Los quince o el dilema entre realidad y representación. Por Carlos Ávila Villamar

 

Uno de los fenómenos más lamentables y visibles del subdesarrollo radica en el divorcio ridículo entre objeto y símbolo, es decir, entre realidad cotidiana y representación. Ya ni siquiera nos extrañamos cuando en una cafetería las enormes y atrayentes imágenes de comida que se usan como decoración contrastan con la oferta, a veces pobre, a veces muy poco atractiva. Es de lo más común, pues, tener que aceptar una realidad incapaz de competir con la representación, o, visto desde otro punto, aceptar una representación que traicione de una manera tan hipócrita la realidad.

El caso de las fotos de quince me parece el ejemplo más burdo. No creo que exista un vínculo directo entre el subdesarrollo y la antigua tradición de celebrar el paso de una muchacha a la madurez. Las fotos de quince comenzaron en una época en la que el simple acto de tomarse una fotografía ya era un acontecimiento. Lo que sí me parece obvio es el vínculo entre el subdesarrollo y la monstruosa institución que hoy día constituyen Los Quince en nuestro país. Utilizo la mayúscula sin titubear. En nuestro país existe el Estado, el Matrimonio, la Iglesia y Los Quince. Se trata de una degeneración absurda que amenaza cada día los hogares cubanos. Tres cosas se esperan con antelación en el hogar cubano: la muerte, la boda y Los Quince de la niña. Las dos primeras cada vez se esperan menos.

Hace mucho que una foto no es un acontecimiento. Sin embargo, las actuales fotografías de quince, imitaciones de las fotografías de moda contemporáneas (que sí tienen una razón de ser, no hay duda) se siguen haciendo a causa de la presión social. La casi obligatoriedad de Los Quince (en Cuba son tan angustiosos y obligatorios para las mujeres como lo es el servicio militar para los hombres) y sus repercusiones en las reservas familiares no son el tema que me propongo abordar. La escala industrial con la que se desarrollan (esa es la palabra, porque Los Quince son primero que todo una industria) no me es tan preocupante como la idea en sí de las fotos. A las modelos profesionales (mayores de edad, por cierto) les pagan por posar semidesnudas y con miradas provocadoras. Las quinceañeras de un país subdesarrollado pagan por posar semidesnudas y con miradas provocadoras. Pagan para sentirse contratadas. ¿Cómo es que se acepta un hecho tan retorcido?

He abierto el artículo con el divorcio entre la realidad y la representación, que se agudiza en los países subdesarrollados. Es bastante obvio que Los Quince corresponden al nivel de la representación, que está situado siempre por encima de la realidad (los letreros de los cines, los menú de las cafeterías, las pantallas en los bares…). Analicemos las fotos de quince como aquello que verdaderamente son: representaciones, y tratemos de definir los puntos clave en ellas, para responder la pregunta.

Durante el siglo XX la mujer todavía era vista en algún punto como el ser destinado a acompañar al hombre, sexo fuerte, para toda la vida. Celebrar Los Quince de una mujer no era más que darla a conocer a la sociedad, presentarla como una futura buena esposa, como una futura buena madre. La mirada cándida, los entornos naturales, la sonrisa de unos labios que no habían sido pintados nunca…las fotografías intentaban entonces captar el momento singular (heredado de la simbología romántica del siglo XIX) durante el cual la futura esposa, la futura madre, aún conservaba la vitalidad infantil con la cual (probablemente) conocería a su futuro esposo. Tal vez esté simplificando un fenómeno cultural más complejo, pero creo tener un punto: durante Los Quince se buscaba probar la virtud de la nueva integrante de la sociedad. Los Quince en alguna medida, ya desde entonces, implicaban un conflicto económico, eran el instrumento de validación de una clase con respecto a la clase inmediata superior.

En las últimas dos décadas Los Quince han ido tomando fuerza como nunca en nuestro país. Casi despojados de su original utilidad sexista (la sociedad se ha ido abriendo considerablemente a partir de los años cincuenta, ahora el sexismo va por un camino contrario aunque en el fondo parecido: el de la provocación sexual) en nuestros días se atan a nuevas necesidades para poder subsistir, necesidades que, sin buscar eufemismos, llamaré de consumo. Los Quince desempeñan un papel fundamental en el hogar cubano porque, en el nivel de la representación, constituyen su termómetro de consumo. Las fotografías de quince no son otra cosa que la proyección de los deseos de la quinceañera y sus familiares en lo referido al estándar de vida. Ante el impedimento de concretar tal deseo, se acude a la representación, porque en última instancia la representación (incluyendo el arte, su variante estilizada) perdura o al menos se construye en un espacio que intenta estar fuera del tiempo. Las fotos de quince legitiman al final del recorrido un modelo de consumo que no puede sernos más ajeno, pero que a la vez no puede ya estar más insertado en el imaginario colectivo cubano.

