrados como un bien. Si bien populistas y demagogos existieron siempre, desde la Atenas de Pericles y Solón, nunca antes tales se rodearon de tantos y tan capaces expertos, expertos muy capaces de hacernos tomar lo azul celeste por amarillo del Siena. Y he ahí que ya está lista la gente. ¿Lista para qué? Para ver. ¿Ver qué? El color que sea. Ready to go.
Y todo ello ocurre en un mundo en el que las crisis económicas devienen modernas espadas de Damocles que cuelgan sobre las cabezas. Las cabezas de todos. Las cabezas de millones. Crisis económicas han existido siempre, se dirá. Y sí, en efecto. En la Roma de los Graco se pasó hambre, según el día. Hambrunas las hubo en el Ática. En Cartago. En el Londres del siglo XVIII. En el mundo de 1929. Mas… el desarrollo económico, social, tecnológico, el nivel de vida, las comodidades, la tecnología, las bondades que todo lo anterior supone, motiva que, de asomar el feo rostro, ese, el de las crisis, lo que se pierda hoy a resultas de ellas resulte infinitamente superior, a escala galáctica, al duplo elevado al cubo de todo cuanto pudo perderse en la historia anterior de la humanidad. Y, desde luego, este puede ser un cálculo conservador. El azogado hoy por crisis económicas no pierde lo mismo que el azogado en tiempos de los Graco. Que el vapuleado en tiempos de Luis XVI. Que el zarandeado en tiempos de Churchill. Que el cesanteado en tiempos de Reagan. No, Sr. Hoy se pierde con mayúsculas. Hoy se pierde al por mayor. Sostenía Michel Foucault que la sociedad contemporánea esclavizaba con el grillete del consumo. Con el anhelo del placer. Y es que nunca se consumió tanto y de tanto y que tanto placer generara, nunca hubo tanto lujo para anhelar –y nunca tanta pobreza de la que huir- como hoy día. De asomar el feo rostro de las crisis toda esperanza de mayor consumo y mayor placer se reduce. Se reducen las esperanzas de nuevo coche, nueva casa, nuevas, mejores y más largas vacaciones, nueva o más engrosada cuenta bancaria, nuevo y mejor salario, nuevo y mejor trabajo, nuevos y mejores y mayores beneficios. Todo ello se reduce. O desaparece. Queda bye. Por el contrario, aparecen las hipotecas, los desahucios, los despidos, los bajos salarios, los part time jobs, aparece el perder casas, coches, vacaciones, salarios, trabajos, cuentas bancarias, perder todos los beneficios. Llamemos a esto baile espectral de las pérdidas. Desde el 2008 millones en el mundo occidental, en Europa y USA, esos sitios en los que se suele vivir mejor, han sufrido eso. Han bailado a ese compás. El de las pérdidas. Pérdidas enormes. La clase media, aseguran los economistas, a consecuencia de lo perdido, es hoy menos clase y sobre todo menos media que hace diez años. Y la clase media, dicen los mismos economistas, deviene locomotora de países. Mientras mayor y más fuerte y más pujante y más llena de esperanza bulla la clase media de un país, otra vez de acuerdo a esos economistas, más fuerte, más pujante, más lleno de esperanza vivirá ese país. Todos los países desean tener una clase media poderosa. Y en todos los países todos desean y trabajan y sueñan y luchan por llegar a ser clase media. Gozar de sus beneficios. Eso para una vez instaurados en la clase media… crecer, ascender. Todavía más. Mejorar el nivel de vida. Mejorar en coches, casas, vacaciones, cuentas bancarias, salarios, trabajos, beneficios. Porque ese es el mundo que hemos creado. Ese el capitalismo. Eso lo natural. Pero sucede que la clase media en los últimos diez años ha visto menguado todo lo anterior. Y la clase media, no se olvide, conforma también, y muy especialmente, eso que acá hemos llamado, indistintamente, gente o pueblo, esos que han sido engañados, traicionados, embaucados, manipulados, vapuleados y zarandeados. Todo ello por políticos y expertos, por la banalización de la cultura, la tiranía del poder mediático, los populistas, los demagogos. Y