Meditar: El rol crítico del arte y del pensamiento cultural, en un contexto dominado por la tecnocracia del conocimiento*, de Nelly Richard. Por Desiderio Navarro

 

Ante la  creciente entrada, uso y circulación  en nuestros círculos académicos y culturales, medios masivos, etc.  de términos, ideas y concepciones ligados a teorías neoliberales de origen fundamentalmente estadounidense –como, por ejemplo,  “universidad de excelencia”, “resiliencia”, “trabajador(a) del sexo”, “capital humano”, “emprendedor”, etc.–, llama la atención el paralelo desconocimiento o desinterés editorial, curricular, mediático, etc.  por la producción teórica y crítica internacional de izquierda que ha sometido esas mismas  ideas a un riguroso análisis revelador de sus funciones ideológicas  y sociales. Brillan por su ausencia no sólo referencias a sonadas obras como  La universidad en ruinas (1996) de Bill Readings, Vida resiliente. El arte de vivir peligrosamente (2014) de Brad Evans y Julian Reid, o los escritos feministas radicales de Andrea Dworkin, Catharine MacKinnon y Gail Dines (obras, todas, localmente asequibles desde la quinta entrega de Los Mil y Un Textos en Una Noche de Criterios), sino también, aún más lamentablemente, reflexiones nacionales sobre la naturaleza, recepción y función de esos términos e ideas en nuestro aquí y ahora.  
 
Ya Criterios ha traducido y publicado un texto de Gerard Delanty, “El futuro de la universidad en la «sociedad del conocimiento»” (Denken… nº 55 ), que señala el ideologema de la universidad de excelencia como un componente de la ideología tecnocrático-economicista postmoderna en la educación superior. Hoy reproducimos un breve trabajo de la destacada teórica y crítica de arte chilena Nelly Richard que presenta  la acción de ese  haz de ideas  en la sociedad chilena actual, así como el papel que contra el mismo ha desempeñado y debe desempeñar en la América Latina el ensayo cultural con “una mirada política” sobre la universidad y la cultura (archivo pdf libremente descargable en:http://www.observatoriocultural.gob.cl/wp-content/uploads/2015/09/Seminario-Investigacion-en-Cultura-Nelly-Richard.pdf). Esperamos poder ofrecer grandes segmentos de las obras mayores antes mencionadas. 

El rol crítico del arte y del pensamiento cultural en un contexto dominado por la tecnocracia del conocimiento*

Nelly Richard

El año 2011, Chile se convirtió en el escenario de un vasto movimiento estudiantil que levantó su consigna de «Fin al lucro» como emblema de una crítica anti-neoliberal a la matriz privatizadora que había convertido a la educación en «bien de consumo». Desde la promulgación de la LOCE (Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza) en 1990, el sistema universitario se mantiene cautivo de una lógica mercantil que se vio interpelada con fuerza por el movimiento estudiantil del 2011. Si bien el debate sobre la reforma del sistema educativo acapara hoy la agenda nacional con su tema de la«gratuidad» (enfrentando posiciones a favor y en contra), flota la impresión de que el tema de la «calidad» se da por supuesto. Que ese vocablo no requiere de mayores explicaciones y que el reclamo por «mejor calidad» (al gozar de unanimidad como un reclamo transversal a todos los sectores) tampoco exige precisar qué designa esa palabra. Es como si, en el campo educativo, la noción de «calidad» fuese una noción auto-evidente que no requiere ser problematizada. La trampa consiste precisamente en hacernos creer en la falsa neutralidad técnica de esta noción ―«calidad»― que se finge imparcial. Una trampa que oculta la complicidad entre, por un lado, la dominante económico-productiva que masifica y uniforma los productos de consumo en las sociedades de mercado y, por otro, la «calidad» usada como una medición formateadora de competencias dentro de las universidades-empresas. La tecnicidad de la noción de «calidad»―instalada por los expertos― busca esconder el ideologismo neoliberal de lo operativo y lo instrumental que actúa hoy como el principio organizador de la universidad tecnocratizada hecha para asegurarle al cliente la «calidad de los servicios».2

