Mi Jaime Sarusky

 
Álvaro Castillo Granada
Para Achy Obejas
´ Alvaro Castillo y Jaime Sarusky

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Alvaro Castillo y Jaime Sarusky

Rebeca Murga acaba de darme la noticia: Jaime Sarusky ha muerto.

Estoy llorando, coño.

En eso nos parecíamos: en la facilidad para conmovernos hasta las lágrimas. De alegría o tristeza, no importa. Siempre nuestras emociones profundas se convertían en agua que bajaba por nuestras mejillas rumbo a la tierra. Tal vez por eso nos caímos bien de inmediato. Bueno, hay algo más. Nos conocimos, sin saberlo, admirando, cada uno por su lado, la belleza rotunda y contundente de una venezolana cuyo nombre jamás pudimos olvidar: Karili. Sé que la recuerdas. No en vano te llamaban “El tigre”…

El que nos presentó fue Paco Ignacio Taibo II. Mientras hacíamos la cola para que él nos dedicara su Pancho Villa nuestras miradas se cruzaron varias veces silenciosa y cómplicemente. Paco dijo: “Jaime, él es Álvaro Castillo, un librero colombiano. Va a estar contigo en Gijón”. Ahí confirmé una invitación anunciada a la Semana Negra. Nos dimos la mano. Sacaste una tarjeta y me la extendiste. “Mucho gusto, Jaime Sarusky”. Te respondí: “Yo lo he leído a usted. Tengo un libro de crónicas suyo que me encanta: El tiempo de los desconocidos”. Paco intervino: “Él encuentra todos los libros”. Y para tu sorpresa lo saqué de mi mochila y te lo extendí para que me lo firmaras. “Siempre había querido conocerlo. Lo conseguí en Colombia hace años. Aquí lo tengo”. Me miraste asombrado: “¿Pero cómo tiene usted ese libro? Es muy viejo…”. Riéndote escribiste: “Espero, Álvaro que nos volvamos a ver alguna vez en Colombia o en La Habana, Feb. 21/08”.

No tuvo que pasar mucho tiempo como generalmente sucede. Nos encontrarnos en el mismo hotel en Gijón. Estabas en la recepción junto a Rebeca Murga y Lorenzo Lunar. Allí me entregaste, después de un apretón de manos, tu novela Un hombre providencial. Escribiste: “Para Álvaro, cómplice en un momento de fina admiración estética, pero más humana, en Cuba. Con el afecto de Jaime Gijón, Julio 12/08”.

En ese momento empezó un diálogo que nunca terminó. Durante esa semana que dura diez días compartimos presentaciones, almuerzos, cenas, caminatas… Siempre los cuatro. Sin ponernos de acuerdo nos volvimos un equipo. A él se unía en ocasiones nuestro querido Ángel Tomás, periodista y novelista a quién, cosa más grande, había leído (sus Crónicas para caminantes son fascinantes) y con el que compartí la habitación en el hotel en Madrid. Nos volvimos tan inseparables que te molestaste con nosotros cuando te dejamos sólo porque tenías una cita misteriosa con una dama aún más misteriosa. Cuando nos topamos nos dijiste airado: “Si estamos juntos tenemos que acompañarnos”. Nos disculpamos y te reíste. Nos reímos.

Creo que no he visto a un hombre con una sonrisa más hermosa, plena, franca y total que la tuya. Iluminaba y abrazaba. Era una forma de estar en el mundo: acompañando. Del lado y al lado del otro. Alternamos dos restaurantes en esos días: “La Iglesiona” y “Wok”. En ellos continuaban las largas conversaciones que siempre manteníamos. Y las risas, siempre las risas. ¡Cómo nos reímos esa vez que le dijiste a la mesera: “Compañerita… ¿Cree usted que podría tomar un poco más de vino?”! Ella te respondió confundida: “Claro, señor. Usted tiene derecho a una botella de vino”. Ese fue un descubrimiento providencial y prodigioso para todos. Ya no recuerdo en cuál de los dos restaurantes fue donde Lorenzo nos habló por primera vez de su sueño de abrir un centro cultural que tuviera librería, café, restaurante, sala de presentaciones… Todos brindamos por ese proyecto y comenzamos a aportar ideas, a construir un sueño futuro desde el presente. En un momento añadiste: “Lo único que pido es que sea un restaurante como “Wok” y yo tenga un ticket permanente para ir todos los días…”. Ese sueño poco a poco se va haciendo realidad en Santa Clara: “La piedra lunar”.

Recorrimos calles y calles al “paso Jaime”: lento, pausado, calmo, con detenciones esporádicas para enfatizar un tema o ahondar en otro. Y cuando llegábamos al hotel, después de despedirnos de Rebeca y Lorenzo, subíamos a tu habitación y la charla continuaba, continuaba, continuaba hasta no sé qué horas. Nos acompañaba en ellas el ron más rico que he probado en mi vida: “Santiago”. Había algo en tu forma de conversar que siempre me asombró: la capacidad de estar en el lugar del otro e intentar observar desde la mayor cantidad de puntos de vista posibles. De todo hablamos. De todo… Achy Obejas y yo no pudimos tener mejor chaperón que tú.