la clase media también siente miedo. Sí, también ellos. Sobre todo ellos. Tienen más que perder. Mucho más. No solo las cadenas. Tienen miedo a perder lo logrado. A no lograr más. Ese tipo de miedo. Y ese es un miedo grande. Ni hablar de aquel otro miedo, el que sienten esos otros, los más pobres. El que sienten, incluso, los ¨nuevos pobres¨, esos que desde el ¨correctivo¨ al que ha sido sometida en Occidente la clase media han fluido -tristemente- a engrosar el grupo –nutrido- de los menos favorecidos. Todavía más al fondo están esos, todavía más necesitados del favor de Dios -por citar el favor de alguien en este mundo tan desfavorecido-, esos que siempre, toda la vida, y aun antes, por generaciones, han sido, a perpetuidad, los más pobres. De proceder hoy a la sumatoria, operación en la que a los caídos en desgracia desde la clase media se adicione esos otros, los menos favorecidos, los necesitados del favor rotundo de Dios, ante nuestros ojos se extenderá el panorama -a todas luces aterrador- que ha caracterizado los últimos diez años. Un panorama que -de facto o desde la nada beatifica sombra del miedo, sí, otra vez el miedo- involucra en no pocos sitios a una mayoría. Una mayoría que vota. Una mayoría que decide. Y he ahí que ya está lista esa mayoría. ¿Lista para qué? Para favorecer. ¿Favorecer a quién? A quien le parezca coloque lejos, bien lejos, el feo rostro de las crisis. Ready to go.
Y todo ello ocurre en un mundo en el que cada vez más se cree que un político fuerte, un gobernante que parezca poderoso, que lleve a todos la imagen de resultar muy seguro de sí mismo, de seguir con vehemencia su propia y única intuición, de pasar por encima de ciertos elementos del statu quo, de la historia pasada, de la presente, de la futura, de ciertos eslabones del sistema, de la vida, de ciertos círculos de poder (o que al poder afecten), mofarse de ellos, condenarlos, ofenderlos, vilipendiarlos, asegurar que es su enemigo y, desde luego, asegurar que va a cambiarlos, a defenestrarlos, un gobernante fuerte en mitad de tanto gobernante incapaz, dubitativo y, a los ojos de la gente, débil, atado a Oposiciones, Asambleas Nacionales, Congresos, Senados, Parlamentos que, a menudo, aprueban lo que la gente no desea y desoyen lo que desea, un gobernante que sostenga que cuanto de negativo acaezca o pueda acaecer no lo amedrenta ni lo amedrentará porque está dispuesto a cambiar, patear, vencer, perseguir, negar, ocultar, convencer, golpear, amedrentar, comprometer, ilegalizar, comprar, censurar, encarcelar o ignorar cuanto de ¨negativo¨ acaezca, un macho alfa, un gobernante pletórico de fuerza y determinación y carácter y cautivante personalidad y desacostumbrada manera de comportarse y verbo encendido y pasado exitoso, un gobernante que, incluso, pueda estallar en ex abruptos y tropelías verbales, ignorar cuanto derecho exista, pero del que emane poder, vigor, fuerza, virilidad, potencia, nervio, carácter, impulso, no importa colinde o exceda la atrocidad, la brutalidad o el desatino, ese va a impactar, a enamorar, a seducir, a servilizar, a hacer mover banderitas y sostener globos a la gente, a tomar por el culo y hacer cantar vítores a la gente. No importa declaren responder a la izquierda, a la derecha, al centro o a los extremos. No, Sr. Eso es baladí. Lo que importa es que sean -o parezcan ser- fuertes. Y es que la gente adora a los fuertes. Es un atavismo. Todavía más la gente que tiene miedo. Los más esperanzados, los más necesitados, los más abandonados, los menos educados. Porque mientras menos cultura se tenga más se ama a los Dioses. Y los fuertes se erigen como Dioses. La gente los mira y no los ve humanos. No. Los ve Dioses. Porque mientras más desvalida se sienta la gente más necesita de Padres que los proteja. Por eso el poder del Hombre Fuerte se identificará con la potestad de un Padre y la autoridad de un Dios, un