Desde que irrumpieron las ideologías políticas, especialmente las que conformarían la modernidad, se fueron decantando diversas corrientes con posturas muy divergentes entre sí, y por supuesto con fundamentos filosóficos muy heterogéneos, sobre la forma y las vías de cómo debía organizarse la vida social.
La mayoría de ellas definieron con claridad sus ideas respecto a la cuestión del poder político, como instrumento para perpetuar algunas élites o clases dominantes, o para dar paso al predominio de otros sectores sociales.
No hay que olvidar que por ideología se pueden considerar un conjunto de ideas que se constituyen en creencias, valoraciones y opiniones comúnmente aceptadas, las cuales, articuladas integralmente, pretenden fundamentar las concepciones teóricas de algún sujeto social (clase, grupo, etnia, partido, Estado, Iglesia, etc.), con el objetivo de validar algún proyecto bien de permanencia, reforma o subversión de un orden socioeconómico y político, lo cual siempre presupone de algún modo una determinada actitud ética ante la relación hombre-hombre y hombre-naturaleza.
Para lograr ese objetivo, las ideologías pueden o no apoyarse en pilares científicos o filosóficos, en tanto estos contribuyan a los fines perseguidos; de lo contrario pueden ser desatendidos e incluso ocultados conscientemente.
El componente ideológico en las reflexiones filosóficas por sí mismo no es dado a estimular concepciones científicas, pero no excluye la posibilidad de la confluencia con ellas, en tanto estas propicien la validación de sus propuestas.
La diferencia fundamental entre las ideologías y las filosofías radica en que estas últimas apoyan sus argumentos en el poder de la razón, en tanto las primeras pretenden fundamentar sus razones en el poder, ya sea político, económico, militar, mediático, etc.
Las principales ideologías que se conformarían en la modernidad fueron: el conservadurismo −que pretendía perpetuar la sociedad feudal con las monarquías, y en el caso de Latinoamérica el poder colonial−; el liberalismo, que se planteaba reformar la sociedad hacia transformaciones capitalistas y republicanas; el socialismo, que aspiraría a cambiar radicalmente la organización política y social capitalista −completando así las propuestas democráticas al no reducirlas a derechos jurídicos y políticos, sino al logro de justicia social−, y el anarquismo, que en parte coincidía con esta última, pero se diferenciaba sustancialmente de ella por su presunto apoliticismo, así como por sus métodos terroristas y magnicidas.
En verdad el anarquismo no es apolítico, sencillamente porque nadie puede serlo, pues una forma de hacer política es pretender ser indiferente ante los acontecimientos sociales, sus necesidades y transformaciones. De manera que pretender ser indiferente ante la política es una forma hipócrita de hacer política.
José Martí se enfrentó al presunto apoliticismo de los anarquistas que no querían pronunciarse ante la lucha por la independencia. Afortunadamente el sentido común se impuso y estos se unieron a esa honrosa labor, de la misma forma que lo hicieron los anarquistas españoles aliándose a demócratas y comunistas para tratar de salvar la República durante la Guerra Civil.
Otras ideologías se conformaron en el siglo xx como el fascismo, que ha tratado de revertir las conquistas democráticas con prácticas políticas totalitarias, mesiánicas y racistas, o el neoliberalismo, que aparentemente pretende presentarse como una continuidad del liberalismo, pero en realidad ha logrado revertir muchas de las conquistas democráticas de este último.
«Apoliticismo», conformismo, abstencionismo»
La mayoría de las ideologías políticas han promovido la participación política, pero en los últimos tiempos, cuando el neoliberalismo ha triunfado, más ideológicamente que en cuanto a logros sociales para la mayoría de la población, algunos de sus «tanques pensantes» han estimulado el apoliticismo como medio para inculcar la indiferencia y la resignación entre algunos sectores populares, especialmente los jóvenes, a través de la consigna de que nada se puede hacer para lograr sociedades más justas y más amigables con el medio ambiente.
El conformismo es uno de los componentes aliados del apoliticismo. Ambos pretenden opacar el protagonismo de aquellos que se pueden convertir en potenciales peligros para la añorada, pero no lograda, estabilidad de la sociedad capitalista.
El incremento del abstencionismo observado en la mayoría de los procesos electorales de numerosos países puede tener diferentes lecturas. Una de ellas puede ser entenderlo como síntoma de impotencia de un considerable porcentaje de la población que se siente frustrada al no apreciar cambios favorables en sus condiciones de vida una vez instalados nuevos gobiernos que mantienen políticas neoliberales.
