Noé Jitrik
Hubo un feliz momento, entre 1960 y 1975 aproximadamente, en el que Europa se fascinó con América latina y, sobre todo, con su literatura, novela y poesía básicamente. América latina era vista no como una tierra de promisión, tal como había ocurrido a fines del siglo XIX y comienzos del XX, sino como tierra dramática cuyas convulsiones parecían irradiar, contradictoriamente, un envidiable resplandor: tierra de revolución por cierto pero, al mismo tiempo, tierra de inversión, por las dos avenidas corrían las imágenes, una y otras despertaban cálidas ilusiones.
La literatura, por su lado, gracias al supuesto despertar –porque nunca estuvo dormida– que llevó el sonoro nombre de “boom”, era sentida como un vibrante deber ser frente a la languidez y el cerebralismo que asfixiaban –eso se creía o se quería creer– esa imaginación europea que había dado tanto hasta la primera mitad del siglo.
Ese fervor, no tan absoluto pues la literatura europea no estaba tan caída, duró un tiempo: una lenta recuperación de textos y de autores que la guerra y la posguerra habían hecho olvidar lo fue apagando en gran medida, cuando tomó forma en las políticas económicas y culturales eso que se llamó, con dudoso acierto, la “globalización”, palabra descuidada si las hay, hoy bastante venida a menos. Si, de acuerdo con lo que emanaba de su concepto, el mundo era uno solo, si en cualquier lugar del planeta se podían encontrar los mismos productos y aplicar las mismas tecnologías y aun los mismos lenguajes, sobre todo los mediáticos, por qué la literatura latinoamericana debía gozar de un estatuto especial; simplemente debía competir en un escenario común y ganar o perder, como en una pelea, sólo que las reglas no estaban fijadas por todos los jugadores y en virtud de un acuerdo bien elaborado, sino por los propietarios del estadio, en otras palabras por los dueños del mercado, o sea las editoriales y sus políticas expansivas y mercadológicas.
Dejemos de lado el ruido o el rumor que se pudo percibir en el campo del interés por América latina como tierra de inversión, correlativo del interés de los países latinoamericanos para atraerlas. En este sentido, esta palabra –dicho sea de paso– no falta en ningún programa de quienes –gobiernos, partidos políticos, empresas– declaran que se necesita que la haya como condición indispensable para salir del atraso y el subdesarrollo. Palabras, palabras, como decía Hamlet, creo, con justo escepticismo: se ha visto hasta el cansancio lo que resulta de las inversiones y de las metáforas ornitológicas que genera, la más perversa “capitales golondrina”.
Hablemos, entonces, de la literatura cuya presencia en Europa, al variar su posición y su prestigio, ya no debía ser modelo reanimador de los exhaustos textualistas del Viejo Mundo. Los pasillos por donde circulaba la literatura, cada vez más saturados, poblados de agentes literarios, podían hacer pensar que aquel vivo interés había menguado y que los escritores latinoamericanos debíamos, resignados, regresar a la soledad folklórica en la que habíamos aldeanamente sobrevivido, sin ser ya ni siquiera la materia prima que había permitido sobre todo a academias construir apasionantes y reveladores estudios sobre nuestra originalidad y fresca energía.
Es cierto que algunos escritores sobrevuelan y no parecen afectados por esta situación, no vale la pena dar nombres; otros, más tenaces o afortunados, no por ello menos buenos, siguen o tienen o han conseguido tener presencia al menos en las librerías de Madrid y Barcelona, los veo modestamente exhibidos, en ediciones brillantes –por las tapas–, junto a exitosos españoles o traducidos, en las catedrales libreriles del Paseo de Gracia. Pero los que no la tienen son víctimas de una ilusión: creen que si son publicados en sus países por grandes firmas editoriales, propiedad de poderosos inversores españoles o alemanes, sus libros irán de inmediato a todas partes o al menos a las ciudades en las que tales empresas tienen casa. Ilusión: cada sucursal tiene su propio punto de vista acerca de lo que se va a vender y, en consecuencia, no acepta los libros que estima que no van a ser un buen negocio. Algunos escritores lo saben y apuestan directamente a España, agentes literarios mediante que funcionan a su turno como primeros lectores, oficinas calificadoras, distribuidoras de entusiasmo por sus autores, remisos a incluir en su cartera a escritores que podrán ser muy buenos pero no por eso merecedores del esfuerzo de venderlos u ofrecerlos o defenderlos. Nada que ver con lo que nos muestran las películas norteamericanas cuyos protagonistas son escritores, amados por su agente, cortejados y requeridos, invitados a comer en los buenos restaurantes de la Quinta Avenida. Por fin, hay escritores a quienes este universo de posibilidades ni se les pasa por la mente: escriben donde están, publican si pueden y si no suelen estar dotados de una paciencia inconmensurable, cada página, cada libro que producen es una botella que navega sin destino preciso, sin playas predeterminadas donde se supondría que tendrían que ir a parar. La literatura, en suma.
Y si ésa es la posición de la literatura latinoamericana en Europa, tal vez la norteamericana esté corriendo la misma suerte, tal como lo dio a entender el secretario de la Academia Sueca, esa misteriosa cofradía de sabios lectores que otorga anualmente los nutridos millones del Premio Nobel, tan codiciado, tan lejano, tan denigrado cuando son otros los que lo obtienen. En pocas y lacónicas palabras, como cuadra a un nórdico, declaró que la verdad está, estuvo y estará en Europa, no en los Estados Unidos, con gran consternación de numerosos escritores latinoamericanos fascinados con las eficientes historias norteamericanas; obviamente, esa verdad tampoco está en América latina y ni qué decir en los demás continentes.
Sin embargo, pienso que no todo está perdido, claro que en lugares no perturbados por premios, ventas, ferias, periódicos y salones de belleza. En universidades europeas, se puede comprobar en España –principal competidor de nuestra literatura– donde un numeroso grupo de estudiosos está más apasionado que los latinoamericanos mismos por esta virtuosa, fresca, audaz literatura. Estuve en un congreso, existe una asociación integrada por gente que lo sabe todo, que lo investiga todo desde lejos y que pone en sus obras y sus escritores un vivo interés, en un movimiento tan pasional e inteligente que uno se siente reconfortado, hasta creyendo que en ese entusiasmo reside el fuego de la especie, una razón para seguir creyendo que la lengua castellana, allá y aquí, sigue poseyendo virtudes extraordinarias y que las tentativas de un continente y su cultura por ser y seguir siendo en su palabra escrita tienen ancho sentido, prosiguen su lento camino de afirmación, no tienen por qué renunciar a nada aunque, como decía el inmortal Martín Fierro, el mercado “venga degollando”. (Tomado de Página 12)