Guillermo Castro H.
La crisis ambiental que hoy encara nuestra América hace parte, sin duda, de la que aqueja a todo el moderno sistema mundial, anunciando su transición a otro que será por necesidad distinto, para mejor o para peor. En nuestra América, esa transición general adopta modalidades específicas, que resultan de la interacción de tres procesos históricos distintos, estrechamente vinculados entre sí.
Uno, de muy larga duración, corresponde al legado de las modalidades de interacción con el medio natural desarrolladas por los humanos en el espacio americano – en particular en Mesoamérica, el Altiplano andino y la Amazonía – a lo largo de al menos 15,000 años anteriores a la Conquista europea de 1500 – 1550. Otro, de duración media, corresponde al control europeo del espacio latinoamericano entre los siglos XVI y XVIII, mediante la creación de sociedades tributarias sustentadas en formas de organización no capitalistas – como la comuna indígena, el mayorazgo feudal y la gran propiedad eclesiástica -, que ingresaron en un proceso de descomposición a lo largo del período 1750 – 1850. Y el tercero, de corta duración, corresponde al desarrollo de formas capitalistas de relación entre los sistemas sociales y los sistemas naturales entre 1870 – 1970, hasta ingresar desde 1980 a un proceso de crisis aún en curso, en la que emergen viejos conflictos no resueltos, en el marco de situaciones enteramente nuevas.
Tal es el caso de la resistencia indígena y campesina a la incorporación a la economía de mercado del patrimonio natural existente en las regiones interiores de nuestra América, que hasta hace poco han tenido relaciones marginales con la economía de mercado, y que albergan enormes reservas de recursos minerales, forestales, hídricos, energéticos y de tierras aptas para la agricultura. Y tal es, también, el caso de la lucha de los nuevos habitantes urbanos – que constituyen el 80% de la población total – por el acceso a condiciones ambientales básicas para la vida, como el agua potable, la disposición de desechos, la energía y el aire libre de contaminación.
Cabe decir, atendiendo a lo anterior, que la mayor dificultad para comprender el carácter y el alcance de la crisis ambiental que encara nuestra América radica en el modo en que en ella operan todos los tiempos del proceso histórico que la ha generado, como en el período de transición que esa crisis inaugura. Aquí, en efecto, todo el pasado actúa en todos los momentos del presente, de un modo que no puede sino recordar lo planteado por Antonio Gramsci en cuanto a que
toda fase histórica real deja huella de sí en las fases posteriores, que en cierto sentido llegan a ser su mejor documento. El proceso de desarrollo histórico es una unidad en el tiempo, por el cual el presente contiene todo el pasado, y en el presente se realiza del pasado todo lo que es “esencial”, sin residuo “incognoscible” que sea la verdadera “esencia”.[1]
En este panorama va tomando forma una cultura de la naturaleza que combina reivindicaciones democráticas de orden general con valores y visiones provenientes de las culturas indígenas, las afroamericanas, y las de una intelectualidad de capas medias cada vez más vinculada al ambientalismo global. Esa cultura, en lo más elaborado de sí, se expresa en campos del saber como la ecología política, la economía ecológica, la historia ambiental y la ecología moral, desde los cuales enfrenta a políticas estatales a menudo asociadas a los intereses de organismos financieros internacionales, y a complejos procesos de búsqueda de acuerdos sobre problemas ambientales globales en el sistema interestatal. Aquí, la razón técnica que alegan las políticas estatales se enfrenta a la legitimidad histórica y cultural de los movimientos que las confrontan, hasta dejar en evidencia que, siendo ambiente es el resultado de las interacciones entre la sociedad y su entorno natural a lo largo del tiempo, si se desea un ambiente distinto es necesario crear sociedades diferentes. Este es el desafío fundamental que nos plantea la crisis ambiental, en América Latina como en cada una de las sociedades del planeta.
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La crisis ambiental que sufre América Latina está estrechamente ligada al modelo de producción y consumo imperante en el mundo capitalista, donde desempeña el papel de gran abastecedor de materias primas y mano de obra barata, sobre todo las naciones inmersas en tratados de libre comercio con las grandes potencias capitalistas (Mexico, Perú, Colombia, Panamá) y las que basan el desarrollo en proporcionar toda clase de facilidades a las grandes corporaciones transnacionales.
Bajo un modelo de estas características, no es posible afirmar que América Latina ha encontrado una vía de desarrollo propia y al servicio de sus ciudadanos, aunque existan organismos supranacionales como el Alba, la Celac y Unasur independientes de los grandes centros de poder. Por el contrario, es un camino de servidumbre y dependencia de las grandes potencias, que tiene un alto coste social, económico, cultural y ambiental. Y como no podía ser de otra manera, el modelo se justifica en la pobreza y atraso históricos, que es el resultado del sometimiento secular a las relaciones de producción capitalistas y a las relaciones de reproducción impuestas por las oligarquías hegemónicas y las grandes potencias, garantizando así mano de obra a precio de coste de subsistencia y dispuesta a aceptar toda clase de penalidades, además de una demanda creciente y, lo que es especialmente importante, la coartada perfecta para incrementar la presión sobre los recursos.
Incluso los gobernantes de Ecuador, Bolivia y Venezuela recurren a la coartada del crecimiento demográfico para justificar la profundización en el modelo extractivista sin la menor consideración a una variable demográfica que no deja de crecer y, con ello, dificultar la acción de gobierno en todo lo relacionado con el acceso al consumo, la presión sobre los recursos y la contaminación del medio ambiente. ¿Por qué los gobiernos progresistas no acaban de tomar conciencia de que existen recursos ambientales críticos y no renovables (o renovables sólo a muy largo plazo, como la tierra fértil) cuyo aprovechamiento debe ser sostenible, así como problemas de contaminación asociados al crecimiento, que demandan la urgente actuación sobre una variable que depende enteramente de factores ideológicos de nuestra especie, como es el control de los nacimientos en armonía con el ambiente? ¿Cuándo van a reconocer que para el neoliberalismo no cuentan los derechos de las generaciones futuras ni los derechos del planeta y que la gestión de los recursos en sociedades superpobladas y concentradas en grandes núcleos de población está convirtiendo al neoliberalismo en un modelo económico inevitable y que deja fuera de juego al resto?
Existen en lo más profundo del continente americano (espacios selváticos y árticos) culturas primitivas que vienen actuando de este modo civilizado, ajustando los nacimientos a los recursos ambientales, para no sobrepasar nunca la ley de los recursos críticos (ley del Mínimo de Liebig), lo que les ha permitido vivir en paz y armonía con el medio ambiente y otras culturas durante siglos. Es de su filosofía de vida de la que deben apostar los gobernantes que han elegido la vía de la emancipación del imperialismo y del buen vivir, contrariamente a la ideología dominante bajo el capitalismo (que necesita del crecimiento demográfico y de la sobreexplotación de los recursos para que no deje de crecer la tasa de acumulación) y la ideología de la iglesia católica (los autobuseros de un viaje a ninguna parte, para quienes la incomodidad y penalidades que pueda representar la superpoblación estarían plenamente compensadas con las bondades de una vida de ultratumba que nadie vio, que nadie ha podido explicar científicamente y que nadie ha podido ubicar en el espacio increíble de miles de millones de galaxias con miles de millones de estrellas cada una de ellas)