Antes de subir a la guagua, cuando terminó la Semana Negra, me dijiste, con lágrimas en los ojos: “Estoy triste porque tenemos que despedirnos y no podremos seguir hablando”. Nos dimos un fuerte abrazo. “Nos vamos a seguir viendo en La Habana, Jaime, vas a ver. Seguiremos conversando”.

Y así fue. Siempre así fue. Fuera en tu apartamento o en la presentación de algún libro, sacabas/sacábamos el tiempo para encontrarnos. Unas veces acompañado por ron “Santiago” otras por café “Sello Rojo”. Hasta una vez fuimos a almorzar en el restaurante “La roca” en tu Lada blanco, bastante desbaratado que, como corresponde, también andaba a “paso Jaime”.

En enero de 2009 escribí sobre ti, después de releer en línea El tiempo de los desconocidos (1977), El unicornio y otras invenciones (1996) y Una leyenda de la música cubana Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC (2006), tus tres libros periodísticos: “¿Qué es lo que hace que leamos libros de crónicas, reportajes o artículos periodísticos de ayer, con un espacio y un tiempo aparentemente definidos, como si fueran de hoy, como si estuvieran recién publicados? ¿Dónde está el secreto, la clave, para que aquello aparentemente escrito con “prisa sobre el papel” permanezca en él, fijo, calmado, presente? (…) Hablar con él es un privilegio. No sólo por la inmensa cultura que tiene, la gracia con que asume la vida, la lucidez con que ve el mundo, la generosidad con que se entrega sin reservas ni laberintos, sino por la capacidad de escucha y atención con que rodea a sus semejantes. Sientes, al hablar con él, que lo que dices y piensas es importante y no hay que perdérselo. Se crea, nace, un diálogo de iguales. Te arropa con su atención. Creo que la vigencia y permanente presente de los textos periodísticos de Jaime está, radica en este punto: el escuchar al otro haciéndole sentir que lo que dice es importante y necesario de conservar para que lo sepan los demás. Hacer conocido lo desconocido. Mostrar la magia que nos acompaña y rodea. Por eso sus textos se leen como quien cuenta un cuento que no quiere olvidar ni perder. Crónicas escritas hace casi cincuenta años conservan la calidez y fuerza de cuando fueron publicadas. Al mejor estilo de Pablo de la Torriente Brau, su periodismo es escrito con los demás, para los demás. Porque “en cualquier momento, lo insólito, lo imposible, como la magia, se hace posible”. De esa manera todos nos sentimos parte de una misma historia. Una historia acompañada siempre por la sonrisa y la gracia de ese hombre bueno a quien tanto admiro, respeto y quiero: Jaime Sarusky”.

Tuve la fortuna inmensa de asistir a la Feria del Libro que te fue dedicada en el 2011. Verte ahí, reconocido y homenajeado fue un privilegio. Y lo más grande es que volvimos a encontrarnos en Santa Clara, donde compartimos momentos entrañables junto a Rebeca, Lorenzo, Daily y Agustín de Rojas (quién ya partió pero sigue dando vueltas por ahí).

La última vez que estuvimos juntos fue el 11 de marzo de este año. Fui a visitarte. Estuvimos toda la mañana hablando. Siempre interesado en los problemas de mi país. Intentando entender el porqué de tantas cosas. Antes de irme fuiste a tu habitación y regresaste con un ejemplar de El color de los sueños, tu libro de crónicas sobre los pintores de tu país. Te sentaste en tu sillón. Tomaste una pluma negra y me escribiste en la primera página: “Para Álvaro, de lleno en el mundo editorial y en el del escritor, todo con los buenos auspicios de quien sabe ganar amigos El afecto de Jaime Sarusky”.

El segundo cuento que escribí, “La Victoria”, está dedicado a mi mamá y a ti. Sí, a ti, porque siempre me alentaste a escribir y contar. Me comentabas lo que te enviaba. Siempre con afecto y lucidez. Señalando errores y aciertos (más los primeros que los segundos) y dándome ánimo, ánimos. Creías en lo que hacía. Me llamabas: “Caro Álvaro…ya tan cubano como colombiano”.

Y lloro y río. Las dos cosas al tiempo, Jaime.

Abro un momento Glauber Rocha en La Habana El amor y otras obsesiones (2010). Es la página 51. Leo: “(…) lo mágico es aquello que tiene que ir descubriendo constantemente, y le puede dar las mayores sorpresas”. Así es.

Fue un privilegio encontrarte, caro amigo… siempre compañero sonriente…

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