Javier Couso
Un asunto que me preocupa desde siempre es la violencia ilegítima de los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado. Es decir, el empleo de violencia sin el amparo o justificación de una ley que la respalde. Podemos debatir sobre la cesión del uso de la fuerza que otorgan las sociedades a sus cuerpos armados, pero lo que queda fuera de toda discusión es que cualquier actuación violenta ejercida por un funcionario público (en algunos casos también privado por mor de la cesión de funciones públicas a causa de la privatización de la seguridad) realizada fuera de los parámetros que marcan las leyes, es un acto que debe ser perseguido y castigado.
La permisividad con estas actuaciones implica legitimar un concepto de sociedad donde la gestión de la violencia queda en manos de señores de la guerra, entidades mafiosas o pandillas de macarras. Es el triunfo (o la vuelta) de la ley del más fuerte.
El tema del que hablo no es baladí y por lo tanto no puedo emplear la misma neolengua que critico, y si hablo de violencia en abstracto, hurto la verdadera definición de esas acciones en una nebulosa eufemística. Lo claro es hablar de torturas, de tratos vejatorios, de palizas, de abuso de autoridad, de insultos, de retenciones y/o detenciones ilegales, de identificaciones por criterios étnicos y/o religiosos, en definitiva, de macarrismo de uniforme.
Esta violencia ejercida de manera excesiva e ilegal es más grave que cualquier otra, pues se escuda en una legitimidad otorgada por la sociedad que la blinda bajo el concepto de autoridad. No es solo una cuestión de superioridad moral, sino un andamiaje judicial e institucional que cuando se emplea criminalmente lleva a la impunidad, es decir, a lo peor: la perversión de que quien debe cuidar la ley se valga de ella para delinquir.
En este país es un debate hurtado y pervertido. Escondido siempre bajo el camuflaje de la lucha contra el terrorismo y la criminalización de opiniones diferentes por el uso de una especie de macartismo que obliga a elegir un bando y deja cualquier cuestión en manos del conmigo o contra mí. Además de que la propia lógica del conflicto ha conducido a la extensión del problema, con la asunción de leyes de excepción en el trato y custodia de detenidos, como la Ley Antiterrorista, que instalan lugares de espacio y tiempo, que quedan fuera de las garantías de defensa judicial. La unión de leyes excepcionales que favorecen el amparo de conductas delictivas, con una opinión pública proclive a comprender cualquier «exceso», han creado una estructura que favorece la impunidad moral y legal en la que se han instalado no pocos funcionarios policiales.
Dejo fuera de este texto, por razones de espacio, un análisis más profundo de la policía heredada del franquismo, que por obra y gracia de la llamada Transición dejó intactas estructuras, sin depurar mandos policiales o jueces implicados directamente en la represión franquista. Tengo claro que muchas de las anomalías que nos toca padecer en relación a la Justicia y su inacción ante determinados delitos cometidos desde el ejercicio del poder, tienen mucho que ver con la larga sombra del franquismo.
Mi preocupación no es un asunto que parta de mi condición de persona de izquierdas, ni siquiera es un asunto individual, pues, por mucho que se trate de esconder, es algo que ha llegado a interesar a diferentes organizaciones por la cantidad de denuncias interpuestas en los tribunales nacionales y/o internacionales.
La investigación del relator de las Naciones Unidas contra la tortura, Theo van Boven, que señalaba la existencia de torturas de manera no esporádica, el informe «Sal en la herida» de Amnistía Internacional sobre impunidad policial en casos de tortura y malos tratos, las dos condenas del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo contra España por no investigar casos de tortura, o las alarmantes cifras de denuncias que recogen diversos observatorios sobre la tortura, son una pequeña muestra de que nos encontramos ante un problema grave que no se resuelve, al contrario, se esconde y en algunos casos se ampara.
En este momento de efervescencia debido a los recortes sociales y al despertar de la movilización que supuso el 15-M, hemos visto de nuevo sobre la mesa informativa los llamados excesos policiales. Todos recordamos, sin hacer un gran ejercicio de memoria, el brutal desalojo de la Plaza de Catalunya, la agresión y detención de periodistas como Gorka Ramos, Daniel Nuevo o Edu León, las bofetadas a la menor participante en una marcha laica, la negativa a identificarse o llevar visible la identificación de los funcionarios policiales, las denuncias de trato vejatorio y agresiones por los detenidos en la Puerta del Sol, etc… estos casos son una pequeña muestra de un comportamiento que lejos de ser anecdótico, es sistemático y que, en vez de ser perseguido con rigor por mandos y jueces, es dejado en el limbo de la impunidad a pesar de haber sido agresiones visibilizadas por el uso de las nuevas tecnologías digitales.
Otro motivo de preocupación añadido es la contaminación de muchos agentes antidisturbios, de las llamadas Unidades de Intervención Policial, con ideología racista, ultraderechista e incluso nazi, expresada por medio del uso de argot neonazi en los insultos a manifestantes: guarros, o el lucimiento de simbología del odio en cargadores de pistola o llaveros (Cruz de San Andrés, Águila de San Juan, Bandera Confederada,..) distintivos que tan bien identifica el Informe Raxen contra el Racismo y los Crímenes de Odio. Datos que hacen pensar no solo en la simpatía sino en la militancia de alguno de estos funcionarios en organizaciones del espectro de la ultraderecha política.
Es muy grave constatar que, siendo las últimas movilizaciones ciudadanas totalmente pacíficas, debido al carácter eminentemente no violento del 15-M, la respuesta por parte de una parte significativa de las fuerzas policiales es de un odio ideológico y una brutalidad fuera de lugar que evidencia un problema sistémico profundo entroncado directamente con la permisividad ante la denuncia de una práctica no «esporádica o incidental» [1] de la tortura y los malos tratos.
Ante un futuro negro para los derechos sociales y económicos, que de seguro llevará a protestas sociales importantes y a un crecimiento significativo de la xenofobia política, desde la calle y las instituciones es nuestro deber la denuncia activa y sistemática de esta especie de agujero negro que atenta contra la sociedad en su conjunto.
Un sistema donde se permite la tortura es un sistema enfermo de fascismo. (Tomado de Hablando república)
[1] Theo van Boven, relator de la ONU para la tortura.
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Como bien dice el artículo los “cuerpos de seguridad del estado” durante la “transicción democrática” son los mismos que existían durante el franquismo, pero es que los jueces también son los mismos y los mismos tribunales, antes era el TOP y luego pasó a llamarse audiencia nacional…. y el historial represivo está jalonada de trágicos sucesos desde la muerte del dictador, sin contar los producidos por el terrorismo de estado, llámese GAL, BVE, TRIPLA A, etc… y la mayoría de las denuncias o bien eran archibadas o terminaban en condenas ridículas, sin contar con ascensos y condecoraciones como el del coronel Galindo, responsable del cuartel de Intxaurrondo donde se cometieron las mayores atrocidades…
saludos