Jesús Arboleya Cervera
Aunque Juan Pablo II se caracterizó por desplegar un proselitismo itinerante que lo llevó a muchos países del mundo, y Cuba fue uno de los últimos, en el caso de Benedicto XVI será el tercero de los visitados en América Latina.
Este interés por Cuba pudiera parecer desmedido, si se le compara con los dos gigantes latinoamericanos (Brasil y México). Vale entonces que intentemos descifrar las razones, ya que, al margen de cuales sean nuestras creencias religiosas o afinidades políticas, de la sabiduría acumulada por la Iglesia católica, todos tenemos mucho que aprender.
Ya se le mire como una suerte propiciadora de beneficios o un “fatalismo geográfico” que determinó muchas de sus desgracias, la verdad es que Cuba ha estado en el vórtice de los procesos políticos que dieron origen a la modernidad y ello ha determinado los perfiles de su historia, potenciando su importancia relativa en estos acontecimientos, sobre todo cuando tuvo lugar la Revolución cubana, la cual, en buena medida, condicionó la política estadounidense hacia la región, hasta convertirla en un referente indispensable.
Nada extraño ocurre cuando América Latina en pleno exige la participación de Cuba en la Cumbre de las Américas, como tampoco lo fue que la OEA la expulsara de su seno en 1962, ambas cosas han reflejado, en su momento, los procesos en curso, así como cambios en la correlación de fuerzas respecto a la hegemonía norteamericana.
América Latina ha cambiado extraordinariamente en el tiempo histórico que marcan estos dos momentos. En 1962, la exclusión o la solidaridad con Cuba, definía a los bandos en pugna, enfrascados en una lucha a muerte. Incluso cuando Juan Pablo II visitó la Isla, el país apenas tenía un espacio regional en las Cumbres Iberoamericanas, donde le recomendaban renunciar a la utopía del socialismo, para salvarse del aislamiento mundial generado por la debacle del campo socialista europeo y el desmantelamiento de la URSS.
Otra debacle, esta vez la del neoliberalismo, colocó de nuevo a Cuba como referencial de la resistencia posible y la actitud hacia el país sirvió tanto para atenuar conflictos domésticos – con alguna que otra demagogia incluida -, como para alentar nuevas alternativas, algunas de las cuales, al margen de sus diferencias con el modelo cubano, retomaron el socialismo como meta de organización de la sociedad.
En algunos casos, estas relaciones se han traducido en una colaboración muy activa y se han desarrollado intereses bilaterales a largo plazo que tienen un valor por sí mismos, en la lucha contra la pobreza y la promoción del desarrollo humano. Quiero creer que incluso analistas y políticos sensatos de Estados Unidos, comprenden que, bajo estos términos, la presencia cubana en América Latina aporta estabilidad a procesos sociales que tienden a resultar explosivos y, a la larga, ingobernables, como lo demuestra el caso de Haití.
Pero incluso no existiendo intereses bilaterales concretos, ni afinidad en los proyectos políticos específicos, la presencia de Cuba en los actuales procesos integradores de América Latina, constituye un ingrediente indispensable para establecer una posición de soberanía e independencia respecto a Estados Unidos, sin la cual, en las actuales circunstancias, la credibilidad de estos gobiernos queda puesta en duda.
En definitiva, resolver los problemas sociales más acuciantes, ensanchar el diapasón político latinoamericano y encontrar formas de cooperación regional, constituyen necesidades de todos, incluso de algunos sectores de las burguesías latinoamericanas, interesadas en ampliar sus opciones comerciales y financieras, más allá de los depreciados mercados de Estados Unidos y Europa.
Como puede apreciarse, Cuba no ha sido reacia a “abrirse al mundo”, como aconsejara Juan Pablo II, y es justo reconocer que la mayor parte del mundo también se ha abierto a Cuba, especialmente en América Latina. La excepción más notoria es Estados Unidos, pero parece que ni los Papas pueden con la tozudez de los imperios.
En el plano doméstico cubano también muchas cosas, entre ellas las relaciones entre creyentes y no creyentes, han cambiado en el transcurso de estos años. Una generación no había nacido cuando se produjo la visita de Juan Pablo II y otra apenas puede recordar el acontecimiento. Sin embargo, han crecido sin los conflictos religiosos de antaño y hasta los mayores nos hemos acostumbrado a expresar creencias o negaciones divinas sin el temor al rechazo del otro. Incluso en el Partido Comunista hay católicos, protestantes y santeros confesos, mezclados con ateos convencidos, y la mayoría ahora nos preguntamos por qué alguna vez tuvo eso algo de malo.
Creo que después de muchísimos años, fue visto por primera vez el cardenal Jaime Ortega en la televisión cubana cuando anunció la visita de Juan Pablo II y las misas de ese Papa en Santiago de Cuba y La Habana también fueron las primeras en transmitirse de esa manera. Hoy es más frecuente la presencia de eventos y autoridades eclesiásticas de diversas denominaciones en los medios de difusión. Es cierto que la apertura informativa no es tan amplia como se quisiera, pero de eso se queja hasta el presidente Raúl Castro.
Mucha gente, católicos o no, acompañó a la Virgen de la Caridad del Cobre por todo el país. Tal acto constituye una reafirmación de tradiciones históricas y culturales que se integran en nuestra propia nacionalidad y deben servir al bien de la nación. Por eso atañe a todos los cubanos, particularmente a la Iglesia católica, máxima responsable de difundir esta cultura desde que plantaron la primera cruz en un suelo al que llegaron por error y se quedaron para siempre. La visita de Benedicto XVI debe contribuir a este propósito.
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