Mario Goloboff
No está mal; sin más, la Academia de Estocolmo parece querer retornar a lo obvio: conceder el Premio Nobel de Literatura a un gran autor de una gran obra literaria. Y por ello acaban de otorgárselo al poeta Tomas Tranströmer, de nacionalidad sueca. Eso sí, poco menos que un completo desconocido para el gran público argentino. Por lo tanto, nadie aquí ha de entusiasmarse o embanderarse con él, nadie ha de tomarlo como estandarte, nadie osará en estas tierras blandirlo contra los totalitarismos del continente o contra los populismos en América latina ni tampoco levantarlo a favor del liberalismo o de la preocupada derecha o de la sencilla democracia. Definitivamente, alguien apenas leído en nuestras playas, como suele suceder. Para Premio Nobel de Literatura, y aunque se trate de un enorme poeta que bien lo merece, suficiente.
Es entonces una buena ocasión para reflexionar sobre el carácter de este premio mayor de las letras mundiales. Propuesto como uno de los cinco grandes galardones instituidos en el testamento del generoso Alfred Nobel para entregarse anualmente, en el caso literario “a quien haya producido en el campo de la literatura la obra más destacada, en la dirección ideal” (no se trataba expresamente, aunque se presumía, de calidad literaria o narrativa o poética), y otorgado desde el primer año del siglo XX con algunas interrupciones debidas a las dos grandes guerras, históricamente ha ido caracterizándose como uno de los más políticos que otorga la Academia.
Para no ir demasiado hacia atrás y recordar solo ciertos hechos a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial y de la configuración del período de la Guerra Fría, el primero digno de mencionar (sin omisión del siempre recordado Winston Churchill, en 1953), habría sido el escándalo creado con su otorgamiento a Boris Pasternak (1958), un gran poeta y modesto narrador, revelado sobre todo a raíz de Doctor Zhivago, novelón conocido en Occidente gracias al editor italiano Giangiacomo Feltrinelli, quien logró sacar clandestinamente el manuscrito fuera de la Unión Soviética y publicó en Milán dos ediciones: la del original, en ruso, y su traducción al italiano. Al año siguiente, la novela apareció en inglés, y en los inmediatos fue traducida a una veintena de lenguas. En suma, un autor de la Rusia soviética elegido y premiado un año después de tal maniobra y, visiblemente, por tan oportuna publicación de tan comprometido texto, no por su obra poética anterior: la novela de marras cuenta los padecimientos y resistencias de una familia de rusos blancos bajo la Revolución de Octubre. Fue rápidamente llevada al cine con gran éxito, obtuvo cinco Oscar y varios Globos de Oro, dados probablemente más que a la calidad del libro al atractivo y venta del egipcio americanizado Omar Sharif y a la tierna sonrisa de Geraldine Chaplin. Todo aquello sirvió para crear un bienvenido terremoto con el stalinismo, siempre funcional a esos fines: no permitieron viajar a Pasternak para recibirlo en Suecia, y hasta lo obligaron a rechazarlo. Una verdadera caricatura de la vida cultural bajo el socialismo, golosamente explotada por las agencias internacionales y las usinas anticomunistas de la época.
En esa dirección hubo otras embestidas, incluso hasta después de caído el Muro, pero cansaría desplegarlas a todas. Baste, sin embargo, mencionar cómo, para restaurarse del anterior escándalo y en instantes de “coexistencia pacífica”, se lo otorgaron a Mijail Shólojov (1965), amable escritor adicto al régimen, aunque, para recaer en el clima de hostilidad, en plena jefatura de Leonid Brezhnev se lo concedieron a Alexandr Solzhenitsyn (1970), un intelectual sometido a todo tipo de vejaciones, prisiones y campos de trabajo, reivindicaciones y recaídas, fría y hasta a veces irónicamente narrados en Un día en la vida de Iván Denisovich (1962), Pabellón de cancerosos (1968-1969), Archipiélago Gulag (1973), textos aún más copiosos y escasamente literarios que el de Boris Pasternak. Y después de esto, en 1987, a Joseph Brodsky, un buen y prolífico poeta y traductor que, cierto, había escapado de la URSS y vivía en los Estados Unidos.
