Álvaro Castillo Granada
Es la cuarta vez que nos vemos. La primera él no lo supo. Fue en septiembre de 1993, en Santiago, en la Universidad de Chile, durante una conferencia de Volodia Teitelboim sobre Pablo Neruda. De repente él se dirigió al auditorio y dijo: “Antonio, ¿te acuerdas?”. Quedé de una pieza. En mi mochila llevaba Ardiente paciencia, en la edición colombiana de la Oveja negra. Me acerqué y le pedí que me la firmara. El 23 de septiembre la leí completa, en Isla Negra, acompañado de media botella de vino tinto, sentado en unas rocas, frente al océano pacífico. Así homenajeé a Pablo Neruda en el veinte aniversario de su muerte. Después fue en abril de 2004, cuando vino a Bogotá a presentar El baile de la Victoria.
Lo entrevisté una mañana gracias a la complicidad eterna de Zoraya Peñuela. Le comenté que en octubre viajaría a Chile. Me dijo: “Llámame y nos vemos”. Así fue. Estuve en su casa (casi no llego) y después fuimos con su esposa a cenar. Pasaron siete años hasta hoy, 13 de mayo de 2011, cuando nos volvimos a encontrar para conversar otra vez. El pretexto: la presentación de su nueva novela, Los días del arcoíris. Me miró intrigado. Mi rostro se le hacía familiar pero no recordaba de dónde. Le dije. Se acordó de la cena en el restaurante. No tuvimos mucho tiempo esta vez. Esperaba una llamada telefónica. Nos sentamos y seguimos charlando…
—Antonio: ¿qué hay entre Un padre de película y Los días del arcoíris?
—Algo muy semejante. Aunque suceden en tiempos distintos, los protagonistas de esta novela son alumnos y profesores. Muchas veces me he dedicado en mi literatura a retratar el mundo del joven que vive en circunstancias que no siempre son felices, sino muchas veces adversas. No sólo tendemos a mirar con una mirada un poco liviana a la juventud, diciendo “divino tesoro”, como decía Rubén Darío. No creas. Es un “divino tesoro”, pero también es un momento de grandes sentimientos, de grandes pasiones, y a veces de sufrimientos. Sobre todo cuando la sociedad alrededor es hostil, fría, mecánica, que produce gente que son consumidores o productores de riqueza. Muchas veces los jóvenes que tienen un discurso más joven se sienten ajenos a esto. De modo que yo le presto mucha atención a los jóvenes, tratando de tener una visión cercana y fraternal. Por otro lado están los maestros, los profesores. Un padre de película tiene como narrador un profesor. En Los días del arcoíris hay discípulos, maestros y estudiantes secundarios. Los nobles maestros enseñándoles que están expuestos a las vicisitudes que da el ser parte de una sociedad donde prima la represión. Esos estudiantes tienen que mantener viva las ansias de libertad. Del mismo modo ellos motivan, con su idealismo y su coraje, a los profesores que habitualmente no son tan apreciados por la sociedad como debieran. Y los mantienen vivos en su vocación de servicio público.
—En la novela hay un momento en que se dice: “(…) Todo era tan contundentemente cotidiano y real y sin embargo aún tenía un resto de esperanza que fuera un mal sueño”. ¿Así eran los días en Chile antes del plebiscito?
—Sí. Había una gran incertidumbre: enfrentar a la dictadura en un plebiscito. Primero que nada había mucha gente que, con justa razón, dudaba de que el plebiscito fuera puro. Respetado. Que no fuera a ser manipulado y que llegara a tener lugar en algún momento. Había mucha gente que tenía apatía. Decían “No, ¿cómo un dictador que agarró el poder a bombazos, destruyendo, y después violando los derechos humanos, va a tener un gesto cortesano, versallesco, de someterse a un plebiscito?”. Difícil, difícil. Mucha gente no creía. Esos podrían haber decidido con su indiferencia que Pinochet permaneciera. Todo esto lo ve el publicista en su búsqueda de una imagen, una canción, que anime a todos los chilenos a reunir esa oposición dispersa que había ante la dictadura. Encuentra ese tono en la ciudad. Grisáceo. Se dice: “¿Cómo voy a poder, con el poder de la fantasía, con esta gente?”. Es un momento de la novela en el que se desespera. Por fortuna mucha gente le va dando imágenes, ideas y notas brillantes con las cuales seducir para que ejerzan su derecho a la democracia.
—Uno de los momentos más conmovedores de la novela (hablando de las imágenes que le llegan) es cuando una mujer humilde baila, ante él, una cueca con la ausencia.
