La Protesta de los Trece. Por Juan Marinello

 

El 18 de marzo de 1923 un grupo de jóvenes intelectuales cubanos, liderados por Rubén Martínez Villena, protagonizaron un acontecimiento que entraría en la historia de Cuba como “La protesta de los trece”. Cincuenta años después uno de los protagonistas de aquel hecho, el destacado ensayista  y revolucionario Juan Marinello, escribió para la revista Bohemia su testimonio de aquellos acontecimientos que marcaron el nacimiento de una nueva intelectualidad en la isla identificada con el pensamiento antimperialista de José Martí. 

Se cumple ahora medio siglo de un hecho de relieve innegable en el camino político y cultural de Cuba, la llamada Protesta de los Trece o Protesta de la Academia. El paso de 50 años desdibuja por fuerza la imagen y el sentido de muchos acontecimientos. No sobra, por ello, una referencia escueta al que fue claro signo anunciador. Hagámoslo en los términos más breves.

Para fijar la naturaleza de la Protesta de los Trece es fuerza situarse en 1923, en los días del gobierno de Alfredo Zayas. El proceso de entreguismo sin escrúpulos, iniciado con la República mutilada, había llegado a una de sus más vergonzosas etapas. La componenda oportunista y el aprovechamiento cínico eran, más que nunca, expresión de un sometimiento total al mando imperialista, en que los lacayos de turno se daban al latrocinio sin fronteras. La burla al pueblo y la traición a sus intereses llegaron a ser normas gobernantes. Es cierto que años después debía aparecer la orgía sin tamaño de Grau San Martín y su ministro Alemán; pero, hasta entonces, marcaba el zayato un límite nauseabundo.

Dentro de la corrupción dominante se produjo, en 1923, un suceso insólito en su descoco: la compra por el gobierno del viejo convento de Santa Clara. A nadie se ocultó que la operación —que, como dijo Fernando Ortiz, no tuvo nada de santa y mucho menos de clara— había supuesto el más escandaloso fraude. Tasado en el doble de su valor, el convento produjo al presidente Zayas y a sus cómplices cercanos una suma de gigantesca cuantía. La magnitud del “chivo” fue tal que los más hechos al diario chalaneo dijeron su inconformidad y su protesta.

Desde antes del descomunal negocio venía reuniéndose un grupo de escritores jóvenes, opuestos a una realidad en la que gobernar no era más que repartirse los dineros del pueblo a la sombra del dominio extranjero. La compra del convento de Santa Clara colmó todas las medidas, y fue en aquella coyuntura que se produjo la Protesta.

El grupo juvenil, sin definición política ni rumbo ideológico todavía, tuvo noticia de que en el local de la Academia de Ciencias y en su salón de actos iba a efectuarse un homenaje a la educadora uruguaya Paulina Luissi, organizado por la entidad femenina que dirigía Hortensia Lamar. El discurso central estaría a cargo de Erasmo Regüeiferos, ministro de Justicia, que había refrendado el decreto presidencial adquiriendo el convento. Pareció al grupo ocasión apropiada para impulsar una indignación que conmovía al país entero.

A media tarde entramos los “protestantes” en el albo recinto circular de la calle Cuba, sentándonos en el centro del público, integrado en su mayoría por mujeres. Situados allí, seguimos el desarrollo del acto. Después de las palabras iniciales, se anunció el turno del Ministro culpable, dechado de mediocridad e inconciencia y quizás el menos aprovechado en la sucia transacción. Mientras se dirigía a la tribuna el Dr. Regüeiferos se puso de pie Rubén Martínez Villena, dirigiendo la palabra a la presidencia alarmada.

El discurso de Rubén fue corto y tajante. Excusándose ante el Ministro del Uruguay, que presidía la ceremonia, manifestó que se retiraba, con sus compañeros, como protesta ante el hecho de que el ministro Regüeiferos, cómplice en la escandalosa adquisición del convento de Santa Clara, hablase en un acto de aquella naturaleza… Ante las palabras acusadoras palideció el Ministro, cayeron de sus manos las cuartillas y fracasó el homenaje. Los trece protestantes, con Rubén a la cabeza, abandonaron la sala entre la sorpresa y el desconcierto de los presentes.

