Víctor Casaus
A guitarra limpia nació a finales de la década del 90 en el vacío que la crítica situación económica había provocado, también, para la nueva trova, para la canción pensante, doliente y amante. Los espacios que existían para compartir y difundir se fueron apagando, hasta prácticamente desaparecer. Los artistas que los frecuentaban, muchos de ellos jóvenes, se vieron –como otros sectores de la sociedad– ante dos alternativas: buscar fortuna en otros horizontes geográficos o tratar de afrontar los rigores de aquel áspero tiempo, entre los alumbrones del momento, sin perder la guitarra ni la esperanza.
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Con la guitarra, limpia, se llega a este aniversario quince. Los trovadores y las trovadoras construyeron en ese tiempo este espacio para comunicarse, compartir, disfrutar, debatir, que son infinitivos parciales para expresar este otro, mayor: vivir. El Centro Pablo fue el instrumento, la herramienta, el arma (y a veces el alma) para esa construcción colectiva. Otros lo llamarán casa, nido, familia. Y también tendrán razón.
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Este espacio pudo tomar como suyo aquel lema con que el arte digital cubano presentó sus credenciales tres lustros atrás: una apuesta a favor de la imaginación y la belleza. La belleza como materia imprescindible para estar, para ser y para continuar. La apuesta como aceptación del riesgo necesario, como negación de la rutina: impecable, correcta pero empobrecedora. Sin embargo, A guitarra limpia descubrió, concierto a concierto, su propia consigna, diversa y diversificadora: todas las generaciones y todas las tendencias de la nueva trova cubana han pasado –y seguirán pasando– por este patio.
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Para hacer posible aquel sueño de finales de siglo y de milenio, acercaron su hombro, su solidaridad, la gente amiga de Puerto Rico y de otras partes; las instituciones fraternas que entendieron las claves de este movimiento sistemático, a veces imperceptible, sobre el filo de la navaja del riesgo –es decir, de la creación–; los artistas mayores de la canción que respaldaron con su presencia, a veces con su ayuda directa y silenciosa, esta apuesta que también fue la suya en otros tiempos.
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El espacio multiplicó las voces de los más jóvenes, propiciando que sus obras primeras llegaran a otras gentes, y sus propuestas –acertadas o no, eso es lo menos importante– fueran conocidas, debatidas, analizadas, vividas por sus contemporáneos, esos jueces terribles o amables, cómplices o escépticos –eso también es lo menos importante. Lo importante es la posibilidad de estar, de ser y de seguir. Y A guitarra limpia ha contribuido, en estos quince años, a conjugar esos verbos trascendentes y cotidianos al mismo tiempo.
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Un joven trovador lanzó un día, en medio de una conversación intrascendente, esta verdad compartida: “En otros lugares uno llega, canta y se va. Aquí uno llega, canta y se queda”.
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Se quedan porque el sonido de sus voces y de sus músicas es grabado y reproducido en discos y lanzados al éter antiguo pero eficaz de la radio y colocados en los sitios cada vez menos misteriosos del espacio digital. En ese mismo espacio y en otros se difunden sus imágenes estáticas o en movimiento, acariciando una guitarra o pulseando con los nervios en su primera presentación, en su segundo nacimiento.
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Se quedan porque con ese disco en la mano llegan una mañana, un año, al festival que los premia, o los valora, o los desconoce –eso tampoco es lo más importante, porque lo más importante es haber dicho lo que se quería decir y como se quería decir y seguir siendo, en paz –o en guerra– con los ángeles o los demonios de cada momento.
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Pero se quedan, sobre todo, porque en la magia terrenal de un patio o en la solidaridad de una guitarra prestada o en la complicidad de un texto maldito han construido una comunidad. Diversa, múltiple, contradictoria, como son en la realidad real las comunidades verdaderas. Como es la vida.
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Si las estadísticas solas pudieran ofrecer la imagen cierta de los hechos y de los procesos, bastaría con mencionar los 170 conciertos soñados y realizados en el patio querido o en las salas fraternas; los 80 discos producidos a punta de tesón y de talento; los 200 programas radiales que llevaron, En el Centro, cada semana, las voces de los maestros y los recién llegados; los 15 cuadernos Memoria que dieron fe (de vida), a lo largo de estos años, a lo cantado, soñado o vivido en un patio de la Habana Vieja –de la nueva Habana–; los 50 capítulos de una serie televisiva que mostró la altura de la canción de la Isla a las gentes de muchas partes del mundo.
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Pero las estadísticas, solas, no pueden expresar la alegría de encontrar a un trovador nuevo en una provincia apartada, ni la emoción de acompañar la gira interminable de la canción renovada y renovadora por los barrios humildes, ni el asombro persistente ante lo que puede hacer un hombre o una mujer con su guitarra en ristre.
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“Uno llega, canta y se queda”.
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Uno los ve llegar, cantar, quedarse entre nosotros, entre ustedes. Los ve pidiendo el espacio que les corresponde, el micrófono que multiplique sus dudas, sus certezas y sus nuevas dudas, en ese ciclo interminable como las giras verdaderas.
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Por eso nació, hace quince años, A guitarra limpia.
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Por eso seguimos siguiendo. Que sigue siendo –hasta donde sabemos, hasta donde adivinamos– la única manera de ser y de estar.
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