Cada vez que se muere quedan semillas. Por José Luis Fariñas

 

Como un día cualquiera

José L. Fariñas, Fáustica, acuarela, Ars Liber, 2015

La cercana y fina risa de la noche pasa lenta
como un día cualquiera. No temas.
Cada vez que se vive quedan astillas,
evidente cultivo de la hipófisis; relampagueos y dedales,
remaches sin plazo fijo, roturas frescas y divinas;
orilla impar, menuda esencia, predepuradora fase,
callosidad oceánica, vaporosa: linfa rancia del conocimiento.
Cada vez que se reflectan los inmóviles fuegos de la orquídea,
semidioses acalambrados rugen con taquigráficos empalmes
entelando la madeja de las tantas islas que somos,
pedazos redondos del amanecer, pífanos sin pradera,
girando en anfiteatros esponjosos de máscaras acuáticas,
pisando el giratorio mejunje bienvenido
sobre las enterradas Romas de cada día:
polvo de todos los caminos
que asoma sus columnas de tal encaje disecado
que podemos traducirnos por ahí en salmos
benditamente rabiosos pero casi-casi inexpresivos,
poniéndonos amarillos como naranjas agrias,
madrugando en las comisuras del tiempo
que se cree siempre la gran nada
en su zanjeo perfecto de libélulas,
como si solo fuéramos algo mejor que la muerte
o que la luz por fin navegable de la muerte,
como si de océanos alados nos llegasen los golpes
y las tremendas quietudes, tan juevezmente,
doscientas veces lista cualquier inmensidad de aquellas,
de medioevo en medioevo, acrisolando pesares de mejores horas
en los pequeños paqueticos de cartucho que luego el viento despedaza,
ese mismo aire pequeño y pleno que llora en las vocales,
trote requemado del cuerpo del adiós que asola cada consonante,
cada multidespropósito, cada esmero de tueste y tejería.
El remedio viaja con la mano del ayuno y los más errantes tigres,
se sienta boca abajo sobre carbones sin fin,
se deshuesa a sí mismo con tremenda calma, como un viejo gladiador,
sin pulso de olas, sin síntoma de umbrales que hacen agua,
nitrificándose, esparciéndose en cada pequeña gran impermanencia.
en cada lluvioso despido de cuervos trigalmente demostrable,
dejándonos a solas detrás de las mil y dos catedrales
del sueño, del incrustante delantal y del verano;
dejándonos sin verbo ni longitud, trillando rompederas
por donde mejor se nos divide en burbujeos de onduladas copas,
como si salieran al paso los freáticos arcángeles que rigen el vacío,
como si no quedasen sino espirales múltiples
rebanadas en bandeja de aluminio.
Cada vez que se muere quedan semillas,
a pesar de los dioses que nos van borrando el rastro,
preciosos trilladores del silencio cámbrico,
que en su desesperada marcha solo consiguen sembrarlas mejor
y más profundamente, que solo silban su famosa nana
y siguen pasándonos por arriba con distracción tan oportuna
como el barro matriz sobre los infinitos pedazos de Osiris.
Por eso, nada temas. Si todo reflorece
ya sabes que la culpa nunca será de la primavera
sino de los embriagados y esbeltos sembradores;
tan solo otra evidencia, contrahecha y pura,
de la terca rutina del misterio.

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