Como había de ocurrir, la persecución gubernamental vino de inmediato contra el grupo acusador. En el auto dictado por el juez Antonio García Sola el 25 de marzo se declaran procesados “por esta causa y sujetos a sus resultados” a Rubén Martínez Villena, José Ramón García Pedrosa, Francisco Ichaso y Macías, Calixto Masó y Vázquez, Luis Gómez Wangüemert, Alberto Lamar Schweyer, Jorge Mañach y Robato, Primitivo Cordero y Leiva, Juan Marinello y Vidaurreta, José Antonio Fernández de Castro y Abeillé, José Manuel Acosta y Bello, Félix Lizaso y González y José Zacarías Tallet y Duarte. Aunque se les declaraba en libertad provisional, debían acudir todos los lunes al edificio de la Audiencia de La Habana, entonces en el Paseo del Prado y frente al mar, a trazar la firma apud-acta que los amarraba al proceso iniciado.

El vínculo nacido de la Protesta de la Academia dio origen a una entidad de vida efímera, pero no irrelevante, la Falange de Acción Cubana. El Domingo de Resurrección, primer día de abril de 1923, se levantó el acta de constitución de la Falange. Su gobierno se formaba con un Primer Director, que lo fue naturalmente, Rubén Martínez Villena, un segundo Director lo era el firmante de este artículo, ocupando las Secretarías Calixto Masó y Félix Lizaso. Fueron electos vocales Tallet, Fernández de Castro, Ichaso, Lamar Schweyer, Martínez Márquez, Serpa, Baralt, Mañach, García Pedrosa, José Manuel Acosta, Cordero Leiva y Gómez Wangüemert. La naciente entidad se cobijaba bajo una advocación martiana: “Juntarse: ésta es la palabra de orden”.

A los trece protestantes se suman para integrar la Falange, cuatro jóvenes más: Enrique Serpa, Emilio Roig de Leuchsenring, Guillermo Martínez Márquez y Luis A. Baralt y, a propuesta del Director Primero, se aceptan como socios activos a Pedro Martínez Fraga, Conrado W. Massaguer, A. González, Alberto J. García, Joaquín Martínez Sáenz y Alfredo T. Quílez, los que prestarían en oportunidad próxima el juramento exigido en el artículo 8 de los Estatutos.

Sorprende y asombra la presencia, en un grupo en que cuentan gentes honestas y algunas, como Rubén, de suprema calidad revolucionaria, nombres que se destacan después en las más graves traiciones al pueblo.

De no situarnos en la inmadurez del instante, carecería de explicación que fuese Martínez Villena quien propusiera como compañero de acción a Joaquín Martínez Sáenz al que, andando los años, habría desenmascarar corno caudillo fascista en un documento por muchas razones admirable. Y ¿cuántos, entre los trece protestantes, se mantuvieron junto a las masas y a la liberación nacional? Lamar Schweyer traicionó el primero y Mañach, lchaso, Lizaso y Masó se pasaron al campo enemigo, haciendo armas contra la Revolución. Otros se cruzaron de brazos, dando a la Protesta categoría de juvenil devaneo. De los que viven se mantienen junto a la Revolución Tallet y Gómez Wangüemert.

La violenta mezcolanza en que se trenzan la condición apostólica de Rubén con la agresividad reaccionaria de un Martínez Márquez —hoy jerarca de la SIP—, y el aprovechamiento electorero de un Martínez Fraga expresa nítidamente el retraso ideológico imperante. No se mide fácilmente desde hoy lo que significó, como artífice de la ceguedad política, la acción de la penetración imperialista, muy ensamblada en la obra retardataria de la colonia española, todavía cercana. No se olvide hasta dónde gobiernos nacionales plegados del todo al mandato yanqui alimentaban un aparato omnipotente, vuelto contra toda información y actitud denunciadora de su propósito.

El hecho de que muchos mandatarios de la época agitasen a toda hora la bandera mambisa de sus hazañas recientes pasó considerablemente en la confusión y en la miopía.

Alguna vez hemos anotado el caso sorprendente de Rubén, en el rápido proceso ascendente de su entendimiento revolucionario. El joven que en 1923 funda la Falange de Acción Cubana, señalándole como tarea única el combate a la corrupción administrativa, es el mismo que un lustro después define al imperialismo como causante de nuestra deformación nacional y embraza el marxismo-leninismo, que lo conducirá en tiempo corto a dirigente máximo del Partido Comunista de Cuba. Sólo una honestidad cenital, de clara estirpe martiana, pudo determinar cambio de tanta magnitud.