Padre / Dios hoy magnánimo, mañana castigador, listo a reinar orgullosamente sobre sus pobres y desventurados hijos. Llamemos a esto fetichismo del poder. Un impulso, por demás, muy natural. Muy humano. La gente va a sentir, humana y naturalmente, que el fuerte puede salvarlos. Que tiene la fuerza para hacerlo. Que pueden y deben confiar en él. Que vale más confiar en él que en los otros. Que en los mismos. Esos otros. Los débiles. Los mentirosos. Los traidores. Los de siempre. Los de antes. Y he ahí que ya está lista la gente. ¿Lista para qué? Para dejarse tomar por el culo. ¿Dejarse tomar por quién? Por los fuertes. (O por aquellos que simulen serlo). Ready to go.
Y todo eso ocurre en un mundo en mitad de una muy bestial crisis, ¡otra!, una crisis de la ética. Sin tapujos vamos a llamarle así: crisis general de la ética. Crisis en la ética de los elegidos y crisis en la ética de los electores. Crisis que lleva a elegidos a esbozar y presentar y defender y enarbolar posiciones que deberían -francamente- avergonzarlos. Que los lleva a defender lo indefendible. Que los lleva a atacar lo inatacable. Al menos lo indefendible o inatacable para aquellos otros, los que detenten ética. Que los lleva a atacar lo democrático, a hablar solo ellos, a escucharse solo ellos, a hacerse escuchar solo ellos, a manipular manu militari -o mediante cualquier otra bochornosa manu- todos los poderes del Estado, a abrazar la violencia, la persecución, la represión, la segregación, la cuasi dictadura, la seudo democracia, el proteccionismo, el nacionalismo, el odio, el ninguneo e irrespeto del otro, el nepotismo, la chanza ante el sufrimiento del otro, el olvido del otro, el bombardeo, el asesinato, las invasiones, las golpizas, la tortura, la fabricación de muros, la represión, la mentira, la censura, el desprecio por las minorías, las mujeres, los negros, los latinos, los homosexuales, los intelectuales, los artistas, los que piensen diferente, los que opinen contra ellos, los que profesen religión disímil, los que se les opongan pacíficamente, los pobres, los emigrantes, los enfermos, los niños, los sin trabajo, los homeless, los muertos, relegando al olvido la voluntad, el deseo o los más elementales derechos de la mayoría, o reinando, también eso, sobre la servilizada y rendida voluntad de la mayoría. Crisis que lleva a los electores, servilizados y víctimas del estupro del poder que reverencian, a amar y aclamar y votar por aquel que los sodomiza. Un elegido ético no incurriría en tales desafueros. No, Sr. Un elector ético tampoco. Pero en un mundo en el que cada vez imperan e importan más, tanto para electores como para elegidos, las ganancias -o la esperanza de ganancias- la ética, ese olvidado colgajo, ni se cita ni se cotiza. La ética, en condiciones normales, funciona como tamiz de nuestros deseos. Un tamiz que filtra e identifica aquello que se juzga lícito en aras de obtener lo que se desea. Obtener lo que se desea solo a partir de medios que se juzguen lícitos. Más que lícitos… éticos. Buenos. Honestos. Justos. No solo de acuerdo a la Ley, sino, y muy especialmente, de acuerdo a nuestros propios valores. Valga la aclaración, porque en este mundo nuestro mucho de lo lícito no es ético, ni bueno, ni justo, ni honesto. Valga también decir que el afán desmedido de ganancias actúa como solvente de valores. Y sin valores cero ética. Y sin ética todo vale. Todo queda permitido. Sin ética nuestros deseos vuelan sin tamiz. Asoma e impera el más feroz maquiavelismo. Solo importa el éxito. Solo importan los fines, no los medios para lograrlos. Eso queda, como único valor: los fines. Otra arista, insoslayable, en esta crisis del ethos, irrumpe desde ese otro desmadre, mayúsculo, que es la corrupción. Generalizada. A todos los niveles. Y es que a la Sra. Ética se le ha despedido para, en su lugar, hacer sentar al Sr. Éxito. Permutación de las E., podríamos