Desmoronado el Bloque, quedaba en pie la gigantesca y todavía irredimible China, de la que se ocuparon en el año 2000. El premio fue entonces para GaoXingjian, productivo autor teatral, poeta, novelista y traductor, disidente exiliado en París. Hubo, además, maniobras dudosas (el “pase” entre editoriales suecas, de Forum al editor Atlantis, diez días antes de la consagración), ocasionadas, se dijo, por su inmenso traductor, casualmente miembro del tribunal que otorga los premios, el emérito Goram Malmqvist, catedrático de sinología en Estocolmo, especializado en chino moderno e integrante de la Academia desde 1985.
Honesto es reconocer, como suele decirse, que no siempre fueron diplomáticamente en la misma dirección; a veces, no jugaron un papel tan irreductiblemente anticomunista y, aliados a la socialdemocracia europea y conformes con su línea exterior (“mientras más alejada de Europa, más hacia la izquierda”, como suele decirse allí mismo), se lo otorgaron a escritores latinoamericanos de obra y calidad indiscutibles: al guatemalteco Miguel Angel Asturias (1967); a Pablo Neruda, vector cultural en la ilusoria época del paso al socialismo por la vía pacífica en Chile (1971); a Gabriel García Márquez (1982). Pero nunca, verdad, a un cubano, y los hubo acreedores: José Lezama Lima, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, para no dar sino tres nombres acaso más merecedores que otros agraciados.
Igualmente, alentaron la unidad europea y el perdón a Alemania, con el otorgado a Günter Grass en 1999, así como habían apoyado a Heinrich Böll, en 1972, excelentes escritores ambos y, en la misma tendencia de reconciliación germana, interior y con el resto de Occidente, puede leerse el otorgamiento conjunto a dos grandes figuras judías, las de la poeta alemana Nelly Sachs y del poeta israelí Shmuel Agnon, en 1966. No omitieron tampoco a Africa y su conflictividad postcolonial (un premio en Nigeria: Wole Soyinka, 1986, y dos en Sudáfrica: Nadine Gordimer, 1991, y John Maxwell Coetzee, 2003). Una vez más sin esquivar la política, pugnando en esta oportunidad por una corrección de la turca y por su incorporación autocrítica a Europa, premiaron hace poco a un mediano escritor de esa nacionalidad, Orhan Pamuk (2006), bien occidentalizado, crítico de su país por la represión antiarmenia y antikurda, porque “en la búsqueda del alma melancólica de su ciudad natal ha descubierto nuevos símbolos para el choque y el entrelazamiento de culturas”.
Como puede apreciarse por este panorama que no es más que un pantallazo, casi nunca la política fue ajena a las preocupaciones de la Academia, cual simularon ignorarlo últimamente ciertos medios argentinos que antes, empero, habían reclamado muy airados ante la negativa de dárselo a Jorge Luis Borges por idénticas razones, las mismas por las que lo rechazó, en 1964, Jean-Paul Sartre: políticas.
Viene al caso recordar esto ahora, cuando parecidos círculos suscitaron un escandalete reciente en la Argentina, negando y ocultando ese carácter político del premio que antes impugnaron. Provocaciones a las cuales no parece necesario dar nombre para no evocar lo vergonzoso de las mismas, por un poco de pudor nacional o quizás para armar un fácil acertijo, siguiendo justamente las enseñanzas de Borges en “El jardín de senderos que se bifurcan”: “Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, ése es el único problema que no figura en las páginas del Jardín. Ni siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo. ¿Cómo se explica usted esa voluntaria omisión? Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin, Stephen Albert me dijo: –En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez, ¿cuál es la única palabra prohibida? Reflexioné un momento y repuse: –La palabra ajedrez”. (Tomado de Página 12)
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