Se trata de un pacto malévolo en el que la sociedad (que se ve a sí misma sin filtros tarde o temprano, no olvidemos) finge ser otra cuando está sobre el papel, y reúne todas sus fuerzas para hacerlo. La representación termina por devorar la realidad, termina por convertir la realidad en su esclava. Digo que es un fenómeno ligado al subdesarrollo porque en lo práctico, significa que las reservas familiares se agotan por un teatro que dura veinticuatro horas, en el cual se cumple con los incumplibles valores de consumo que a su vez se dictan en otras representaciones. Un ciclo sin fin.

La muchacha de catorce años come un producto en la cafetería que está divorciado de la imagen (a todo color y resolución) que lo representa, probablemente sacada de internet. Y a su vez la muchacha espera sus quince para comer tal producto, el de la imagen, por un bendito día, y grabar el video de la fiesta entre trajes de alquiler y costosas botellas de vino y bailes coreografiados que hace mucho no pertenecen a su realidad. Y espera un milagro ingenuo: la muchacha de esa forma espera ser feliz. Un ritual es una representación performática en cuyo interior subsiste siempre alguna mitología (la del hogar cristiano, la de la joven rebelde, la de la moda…), pues bien, los rituales del subdesarrollo suelen corresponder al deseo de la prosperidad material (un mito a fin de cuentas, que intenta relacionarse con algo tan esquivo e impredecible como la felicidad), el deseo de estar en ese sitio que solo en las representaciones existe.

Estoy pensando en ese espacio tan interesante que está hecho exclusivamente para las representaciones: las revistas de moda. Pese a que me considero poco experto en temas de moda, no puedo evitar disfrutar de las láminas inmaculadas de la revista Vogue. Los niños en el bosque de raíces perdidas, los amantes que no miran a ninguna parte, en habitaciones hechas de sombra y luz… El nivel extremo de perfección al que llegan las imágenes es absurdo si se le compara con el mundo real, con el polvo y con las personas de carne y hueso. Es un ejemplo maravilloso para ilustrar el divorcio entre objeto y símbolo, que termina por elevar a alturas inconmensurables al objeto falsamente representado. El lector (y hablo también del lector de Primer Mundo) se siente incapaz de alcanzar la realidad de las fotografías y desde ese momento se convierte en su esclavo. Así funciona un mito. ¿Qué quedará para el lector del Tercer Mundo, que admira con dolor estas o aquellas representaciones? ¿Qué decir cuando se trata de revistas cubanas, que presuponen que el objeto representado está al alcance o debe estar al alcance del lector, aunque a todas luces justo lo que se intenta probar en un nivel expresivo es lo contrario?

Se suele simplificar la necesidad inducida con el ejemplo del anuncio del zapato, que provoca que el sujeto vaya a la tienda y lo compre. La verdad es mucho más atroz. El sujeto desea ser el personaje que porta el zapato en el anuncio, y con tal de conseguirlo irá a los restaurantes que supone que iría el personaje, intentará emparejarse con las personas con las que se emparejaría el personaje. Y todo esto en una escala aún más deprimente cuando se trata de un sujeto medio de un país subdesarrollado, que intentará vivir en una casa decente y tener un trabajo con una oficina decente, pero que de cualquier modo deberá transitar por una calle malhecha llena de sujetos malhechos, como el que vaga de oasis en oasis en medio del desierto.

Somos espejos en la constante búsqueda de sujetos a los cuales reflejar, en la constante búsqueda de proyectos a los cuales adscribirnos, y paradójicamente lo hacemos por la necesidad de trascendencia, por oscuro narcicismo. Triste destino el del espejo: espera ser fotografiado y en la foto no salen más que formas externas.

(Cahivache Media)

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3 Responses to Los quince o el dilema entre realidad y representación. Por Carlos Ávila Villamar

  1. Maño says:

    Sera que hoy siento rabia y no quiero hablar de Los Quince, como institución adquirida de la clase burguesa que todo lo traslada y hace cómplice, pero si me interesa “el divorcio ridículo entre objeto y símbolo, es decir, entre realidad cotidiana y representación”, porque cuando esta se lleva a la escala de la política, una clase induce a todo un pueblo a caer en el abismo, es eso lo que sucede hoy en la Argentina, y da mucha rabia “el oro sobre la conciencia”, la rabia “madre por Dios tengo frió”.
    Saludos

     
  2. Magdiel says:

    Bueno pero no termina ahí, la industria de los Quince, se apresura a devorar los nuevos ingresos de la clase que está naciendo en Cuba… Ahora se inventaron los “Mini Quince” para las niñas de 5 y 10 años…

     

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