Otra es expresión del acomodamiento de una indecisa clase media que es fácilmente manipulada por los medios de comunicación, ya que le interesa más la renovación de su automóvil o de los electrodomésticos, que lo que pueda transformarse de la puerta de su casa hacia afuera. No faltan los que piensan que su voto no será decisivo para cualquier tipo de cambio a través de la elección, pues ya todo está arreglado de forma inamovible en la «democracia representativa» aunque cambien los nombres de los gobernantes, y en algunos casos ni siquiera eso, pero no cambian las políticas socioeconómicas en los gobiernos que se alternan y suceden.
«Apoliticismo» en el Socialismo
En el caso de países socialistas la intención que subyace en el apoliticismo tiene otras lecturas, como puede extraerse de las experiencias de su derrumbe en la Unión Soviética y los países de Europa Oriental.
Esta situación es algo distinta, pues no esconde la pretensión de sembrar entre determinados grupos de la población, fundamentalmente jóvenes, la indiferencia ante las conquistas sociales alcanzadas. Dado que estos no han conocido el capitalismo, por lo general consideran que disfrutar de la salud, la educación, el deporte, la cultura, etc., de forma gratuita, es algo natural y no constituye nada extraordinario, por lo que añoran, sin renunciar a ellas, el disfrute de las extraordinarias «ofertas» de la sociedad de consumo.
Algunos presuntos «apolíticos» se abstienen de ejercer el voto en procesos electorales o votan en blanco, y creen que con esta actitud expresan su valentía política, lo cual confirma que esto es un acto político. Otros aducen que la única democracia es la multipartidista, e ignoran así que en la historia de la humanidad han existido y existirán múltiples formas de democracia y no solo la representativa.
Al hiperbolizarla, algunos gobernantes creen poseer el «democratómetro» perfecto para medir su existencia en otros países y por lo que les envían observadores para fiscalizar sus procesos electorales, pero no permiten que a su vez observadores de otros países los visiten.
Siempre recuerdo cuando le pregunté a mi madre por qué militando en el Partido Liberal había apoyado al Movimiento 26 de Julio –por ello cayó presa, fue amenazada de ser envenenada y tuve que llevarle la comida hecha en casa cada día a la estación de policía de Santa Clara–, me respondió que porque no había nada más parecido a un liberal que un conservador y un conservador a un liberal. Ambos eran la misma basura y por eso tomó esa decisión. En Colombia dicen que la diferencia entre un conservador y un liberal es que unos van a misa en la mañana y otros en la tarde.
Nunca olvidaré el agobiado rostro, por las torturas y vejaciones recibidas, de Mercedes Vázquez, su compañera de celda, ni los gemidos de los torturados, que aún algunos vecinos del parque del Carmen recuerdan. Los instrumentos de tortura fueron exhibidos el primer día del triunfo de la Revolución. Es bueno recordarles esto a los amnésicos apolíticos o a los que no conocen que esto sucedió donde hoy sonríen estudiantes de la escuela secundaria básica Capitán Roberto Rodríguez (El Vaquerito).
De manera que el presunto apoliticismo −que debe reiterarse no es tal, sino en realidad otra forma sutil de hacer política contestataria− en el caso de Cuba debe ser considerado en aquellos que lo practican una expresión de inconformidad con el sistema social elegido, mantenido y defendido por la mayoría de su pueblo. De otro modo no se explica que el derrumbe del muro de Berlín y del «socialismo real», o tal vez «real de socialismo», no haya llegado a alcanzar en su onda expansiva a la isla del Caribe.
El apoliticismo, que tal vez para algunos ingenuos pueda ser considerado como otra manifestación de la pregonada «muerte de las ideologías», en realidad es todo lo contrario: una evidencia de que la lucha ideológica revitaliza algunas viejas formas y formula otras nuevas.
Al igual que en el anarquismo subyacían posturas individualistas, voluntaristas y nihilistas, al negar muchos valores de la sociedad moderna −que incluso Marx y Engels, no obstante sus críticas a la misma, reconocieron, como puede apreciarse en el Manifiesto Comunista−, el apoliticismo contemporáneo está permeado por fundamentos filosóficos, conscientes o inconscientes, de corte pragmatista, utilitarista y existencialista, en los que el éxito individual se sobrepone a todo compromiso social.
«Apoliticismo» en Cuba
No es la primera vez que el apoliticismo ha pretendido ganar adeptos en la historia de la sociedad cubana y no solo entre los anarquistas. También al inicio de la República mediatizada hubo expresiones de conformismo por parte de algunos antiguos sectores anexionistas que tratarían de inculcar la nefasta idea de que la intervención norteamericana en la guerra independentista y la ocupación militar por parte de los Estados Unidos de América había sido una bendición que había que agradecer, por lo que no se debía manifestar ningún tipo de inconformidad política ante aquel hecho.