Lejos de ser una noción autoevidente transparentada por la generalización de su uso, la noción de «calidad» debe ser interrogada en sus definiciones y aplicaciones. Debatir sobre el trasfondo oculto de lo que nombra la palabra «calidad» ayuda a desmontar la hegemonía de lo técnico-operacional que, en el interior de la universidad misma, busca dominar a lo crítico-reflexivo. Las nociones de «excelencia» y de «calidad» (afines al manejo empresarial de los sistemas de administración corporativa) son parte de una tecnología educativa que, junto con instrumentalizar el rol docente, entiende calidad como eficacia y eficiencia, es decir, como simple cumplimiento y rendimiento de procesos productivos desvinculados de la materialidad ideológico-cultural que impregna el lenguaje y la comunicación. Lo aparentemente neutro de la noción de «calidad» sirve para reproducir una lógica organizadora cerrada sobre sí misma, prescindente de cualquier entorno. Sus procedimientos de medición basados en estándares de uniformación borran la particularidad histórica y social de los universos de referencia político-institucionales en los que se construye y se debate el significado de qué entender por «universidad».

Lo abstracto-general de la «calidad» como un valor autorreferido (sin referencialidad externa) lo hace prescindir de cualquier dimensión cultural si entendemos por «cultura» una dimensión sensible a la heterogeneidad de los contextos locales de significación e interpretación. Sólo una lectura cultural (lo cultural en tanto conjunto significante e interpretativo) es capaz de ubicar la noción de «calidad» en el registro neoliberal del que proviene y que, sin embargo, oculta: un registro que fuerza el capital humano de la masa universitaria a reproducir como mercancía sus tecnologías del conocimiento. Los saberes humanísticos son, desde ya, los primeros en verse castigados por estas tecnologías del conocimiento. La versión más doméstica de este castigo se manifiesta a través del financiamiento desigual que se reparte en materia de presupuestos entre facultades y departamentos. Los saberes humanísticos pasaron a ser un área desprotegida que, dentro de la universidad, se torna fácilmente irrelevante por su misma dificultad en hacerse valer como área generadora de conocimientos prácticos, utilitarios, rentables. Sin embargo, dicho en palabras de Dominick Lacapra, los saberes humanísticos son especiales en «promover la interrogación crítica de la cultura y la sociedad, incluyendo la universidad misma».3 Y lo hacen a través de una reflexión general sobre las condiciones de producción del sentido: una reflexión general no confinada a un área específica de conocimiento disciplinario ni tampoco entregada a la lengua técnica de los expertos. La crítica cultural asociada a los saberes humanísticos es llamada a pronunciarse, entre otros asuntos, sobre los condicionamientos de habla que el léxico dominante («calidad», «excelencia», «productividad», etc.) busca esconder como si el nombrar de las palabras fuera un acto inocente. Pero volvamos a la pregunta de por qué arte y los saberes humanísticos sufren la desvalorización del «capitalismo académico» que, en la universidad globalizada, premia la performatividad de las competencias profesionales destinadas a su exitosa inserción en el mercado. Primero porque el arte, la literatura o las humanidades son vistos como saberes inutilitarios, casi decorativos, desde el punto de vista economicista del desarrollo productivo. Además, se consideran saberes difusos, por no decir confusos, unos saberes que no se dejan compartimentar fácilmente por el recorte de la especialización con la que la universidad flexible busca segmentar el conocimiento para que entre en la suma pragmática de todas las combinatorias posibles. El arte y las humanidades, el pensamiento crítico, hablan lenguajes en discordia con el nuevo repertorio tecno-operativo que invade el mundo universitario. Un mundo que separa los «productos» de los «procesos», es decir, que disocia mecánicamente los productos del conocimiento (por ejemplo, los datos investigativos) de los procesos de elaboración e inscripción culturales del crear-pensar como un ejercicio siempre cargado de opacidades y resistencias.