—Ese fue un momento muy emblemático por la manera poética, intensa, emocional, con que la resistencia a Pinochet trabajó durante mucho tiempo mediante imágenes de gran nobleza. La cueca suele ser un baile alegre que bailan un hombre y una mujer agitando pañuelos. En Chile, como gesto de resistencia, los familiares, mujeres, de los detenidos desaparecidos, crearon esta cueca que es la “cueca del desaparecido”, donde las mujeres bailan solas. Sin el marido. Y esto en la campaña del No figuró como uno de los momentos dramáticos. No de los jubilosos y divertidos (que los hay muchos). Fue una creación notable. Llamó la atención también a muchos artistas. Uno de ellos Sting, quien compuso la canción “Ellas bailan solas”.
—La vida cotidiana para la gran mayoría durante la dictadura puede ser de “(…) rostros que parecían tallados en la anonimia. No era miedo, sino la simple vida cotidiana exhausta de esperanzas”.
—Sí. Durante largo tiempo daba la impresión de que por ningún lugar se prendía un faro que iluminara esa oscuridad. Y que nos sacara del pantano en que la gente estaba metida por la eficacia de la represión y por la falta de unidad entre todos los que se oponían a la dictadura. Pero paulatinamente se va saliendo de eso en la medida en que en todas las fuerzas distintas, cristianos, derechistas, empresarios democráticos, izquierdistas, encuentran que por encima de estas diferencias hay algo que los une y que tiene que manifestarse con eficacia: el “No” al dictador. Digámosle “No” al dictador, desplacemos a la dictadura, después votemos y veamos quién es quién y quién gobierna y todo eso. En Chile esto resultó muy bien. Para empezar, inmediatamente desplazado el dictador, vinieron elecciones y ganó la coalición de centro-izquierda, que había sido muy eficiente en plantear un programa para gobernar un país. Esa coalición gobernó Chile con éxito hasta este año. Y, siguiendo un rito democrático en el cual todos los actores chilenos se inscribieron, ganó la coalición de centro-derecha, sin que hubiera ninguna experiencia traumática. Eso es lo grande que tiene el plebiscito de 1988. Lo que abre son los caminos de la libertad. Y esa libertad beneficia a todos en la democracia. Los que piensan de una manera y de otra. Lo importante es que se logró de forma pacífica y que se consolidó sin daño. Quedan temas pendientes, está claro. Sobre eso las distintas fuerzas políticas trabajan a su manera.
—¿Cuál es la relación entre historia y ficción? ¿Hasta dónde van en la novela?
—Mi novela, lo digo a voz en cuello, es una ficción. Yo soy un narrador que escribe ficciones. No escribo reportaje, no me atengo ciento por ciento a la verosimilitud, a la verdad de muchos hechos. Mezclo hechos que sucedieron en años distintos, con dos años de diferencia, por razones dramatúrgicas, en uno. Estoy escribiendo una novela, no estoy haciendo otra cosa que eso. La historia y todo lo demás es una fuente de inspiración para la creación de una obra de arte que está signada por un carácter ficticio. Muchos pueden sentir que aquí hay alusiones a la realidad, incluso creer reconocer en uno u otro momento algún personaje, o alguna acción que pudo haber vivido un lector. Pero esa no es mi intención. Mi intención es escribir ficción. Ésta es para mí un momento en que se juntan el alma de un escritor con el alma de un lector, de una lectora, y allí sucede el milagro de la narrativa, el milagro de la novela. Todas las alusiones a lo real, anteriores o posteriores a la novela, dependen de los lectores. De eso yo no me hago cargo.
—¿El episodio de Joan Manuel Serrat, cuando no lo dejan bajar del avión y graba un mensaje en el baño, es cierto?
—Es real que Joan Manuel Serrat, en el tiempo de la dictadura, viajó a Chile para un acto en un gran teatro donde iba a cantar y no lo dejaron bajar del avión. Y un periodista entró con una grabadora de casete. Había mucho ruido (las turbinas del avión estaban andando, lo fletaron de vuelta…) y le hizo la entrevista en el baño del avión. Era un saludo para el público que lo esperaba en ese acto de resistencia. Esa persona llevó ese saludo y esa misma noche se oyó en aquel teatro.
—¿Por qué esa canción, de Billy Joel, Just the way you are?
—Just because I like it. Ahora, narrativamente esto tiene una función en la novela que tiene que ver mucho con la ética. El chico al que le gusta la canción la escribe en un momento en el que quiere decir algo muy significativo sobre la vida y como él se siente escribiendo eso en el examen. Pero es un secreto que no podemos revelarle a los lectores.
—Entonces no lo vamos a poner en la entrevista… El teatro también hace parte del subsuelo de esta historia. Hay varias obras que se nombran: La cueva de Salamina, de Miguel de Cervantes, El señor Galíndez, de Tato Pavloski, El cuidador, de Harold Pinter, El soldado fanfarrón, de Plauto, La cantante calva, de Ionesco y Macbeth, de William Shakespeare. ¿Cuál es tu relación con el teatro y por qué su presencia en esta novela?