Afortunadamente, en los años 20 una nueva generación juvenil, intelectual y política expresada en la Protesta de los Trece, el Grupo Minorista, la creación de la Federación de Estudiantes Universitarios −liderada por Julio Antonio Mella−, la fundación del Partido Comunista de Cuba, y las luchas contra la dictadura de Gerardo Machado y la injerencia yanqui, así como un fortalecimiento de las luchas obreras, revitalizaron la conciencia política nacional cubana y el espíritu independentista que se pretendía apagar.
Del mismo modo la Generación del Centenario, inspirada nuevamente en el ejemplo de José Martí, reiniciaría la lucha por la dignidad del pueblo cubano frente a la sangrienta dictadura de Batista y obligó a los indecisos a definirse políticamente.
El triunfo de la Revolución cubana sería crucial en ese enfrentamiento al apoliticismo, especialmente cuando ante la agresión de Playa Girón se declara su carácter socialista y no podrá justificarse más ningún tipo de indiferencia ante las enormes transformaciones sociales emprendidas, como la nacionalización de las empresas extranjeras, la Reforma Urbana, la Reforma Agraria, la Campaña de Alfabetización, la Reforma Universitaria, la amplia socialización de la educación y la salud, el nacimiento de nuevas organizaciones como los Comités de Defensa de la Revolución, la Federación de Mujeres Cubanas y la gestación de un nuevo Partido Comunista de Cuba.
Cuando el pueblo cubano se vio amenazado por una nueva intervención militar norteamericana y el mundo estuvo muy próximo a que se desatara una guerra nuclear, a partir la crisis de los misiles soviéticos en este país, a nadie se le ocurría justificar una actitud apoliticista. El pueblo cubano demandaría a cada ciudadano definirse de cara a una situación en la que no había una tercera opción ante la consigna de Patria o Muerte.
¿Triunfará el «apoliticismo»?
Vivimos una nueva época en la que pareciera que tales confrontaciones son cosas del pasado y no faltan quienes inculcan la idea de que se deben olvidar. Por supuesto, quienes promueven tales consignas para borrar la memoria de las nuevas generaciones saben muy bien que el pueblo que no conoce su historia está obligado a repetirla.
Otros ilusos piensan que al ir desapareciendo por ley natural la generación que encendió la llama revolucionaria, esta debe apagarse. Tal vez olvidan la historia del pueblo cubano, por no decir la historia universal, que evidencia que las grandes transformaciones no han sido emprendidas por líderes solitarios. Estas solo se han hecho posibles si han sido asumidas por los sectores populares.
Cuando se conoció la noticia de que José Martí se encontraba en los campos de batalla, su amigo el escritor colombiano José María Vargas Vila publicó un artículo calificando ese hecho como una locura.
Al día siguiente, Enrique José Varona –a quien el Héroe Nacional tras su ausencia le confió la dirección el periódico Patria– le respondió con otro artículo en el que sostenía que Martí no estaba loco, porque sabía que había un pueblo entero esperando por él para la lucha independentista. Agregó que su actitud revolucionaria era tan alta como el Pico Turquino, pero los picos no nacen de sabanas, sino acompañados de otros tan altos como él: Máximo Gómez, Antonio Maceo, Calixto García, etc.
La clara concepción del protagónico papel del pueblo en las transformaciones sociales Martí la expresó al plantear: «Nada es un hombre en sí, y lo que es, lo pone en él su pueblo. En vano concede la Naturaleza a algunos de sus hijos cualidades privilegiadas; porque serán polvo y azote si no se hacen carne de su pueblo, mientras que si van con él, y le sirven de brazo y de voz, por él se verán encumbrados, como las flores que lleva en su cima una montaña».[1]
La mejor forma de enfrentar el apoliticismo es contribuir al estudio de la historia del pueblo cubano, sus luchas emancipadoras, el optimismo revolucionario que ha inspirado a sus líderes desde Céspedes hasta Fidel y Raúl, así como a todos los que le han acompañado y otros que aún le acompañan.
Cuando alguien pierde la confianza en la pujanza y la vehemencia de un pueblo como el cubano en la lucha por su dignidad, pasa a formar parte de lo que Martí denominó sietemesinos. Por suerte, la mayoría de los cubanos han nacido de parto natural.
Dr. en Ciencias Filosóficas Pablo Guadarrama González, Profesor de Mérito de la Universidad Central «Marta Abreu» de Las Villas.
[1] José Martí. Obras completas, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1976, t. XIII, p. 34.
Reblogueó esto en La Covacha Roja.
Muy necesario y actual su artículo, es importante multiplicar su esencia. En mi próxima clase como profesor en la Universidad de Holguín lo compartiré con mis alumnos. Gracias profesor