Pedro Pablo Rodríguez
Sé que ya han pasado varios días del triste hecho. Sé que para los manuales de periodismo ya no se trata de una noticia, que debe ser reciente, mejor si es inmediata. Sé que algunos periódicos y otros medios le han dedicado merecidos comentarios amplios. Pero no puedo dejar de compartir con los lectores mis impresiones acerca de esta mujer fallecida hace poco.
Si usted pidiera su nombre por Internet le saldrían muchísimos comentarios y artículos acerca de esta persona que no acaparó premios periodísticos, que no tuvo una columna en algún periódico o revista, que no tuvo un espacio en la radio, la televisión o algún medio digital, que ni siquiera era de palabra cautivadora ante un auditorio.
Los tantos textos escritos sobre ella nos hablan de su temprana incorporación a la Revolución, de su estancia en el magisterio; de su ejercicio inicial del periodismo en su natal Holguín; de su largo caminar por la Unión de Periodistas de Cuba, la UPEC; de su incansable labor en la creación, infancia y madurez de la Editorial Pablo de la Torriente Brau; de su atareado quehacer al final en el Instituto Internacional de Periodismo, cuando ya pensábamos que la vida se le iba y que le tocaba descansar un poco.
¿Por qué, pues, este interés en ella y en comunicar al público su desaparición y en evaluar su paso por la vida una y otra vez? Lo más probable es que muchos lectores quizás no logren comprender la razón de tantos homenajes y no es de dudar que algunos se hagan la pregunta anterior.
La traté en una de las tantas clases de Historia de Cuba que impartí en la antigua Escuela de Periodismo de la Universidad de La Habana. Fue en uno de los primeros cursos para trabajadores, cuando junto a quienes practicaban la profesión sin titularse, matriculaban esa carrera gente de los más diversos oficios. Hasta cien alumnos podía haber en un aula, y aunque hubo quien nunca pude aprender su nombre, a ella la individualicé enseguida, en cuanto se me acercó para pedirme colaborar en ciertas tareas de la UPEC. Así comenzó una relación de trabajo que se anchó y que nos condujo juntos a menudo por disímiles asuntos.
Confieso que no la guardo en esa pequeña caja en que agrupaba a los alumnos que estimé brillantes y con exitoso porvenir en el periodismo. Sí estuvo pronto, sin embargo, en el cajón más grande de los estudiantes que fueron y son mis amigos, de los que no solo aprecio, sino que también quiero. Fue cumplidora, extremadamente cumplidora en sus deberes docentes, y evidenció capacidades y aprendizaje sistemático, y, sobre todo, juicio propio.
No me caben dudas de que estudiaba a conciencia los materiales que yo exigía como parte del curso, sino que, como debe ser, los asimilaba y los incorporaba a su vida social. Se ganó entonces también mi respeto por su voluntad y su inteligencia para enriquecer su personalidad.
Luego fueron muchos, muchos años, compartiendo tareas de formación en la UPEC, en la editorial y en el Instituto. Comprendí muy pronto que tenía enorme confianza en mis capacidades y en mi persona, y le agradezco que me enrolara y me hiciera compartir su entusiasmo en esas aventuras para desarrollar los saberes del gremio. Junto a ella me sentí comprendido, estimulado y valorado.
Fue modesta, de veras modesta, sin la vanidad de parecerlo. Mas no echó atrás ante cualquier cosa que requirió de su empuje. No sé cuánto sabía de editoriales al fundarse la Pablo de la Torriente. Estoy casi seguro de que no dominaba entonces el emocionante arte de hacer libros. Pero no hay duda de que aprendió rápido, sobre todo de que aprendió lo que tenía que aprender para la responsabilidad que ocupó: cómo atraer y cómo conservar a los autores, desarrollar el olfato para descubrir cuáles eran los temas deseados por los lectores, impulsar la edición de textos teóricos y técnicos sobre periodismo y comunicación, tan necesarios, tan escasos entonces y tan difíciles de adquirir fuera de Cuba por sus costos.
En medio de aquello tan terrible que fue el llamado período especial, que acabó con la industria impresora en Cuba y que puso al mundo editorial a punto de la desaparición, ella sostuvo esa casa editora de la UPEC y entregó libros que ennoblecen cualquier biblioteca. Una proeza, desde luego, de esas que no suele recoger la historia.
No trabajó para alcanzar ni para mantener posiciones, ni siquiera por honores. Diría que no pensaba siquiera en los reconocimientos o estímulos a su labor. Fue, nadie lo dude, ejemplo de entrega y de honradez en tiempos en que esas cualidades se hicieron comunes para muchos, dos cualidades, no obstante, de las que hoy estamos tan necesitados.
Fue amiga leal, me consta, de las que no viran la espalda cuando las incomprensiones te acosan. Siempre tuvo la mano tendida y ardió en el fuego de la Revolución, a conciencia y plenitud.
Debe haber sufrido desengaños, cometido errores, pasado por situaciones difíciles a montones, haber quedado insatisfecha consigo en más de una ocasión. En dos palabras: vivió, y lo hizo bien. Siento orgullo por haber conocido a esta cubana de mi época, que aportó sin reservas lo que su tiempo le pidió y lo que ella pudo dar. Doy las gracias, a ti, Irma, por haber cumplido tu deber. Por eso hay que recordar públicamente a Irma Armas Fonseca, como debe hacerse en todos los casos semejantes.
Publicado en Cubarte