llamar a esto. A la ética se le ha dicho bye para abrir las puertas al pragmatismo y al utilitarismo, flamante dúo al que se recibe hoy con entusiastas Welcome. La corrupción lleva a muchos políticos a la cárcel o a engordar jugosas cuentas bancarias en paraísos fiscales. Y la corrupción, también ella, excluye filiaciones políticas. Y es que todos pueden ser corruptos, ya sea se auto-reconozcan de izquierda o de derecha o del centro. Porque un aspecto trágico a no perder de vista en esta crisis del ethos resulta que no pocos de aquellos que pueden levantarse como alternativa, alternativa a los ¨no éticos¨, no resultan suficientemente ¨éticos¨, incluso, en ciertos casos -hay que decirlo, con pena, sí, pero decirlo- son ellos mismos: ¨no éticos¨. Y es que al incurrir exactamente en similares desmadres que los otros, se comportan como tales. En ocasiones queda elegir entre el mal rotundo y el mal menor. Entre el mal rotundo y el ¨bien¨ desvaído. Y eso, convengamos, siembra confusión. Una confusión bestial. Y lo hace porque elegir entre tales no resulta exactamente alternativa muy clara. Por ese camino se puede acabar justificando actos infames al identificárseles como medios en aras de lograr fines virtuosos. Mahatma Gandhi aseguraba que fines puros demandaban medios puros. También Karl Marx. Y José Martí. Todo hombre ético lo sostendría. Y es que fines edificantes no pueden alcanzarse con empleo de medios bochornosos. No, Sr. He ahí entonces que ya está lista la gente. ¿Lista para qué? Para incurrir. ¿Incurrir en qué? Incurrir en todo. En lo que sea. Ready to go.
Y todo ello ocurre en un mundo en el que cada día la apatía gana un metro más. ¿La apatía de quién? De los pueblos. Y… ¿cómo se manifiesta la apatía? En la tendencia, creciente en los últimos 30 años, al abstencionismo. Al voto en blanco. Se convoca a los pueblos a decidir y los pueblos, hastiados y descreídos, se encogen de hombros. Dan la espalda. El día de la votación se van de picnic. Duermen. Beben vino. Hacen el amor. Eructan. Si en el planeta los asuntos fueran a bien pudiera concluirse que a resultas de vivir tan inmejorablemente los pueblos -y tan seguros los pueblos de seguir viviendo de manera tan inmejorable- votar no marca la diferencia. Mas… no es ese el escenario. No, Sr. En el mundo, por lo general, las cosas van mal. Endemoniadamente mal. Salvo excepciones. Lo que han perdido los pueblos realmente es la esperanza. La esperanza de que votar recomponga algo. La esperanza de que su voto contribuya a cambiar algo. La esperanza de que algún político merezca el voto. En USA, en el 2012 la abstención alcanzó el 32 %; en 1964 no llegaba al 5 %. En 1965, en Canadá, el abstencionismo era de 24,1 %; en el 2001 marcó un 38,9 %. En Europa, mutatis mutandis, la situación no es distinta: el plebiscito que lanzó a Gran Bretaña fuera de la UE asombró con abstención del 28,0 %; en Grecia, el plebiscito de julio del 2015, la abstención ascendió al 37,5 %. En no pocas naciones el abstencionismo supera, incluso, el 50 %. En naciones en las que el voto resulta obligatorio por ley el abstencionismo puede exceder el 20 %. Y este desdeño de las urnas, este desprecio a ejercer el derecho a decidir, la padecen, fundamentalmente, los más jóvenes. En momentos en los que cobra cada vez más auge acudir a los pueblos para que decidan… los pueblos declinan la oportunidad. Desdeñan la responsabilidad. Se encojen de hombros. No votan. Votan en blanco. Sacan la lengua. Eructan. La apatía no es per se una causa. No. La apatía es un efecto. Un efecto que deriva de cada una de las causas antes enumeradas. De muchas otras, quizá. Podríamos preguntarnos: ¿qué cantidad de electores acabará llevando a un político a la Presidencia? ¿Qué cantidad de electores acabará tomando las decisiones trascendentales, esas que involucran a todo un pueblo? ¿Cuál será el quórum? ¿Qué legitimidad derivaría de ello?