El «capitalismo académico» que gobierna la universidad tecnocratizada se vale de un conjunto de operadores e indicadores que miden la performatividad del saber en términos ―operacionales― de competencias y desempeño. Los rankings que premian la publicación de artículos en revistas indexadas ―con sus abstracts en inglés― son uno de los mecanismos que someten el pensamiento estético a normas que este considera hostiles. El abstract como resumen de las revistas indexadas es la regla de un tipo de conocimiento científico-social que busca la objetividad del contenido, la demostración de la prueba, la verificabilidad de la tesis. Sus criterios de explicitud referencial no admiten ni la duplicidad ni la multiplicidad de sentido. Nada más alejado de esta industria del paper que el ensayo como un género en el que se complacen el arte y las humanidades, el pensamiento crítico. Esta afinidad de gusto y estilo entre el arte o la literatura y el ensayo tiene que ver con que el ensayo es un género no de la certeza sino de la indefinición, de la conjetura, de la interrogación y no de la confirmación de una verdad objetiva. El arte y los saberes humanísticos «ensayan» con el lenguaje y el pensamiento diversos juegos interpretativos. Más que darle solución a un problema de conocimiento, dejan preguntas en suspenso para que el trabajo intelectual se curse desde lo hipotético y lo conjetural sin nunca rendirse al simple dominio técnico de los estados de hecho. Si quisiéramos recordar la distinción que establecía Michel Foucault entre «saber» y «conocer»,4 llegaríamos a la conclusión de que la dominante económico-productiva que gobierna la producción de artículos universitarios toma partido por el «conocimiento» (la objetividad de los datos como algo medible y certificable) mientras que las humanidades se ubican del otro lado: del lado de la «creación» y del «pensamiento», de la subjetividad como algo indefinible y del crear-pensar como un proceso nunca garantizado. El arte y las humanidades comparten el rasgo de ser saberes informales cuyas imágenes ―precarias y oscilantes― se deslizan a través de constelaciones metafóricas. El arte y el pensamiento crítico recurren a las vueltas y rodeos de lo figurado (lo no-literal) para que la relación entre realidad, discurso, forma y significación se vuelva oblicua, plural y diseminativa, logrando zafarse así de las ataduras que imponen las categorías fijas y unívocas.

Además, el ensayo cultural es un género híbrido cuyos bordes atraviesan distintas disciplinas sin ceñirse a un formato (y menos aún a un método) regularmente definido por los campos de especialización que tecnifica la academia. Es esta imprecisión de fronteras del ensayo ―que atraviesa la literatura, la historia, la sociología, la estética, etcétera― la que lo ha convertido en un género clave en América Latina para reflexionar sobre tradición y modernidad, regionalismo y cosmopolitismo, ciudad letrada y cultura popular, identidades nacionales y comunidades subalternas, memorias de la dictadura, subordinación y emancipación de género, etcétera. El ensayo ―ese género que hoy desaprueban las máquinas de estandarización de los artículos científico-sociales― contribuyó decisivamente a la historia de las ideas en América Latina (bastaría nombrar a Ángel Rama como uno de sus figuras más elocuentes). No es posible recrear las genealogías de la formación crítica del pensamiento latinoamericano ―una tarea ineludible para revisar la idea de Universidad que hoy se busca discutir y proyectar― sin darle al ensayo el protagonismo cultural que le corresponde.

