José Luis Fariñas
Fariñas, “No hay respuestas”, acuarela. Col Y. Koide, Tokyo.
Salto de arena
Ni los días ni el amor vuelven,
no si son verdaderos.
Alberto Acosta Pérez
I
Se descorteza este colmo
como si más que un metro nos separara un parsec
de las manos y de los mejores deseos
de cuanta alquimia depresiva pudo contenernos.
Nada reduce la negativa del umbral
si hay llamados todavía o bolas de pelo
para despertar a los santos achacosos,
domadores del desierto,
que huyen deshaciendo frentes, frutos y canales
hasta dejarnos sin saber a qué castigo aspirar
bajo nuestro cielo extraño de luciérnagas
y de tergiversaciones marinas.
Queda una forma resplandeciente
curtiendo el viento del marasmo,
algo que se parece a tu Habana egipcia
y que solo se refleja en quintos crecientes
para otra paz de campo oscuro
y de balsámicos cacharros mejorados a golpes,
otra ciudad que duele menos dejándonos subir
por alamedas y olimpos de diente de perro
que por la orilla involutiva
de los incurables monumentos del verano.
II
Hierve la fe en este forraje de esplendores
como un prólogo de los pulmones estudiantes
para estirar el sueño de la esfera.
Una caballería sin caballos, una más,
nubla y recoge los pedazos especiales
de nuestra espina de anestesias.
No es bueno un colmo sin tijeras
que se lame las patas porque no hay posaderos,
sino remansos de una guerra pordiosera
y de admirables renuncias no expresadas,
renuncias verdaderas de abstracciones irrepetibles
que creíamos nuestras a causa del dolor
y del vinagre salitroso ardiendo
en los ojos del gusano de seda
que se volvió polilla en nuestro nombre.
III
Bajo las inútiles fábricas y el guao de costa
crecen los peces del no color,
mensajeros de la pureza indiferenciada
que debían conducirnos mientras queden noches o espejos.
Pero me desabrigo y me reduzco a las grandes minucias
que me dicta el horizonte secreto,
y no quiero más nada de mí
sino algo de paciencia
y de vocales sin función ni sonido
para poder al menos reparar el viscosímetro
que alguna vez probó el agua de la luna
y murmurar un poco de Kafka o de Bach
ante la felicidad siniestra de mis flores.