Ha de insistirse en señalar los años que van de 1920 a 1930 como integrantes de una etapa crítica, riquísima en la vida revolucionaria de Cuba. Nuestros historiadores deben bucear hasta la entraña en los aspectos capitales de este decenio. En él se irrita al grado más intenso la sensación angustiosa del fracaso, la asfixia de la frustración que remueve a todo el país. No se han marcado todavía las sendas maestras para ganar nuestra real libertad, pero apunta por todas partes, la decisión generosa que las reclama.

Lo típico es el clamor dramático frente al naufragio. Un poeta había gritado: “¡Todo se hunde, salvemos la bandera!” No son sucesos aleatorios en la década que recordamos la formación del Grupo Minorista, la aparición de la Revista de Avance, de Alma Mater de Venezuela Libre, de América Libre, la creación de la Universidad Popular José Martí y de la Liga Antimperialista y con mayor jerarquía, la fundación de la Confederación Nacional Obrera y del Partido Comunista de Cuba.

En ese conjunto ha de situarse la Protesta de los Trece. Sin apasionamiento por nuestro tiempo, podemos tener la ebullición generosa de aquellos diez años como una coyuntura en que coinciden las trágicas insatisfacciones que encontrarán vía oportuna y sin regreso treinta años después, en la revolución libertadora encabezada por Fidel Castro.

Significado de la Protesta

Una pregunta nos abrirá el camino para precisar el tamaño de la Protesta de los Trece. ¿Por qué, si su impulso no superaba la demanda de un honesto manejo de los dineros del pueblo, se le otorga servicio singular en nuestra lucha de liberación? Intentemos una respuesta válida.

No hay dudas de que lo inesperado de la acusación y su pronta resonancia apuntaban más lejos que su ocasional objetivo. Tras la denuncia del peculado latía, sin expresión inmediata, una inconformidad de más anchura y trascendencia. Había allí una señal inequívoca de tarea en marcha, de gesto provisor, de cambio primordial. Por otra parte, la circunstancia de venir la denuncia de gentes de pensamiento y sensibilidad, no muy volcadas en el quehacer político hasta entonces, teñía al hecho de un matiz inquietador que no escapó a los más sagaces.

La alarma levantada por la censura inusual alcanzó a círculos y actividades que parecían adormecidos en la complicidad jugosa. Tiene mucho sentido que fuera un hombre de la ubicación de Ramiro Guerra, quien, desde su tribuna del Diario de la Marina anunciase el estado de sitio a los enemigos del pueblo.

Sus palabras traspasaban lo anecdótico, llegando al fondo del suceso. Recordémoslas: “En aquel gesto (el de los protestantes de la Academia) puede decirse que cuajó el ideal más alto de la revolución: libertad para pensar, para ser, para afirmar la personalidad. Hasta entonces habíamos dispuesto, en nuestros juicios, de una escala de valores pseudocolonial, a base de convencionalismo, de respeto, de cobardía frente a lo insincero y falso; a partir de aquel momento tuvimos otra medida, llena de audacia, y de juvenil insolencia y, al mismo tiempo, de elevada rectitud moral. Después de aquella tarde nadie se sintió seguro en la posesión de una reputación legítima. Cada hombre debía ser capaz de resistir los recios martillazos de la verdad”.

En la advertencia del autor de Azúcar y población en las Antillas a los responsables del desastre late una buida interpretación de la insurgencia juvenil que alzaba, de improviso, sus banderas. En sus palabras se toca un complejo de culpa de muy ancho radio. Nadie quedaría en lo adelante libre del examen justiciero, nadie, proclamaba, “se sentiría seguro en la posesión de una reputación legítima”. El duende inoportuno, subconsciente que te dicta la advertencia, apunta a reputaciones de legitimidad transitoria, de sustento amenazado. No se ocultaba a meditador de su calidad que lo ocurrido reflejaba, en lo más hondo, un rechazo de las causas que traían y empujaban la corrupción creciente.

El historiador perspicaz, muy conocedor del subsuelo que comenzaba a moverse, sentía que el piso claudicaba bajo sus pies, adivinando que la embestida no se detendría en la censura de un Ministro indecoroso. Los tiempos confirmaron el acierto de su sospecha solitaria.