Por todo ello, hoy día, se tiene la nefasta impresión de que en la aldea global las fronteras entre lo mejor y lo peor, entre lo viable y lo inviable, entre la racionalidad y la desmesura, entre el conocimiento y la fe… pueden devenir cada vez menos claras, menos nítidas, menos sujetas al humano discernimiento. En ese contexto algunos se han declarado enemigos de la elección o decisión de la mayoría. En tanto los pueblos se equivocan, en tanto lo hacen de manera tan mayúscula y continua, sostienen, es peligroso preguntar a los pueblos. Urge, dicen, que únicamente, y para bien de todos, decidan los expertos. Los que saben. Un grupo de elegidos. Un grupo de Grandes Hermanos. Avizoran grandes peligros en preguntar a los pueblos, preguntar a esos que solo cazan Pokémons, hablan de fútbol, leen revistas del corazón, se encantan por telenovelas, devoran libros de auto-ayuda, se idiotizan con juegos on line, beben chismes de farándula, sueñan con series de Nexflix, citan a Paulo Coelho, alucinan con fotos de paparazzis, cuelgan comentarios banales en Facebook, se masturban con porno hard o light, asisten a conciertos de Miley Cyrus o cultivan su colesterol de la mano de comida chatarra en Mc Donald. Esos, sostienen, no pueden decidir. No, señor. Es un peligro. Y la democracia participativa un engendro. Para algo existe y se creó y funciona, dicen, ¡con toda eficiencia! la democracia de siempre, esa, la representativa, el despotismo electoral, esa que otorga carte blanche a los elegidos para que, una vez elegidos, hagan en nuestro nombre cuanto les plazca. Esa que hizo decir a Mark Twain que si votar sirviera de algo pues no nos dejarían hacerlo. Se incurre hoy en el retruécano, en el absurdo de, en nombre de la voluntad secuestrada a los pueblos por cada uno de los males acá expuestos -y por otros muchos-, defender se retire a los pueblos el poder de decidir, revertir la tendencia a empoderar a los pueblos. Y no son seres negativos quienes eso exponen. No, Sr. Son seres, algunos de ellos, por quienes, basados en sus actos anteriores, sus posiciones pasadas, muchas de ellas muy dignas, puede sentirse un muy merecido y ético respeto. Que seres de semejante prestigio incurran en ese retruécano ilustra, muy a las claras, el desmadre que ante todos acontece. Ilustra del peligro: que se revierta la tendencia a hacer valer el derecho de los pueblos a elegir y a decidir. Que se eche por tierra aquello que los pueblos juzgan anhelo de mayoría. Preferencia de colectivo. Que se detenga la tendencia a preguntar a los pueblos su voluntad. Y eso por miedo a los errores, garrafales, que en decisiones tales puedan incurrir los pueblos. Muy comprensible y muy humano eso, sí, pero desastroso. Porque desastroso es olvidar que resulta mucho más ética y legal la decisión -equivocada o no- de una mayoría que el dictado -correcto o no- de una aristocrática casta. Basta de criminalizar, estigmatizar o rechazar el derecho de los pueblos a decidir. Criminalicemos, desterremos, y rechacemos, eso sí, las acciones, y causas, y condiciones, y debilidades, y amenazas, y Partidos, y políticos, y expertos, y el miedo, y el predominio mediático, y la banalización de la cultura, y la ignorancia, y los populismos, y las demagogias, y el enaltecimiento del poder, y la ausencia de ética, y las crisis, y la