—Mi relación con el teatro es muy intensa. Siempre me ha gustado mucho. Hay una presencia muy viva en la manera como construyo los personajes y desarrollo las escenas que tiene que ver con mi gran afición por el teatro. Me gusta el discurso dramático entendido como aquel que expone imágenes que pueden ser muy truculentas. En ese sentido mi ídolo es Shakespeare. Creo que en esta novela se nota bastante… Dirigí teatro clásico español cuando joven. También teatro del absurdo, que estaba de moda en ese tiempo. En algunas ocasiones, por ejemplo cuando dirigí La dama duende, de Calderón de la Barca, me adjudiqué a mí mismo un pequeño rol. El de un criado. De estos caballeros que andan detrás del honor, de capa y espada, siempre enamorados como Don Juan, y siempre les va remal. Son siempre seres que andan buscando un poco de comida, meten la pata y el amo los golpea… Esto me gusta mucho. Es también mi criterio de composición de una novela. Me gusta ubicarme como narrador, como si fuera uno más de los personajes de la novela, un pariente cercano, un amigo… Es algo que crea un sentimiento de espontaneidad, verosimilitud, y le da un calor a la obra.
—Sentí esa presencia tuya muy fuerte cuando se anuncia que el profesor de teatro viajará a Portugal para participar en la filmación de una película muy importante. La primera versión de Ardiente paciencia (El cartero de Neruda) fue filmada allí.
—Exacto. Es un hecho real. La novela está dedicada a este actor Roberto Parada, que era un profesional de gran nivel en el teatro de la Universidad de Chile. Y además en la escuela secundaria, en el Instituto Nacional de Santiago, era profesor de inglés. Durante mi época de estudiante yo tenía muchas conversaciones con él. Por los dos motivos. Estaba aprendiendo inglés y él era actor y a mí me fascinaba Shakespeare. Me gustaba aprender textos de Shakespeare. Se los decía y él me corregía. Esta experiencia se transmite emocionalmente en Los días del arcoíris.
—La poesía también hace parte de esta novela. Hay tres poetas citados: Giacomo Leopardi, Robert Frost y Dante Alighieri.
—Podría haber citado cien más. Depende del contexto y de lo que los personajes se topan. En mi obra habitualmente los personajes tienen alguna relación con la poesía. O son poetas, les guastaría ser poetas, les ha gustado algún poema o la vida los ha puesto en una encrucijada en la que han tenido que oír una poesía. Los textos que se citan tienen que ver con decisiones muy fuertes que deben tomar los personajes… Dante es el caso de la libertad. El Leopardi “Al mismo tiempo el destino unió el amor con la muerte”, lo cual suele suceder… Frost es el problema de la encrucijada. Ese poema se estudia en todas las escuelas secundarias norteamericanas y en algunas escuelas privadas en Chile. Es un lugar común el poema de los dos caminos en el que Frost dice: “Enfrentado al camino de la vida llegué a un sendero que se abría en dos caminos. Yo tuve que elegir cuál de los dos tomaba y tomé el menos recorrido”. Esto es un canto a la libertad individual, al deseo de aventura y a la originalidad. Yo aprecio la originalidad de mi obra. No estoy ligado a ninguna moda, no sigo ninguna tendencia… Soy fiel a lo que siento, a mi estética, a mis lecturas, a mis pasiones, y a mis amistades literarias con los colegas que admiro. Seguí un camino que no había recorrido otro y ahí estoy.
—Hay una frase en la novela que me gusta mucho y que podría resumir esto que acabas de decir: “(…) Cada episodio de la historia le venía dado junto a la emoción de una melodía, a las líneas de un poema”.
—Es lo que nos sucede a muchos de nosotros: se despiertan recuerdos cuando tangencialmente, en medio de una situación, oímos una melodía que estuvo de moda en algún tiempo, y junto a ella asociamos lo que éramos y cómo fuimos. The way we were. Aquí y allá en ese momento. Eso lo hago también mucho como narrador: estoy siempre prestando oído a lo que se oye, aparte del diálogo, puede que esté sonando una melodía de fondo. Si yo la cito crea una complicidad emocional con un lector que recuerda esa letra o esa melodía y la pone en un determinado tono. Este es un recurso estilístico para explorar el tesoro emocional conjunto que tiene, en la subcultura, el lector con el autor, la lectora con el autor.
—Una última pregunta: ¿qué te pareció la adaptación cinematográfica de El baile de la Victoria?
—A mi me pareció brillante. Me pareció notable. Estoy afectivamente con ella, creo que es una obra de un romanticismo, de una belleza arrobadora, que está expuesta de modo brillante por Fernando Trueba. La crítica quedó muy dividida frente a esta obra. Desde algunas, las positivas, que van diciendo que es la mejor película de Trueba, que fue hecha en “estado de gracia”, hasta las más negativas, que encuentran que es una película confusa donde se explora en simultáneo muchos géneros y que el resultado no se estructura dramatúrgicamente. Hay de todo en el espectro. A mí, como autor de la novela en la cual se basa, me encantó.
—Y a mí, como lector y espectador, también. Mucho.
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