La militancia intelectual

La Protesta de los Trece es la primera expresión política de nuestros intelectuales, como grupo definido. Acierta Rubén al escribir que la Protesta “dio una fórmula de sanción y actividad revolucionaria a los intelectuales cubanos”. Hasta entonces habíamos contado con pensadores y artistas de muy alta calidad ofreciendo ejemplos de vigilancia patriótica. Algunos nombres marcan la ruta: Varela, Heredia, Martí, Sanguily, Varona… pero en la ocasión que evocamos apunta, por primera vez, un sentido colectivo nacido de la inserción profesional. El hecho de que la mayoría de los protestantes, como también la de los firmantes del Manifiesto Minorista, se pasaran al enemigo no resta significación a la naturaleza del gesto.

No ha de desbordarse el significado de la actitud de los intelectuales en un proceso revolucionario; lo fundamental está, desde luego, en la obra de las masas trabajadoras y campesinas, entrañas del pueblo y responsables de los grandes cambios libertadores. Pero sería desacierto negar relieve a la actividad de los que; por su tarea singular, poseen amplio auditorio y real influencia social. Lenin entendió nítidamente el rol de los “ingenieros de almas”, porque su visión aquilina supo descubrir en cada hombre y en todos los hombres, una receptividad acogedora y dinámica de la voz del escritor, del pintor y del músico.

Pero, la Protesta ha de enjuiciarse no sólo en su condición anunciadora sino en su proyección inmediata, en su encarnación ascendente. El impulso surgido de la Protesta sirvió —por encima de las esperadas y numerosas deserciones— para afirmar en las gentes de pensamiento y sensibilidad un sentido de responsabilidad social que pronto creció en conciencia, orientación y militancia.

Algunos de los protestantes de la Academia formaron en la dirección del Movimiento de Veteranos y Patriotas, que levantó anchas esperanzas en la sustitución de Alfredo Zayas, capitán indiscutible del latrocinio dominante por un mandatario de acrisolada pulcritud. Como se sabe, los dirigentes de aquel Movimiento, lobos del mismo pelo, optaron por la transigencia cómplice, y el aprovechamiento sin escrúpulos aumentó su volumen.

Bien vistas las cosas fue grande la lección de aquella aventura grotesca para los jóvenes que pusieron ilusión en su ocurrencia. Para Rubén, supuso una experiencia definidora y marcó su rompimiento con los responsables del entreguismo y la adopción de una postura de radical validez. El camino se desbrozaba al fin, iluminándose en su rumbo.

Entre los firmantes del Manifiesto Minorista aparecen nueve de los participantes en la Protesta de los Trece. Y, como en aquella ocasión, se mezclan en sus adherentes toda especie de conductas e ideología. El Manifiesto se hacía para condenar al tránsfuga Lamar Schweyer, pero no escaseaban entre sus acusadores los que en seguida o después le seguirían la huella indigna.

Lo esencial, lo valioso y válido está en que el manifiesto congrega a un destacamento de intelectuales para impulsar consignas de nuevo superior alcance, impensables cuatro años antes.
Rubén Martínez Villena, que encabezó la protesta de los Trece, redactó y firmó el primero el Manifiesto Minorista.

En su texto se comunican y eslabonan la Protesta con el Minorismo. Se precisa en estos términos: “Hace algunos años el 18 de marzo de 1923, un reducido número de intelectuales —artistas, periodistas, abogados—, reunidos incidentalmente en la Academia de Ciencias, llevaron a cabo un acto de rebeldía y censura contra el entonces Secretario de Justicia allí presente, significando así el repudio que la opinión pública hacía de la memorable compra por el Gobierno del Convento de Santa Clara, como imposición gubernamental a la mayoría del país”.

Seguidamente, explica Rubén el curso de la actividad del grupo protestante, cerrando de este modo: “Todo eso era indicio de que en Cuba se integraba, perfilándose sin organización estatutaria, pero con exacta identidad de ideales y creciente relieve, un grupo intelectual izquierdista, producto natural del medio, y órgano histórico fatalmente determinado por la función social que había de cumplir”.