inexistencia de claras alternativas, criminalicemos, desterremos y rechacemos toda causa, cualquiera que ella sea, que favorezca, condicione, conduzca a este desmadre, este ilógico desmadre, peligroso, sí, peligrosísimo, ese desmadre que en el mundo de hoy es -cada vez más frecuentemente, cada vez con mayor fuerza, por tramposo arte de birlibirloque, empleando cuanta maña puede imaginarse, y aun otras, esas que ni siquiera se alcanza a imaginar- hacer que los pueblos, las mayorías, la gente elija lo que a los pueblos, la gente y las mayorías pueda resultar nocivo. Rechazar todo lo execrable que hoy acontece en aras de servilizar a los pueblos, de colocar a los pueblos en capitis deminutio para decidir. Ese despreciable desmadre que es sodomizar a más y mejor la voluntad popular. Ese desmadre que es, digámoslo claro, lograr el consentimiento de los pueblos para, ni más ni menos, tomarlos, repetida, despectiva y abusivamente, por el culo.
Rafael de Águila es escritor, crítico y ensayista cubano. Reside en La Habana, Cuba. Premio Nacional de Narrativa Alejo Carpentier 2010.
De acuerdo, nada, NADA puede justificar limitar, anular o impedir el empoderamiento del pueblo.
Perdón a los sabios y a los eruditos: aburrido, largo, tedioso esta exposición. No creo que alguien corto de tiempo lea este extenso artículo, que por ser tan reiterativo cansa y aburre. Creo debe ser tratado en otro sitio para que dé a un debate. Esa es mi humilde opinión. Gracias.
Pues hay un tango “Cambalache” que pretende este discurso y lo hace más sintético y bello, es un tango, pero igual de mentiroso. Creo que en la medida en que sigamos homogeneizando y no viendo las contradicciones y las posibles salidas seguiremos en el “cambalache” que esté artículo enumera de manera tan explcíta, quizas hasta demasiado explícita.
No es Varguitas quien habló de la sociedad del espectaculo sino Guy Debord para cuestionarla con cierta posición al menos artística. Ni tampoco es Putin un zar, ni creo que podamos mezclar la chicha con la limonada a no ser que la profesión de la queja -y la derrota implicíta en la voluntaria o distraída mescolanza de asuntos- pretenda sustituír el analisis. Una cosa es el síntoma, otra la enfermedad y otra la posible cura. En esa relación dialéctica se puede empezar a pensar. Todo lo demás es cambalache, y lo dicho, un tango precioso y que adoro, pero un tango.
Excelente artículo Iroel. Nos obliga a indagar todo aquello-pensamientos, miedos, economia, etc.-en que se sustenta la democracia representativa y su ejército de seres con una “capitis deminutio decisoria” cada vez más deficiente y sometida a los poderes dominantes.
La definción de cultura que nos ofrece de Aguila es muy pertinente para estos tiempos en que se aceptan ciegamente las leyes del mercado y la hegemonía imperialista. Según el autor hace falta una ‘cultura de conocimientos vastos y profundos para tomar las decisiones correctas, y elgir correctamente y con justeza.’ La función más importante de la cutlura es la de desentrañar, analizar, decodificar, categorizar los codigos y mensajes a los que estamos expuestos en nuestros quehaceres y prácticas cotidianas, a la vez que evaluamos su credibilidad e identificamos los intereses que representan.
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Excelente!!!!!!!!!!!!!!!!!!!