A tal punto ha madurado la mente política de los jóvenes acusadores de la Academia que, aunque sólo en alusión incipiente, quedan fijados en el Manifiesto objetivos primordiales de la Revolución Cubana. Allí se Ilama a la revisión de los valores falsos y gastados, al acogimiento del arte nuevo en sus diversas manifestaciones, al conocimiento de las últimas doctrinas, teorías, y prácticas artísticas y científicas, a la reforma de la enseñanza pública, a la autonomía universitaria y, ya en un plano de mayor alcance, se convoca a luchar por la independencia económica de Cuba y contra el imperialismo yanqui, contra las dictaduras políticas unipersonales en el mundo, en la América y en Cuba; contra los desafueros de la pseudo-democracia; contra la farsa del sufragio y por la participación efectiva del pueblo en el gobierno. El Manifiesto culmina con dos demandas fundamentales: en pro del mejoramiento del agricultor, del colono y el obrero de Cuba y por la cordialidad y la unión latinoamericanas.

El programa de los Minoristas se expresa en términos y fórmulas muy del momento, reflejos obligados de la convicción naciente. Quien vivió aquellos días formadores puede decir cómo se dibujaban en la noble inquietud demandas imprecisas. Anotada esta circunstancia, ha de afirmarse que el mensaje del Grupo Minorista fue una clarinada de oportuna novedad, una escala que anunciaba pronunciamientos y acciones de más hondura y magnitud.

Es hora de que pongamos la atención en una circunstancia de mucha cuenta, dominante en la limpia insurgencia juvenil. Nos referimos al hecho de que, distinguiéndose de casos similares en el ámbito latinoamericano, los intelectuales cubanos de la época no se sitúan en campo aparte, arrogándose función privativa y decisoria en la obra revolucionaria. Desde el primer momento, adviértase bien, los protestantes y los minoristas entienden y proclaman que la acción transformadora no está en sus manos sino en las del pueblo. Lo que supone tan lúcida auto limitación se evidencia en los tiempos que siguen.

La trayectoria del más perspicaz, valeroso y abnegado de aquellos jóvenes, Rubén Martínez Villena, prueba cómo hay, en él y en sus seguidores, una correcta estimación, de su oficio revolucionario. Si en el Manifiesto se proclama la necesidad de combatir el imperialismo y defender a los trabajadores, la actividad posterior de Rubén confirma, con el poder de los hechos, que solo una decisión colectiva, proletaria, campesina —popular— puede cumplir las demandas enarboladas entonces. El inspirador y maestro del Grupo Minorista es, a muy poco trecho de su fundación, dirigente del partido de los trabajadores y figura primordial en la historia de su época. Caso ejemplar de entendimiento de la tarea y responsabilidad de los intelectuales, Rubén resuelve, con su propio ejemplo, el difícil contrapunto entre su origen y su tarea conductora.

El ímpetu recóndito de la Protesta de los Trece tarda en encontrar encaje pleno, y eficaz. Su significado verdadero no está en su gesto ocasional sino en haber sido el anuncio de una nueva interpretación de nuestra realidad y de un cauce, nuevo también, para transformarla. Su última sustancia, su más ancha hazaña, están en la fidelidad de los intelectuales de hoy a una Revolución que, por impulsar una incansable plenitud en todos los dominios, defiende y exalta la libertad y la excelencia de la actividad creadora.

El paso de medio siglo no ha podido vencer en nosotros la imagen de Rubén en la tarde de la Protesta. Aún lo vemos erguido y alígero, ingrávido e invulnerable, como el Ariel shakesperiano; la cabeza delicada y fiera, hecha de afilados perfiles heroicos; la mano en alto, viril y sensible; la persona toda ardiendo en la endeblez poderosa. Rodeándolo —como habría de ocurrir después y siempre— el temblor de los viles y la esperanza de los buenos. Así quedará, inalterable y ansioso, en el arranque de nuestra decisión de vencer o morir. Así lo verán los que vengan en el tiempo, los que miren hacia él como a una presencia inagotable y benéfica, como a un héroe pleno desangrándose sin pausas, como a un camarada entrañado en nuestra sangre, como a un hermano de lejanía imposible.

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One Response to La Protesta de los Trece. Por Juan Marinello

  1. Es un lujo conocer aspectos de la cultura cubana desde tu perspectiva…leo otras, pero siempre hay una parte de razón de todas…gracias

     

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