Recordemos además que la primera tribuna en la que se escribieron los textos ensayísticos latinoamericanos fue en la prensa (Martí, Rodó y tantos otros): unos textos que le hablaban a un público general interesado en «lo público», antes de ensimismarse en la universidad donde hoy un lenguaje cada vez más especializado divorcia a la crítica de una comunidad más amplia y variada de destinatarios. Al igual que la prensa, las revistas independientes latinoamericanas (Marcha, Punto de Vista o la misma Revista de Crítica Cultural) que, en contextos de dictadura, se desplegaron en los márgenes de la institución universitaria, armaron debates teóricos y agendas culturales en torno a autores y temas restados del canon académico de las disciplinas convencionales. Son las textualidades heterogéneas de las revistas independientes las que, en América Latina, hicieron ingresar a la discusión crítica e intelectual materiales artísticos y culturales no clasificados o, incluso, inclasificables que se rebelaban contra la delimitación de áreas de estudio cada vez más tecnificadas por la industria académica. El arrinconamiento del ensayo como un género completamente minoritario desde el punto de vista del mercado editorial; «la transformación del crítico en docente o investigador…. debido a la conversión de la práctica crítica en disciplina universitaria»;5 la progresiva desaparición de las revistas culturales independientes en favor de revistas indexadas según reglas de clasificación académica que sólo favorecen el autoconsumo universitario, amenazan seriamente el pensamiento crítico del presente, entendiendo siempre a la crítica como un pensar de la crisis (por algo ambas palabras ―crítica y crisis― son parte de una misma etimología). Pero para que la crítica repercuta en redes de debate público suficientemente amplias y diversas (en soportes, lenguajes y estilos), haría falta que lo cultural active lo que el teórico Edward Saíd llamaba los «escenarios ambulantes»: unos escenarios «cuyos abanicos de posibilidades ofrecen la tarima del conferenciante, el panfleto, la radio, las revistas alternativos, los periódicos, las entrevistas e Internet por sólo mencionar algunos».6 Demás está decir que esta variedad de soportes destinados a la crítica cultural en Chile no existe: la crítica quedó enclaustrada en el intra-muros de la academia o bien, en su extra-muros, librada a la promiscuidad de un mercado cultural que desdiferencia o indiferencia las obras como productos. Contra el relativismo cultural del mercado que promueve la no-contradicción de los puntos de vista para evitar cualquier juicio valorativo sobre lo estético y lo ideológico, la crítica Beatriz Sarlo reivindicaba hace años lo que ella llamó una «mirada política» sobre la cultura, es decir, una mirada que «pone en el centro del foco las disidencias, el rasgo oposicional de la cultura que agudiza la percepción de las diferencias… y de los conflictos».7 La crítica sería, precisamente, aquella zona en donde se expresa una «mirada política» sobre la cultura y la sociedad y, también, sobre la universidad.

Entiendo aquí la cultura como un entrecruzamiento entre: prácticas de discursos, dinámicas de significación e interpretación sociales, relaciones de poder y hegemonía, construcción de subjetividades, identidad y género, constelaciones imaginarias y elaboraciones simbólicas. La cultura, lejos de ser la esfera desinteresada que pretenden algunos defensores idealistas de las humanidades, es un vector que se interseca permanentemente con los antagonismos de poder, autoridad, valoración y legitimación que rodean los símbolos y las representaciones. Ni el arte ni las humanidades son el refugio sublime del espíritu trascendente de la cultura universal, como podría llegar a soñarlo nostálgicamente una universidad conservadora. La cultura no es una esfera desinteresada que flota por encima de lo real-social sin compromisos materiales con las implicaciones ideológicas de los signos. La «mirada política» sobre la cultura ―y la universidad― sería aquella capaz de revelar la acentuación ideológico-cultural de definiciones aparentemente neutras y consensuadas ―«calidad», «excelencia», etc.― para revelarnos cómo chocan entre sí representaciones opuestas del mundo que se tejen siempre a la sombra de las palabras. Una «mirada política» sobre la cultura y la universidad sería aquella que nos enseña cómo se fabrican las imágenes y los imaginarios sociales. Y, también, cómo estas imágenes y estos imaginarios sociales se inscriben en la superficie de los cuerpos, de las subjetividades y de las instituciones sea para activar sea para desactivar las fuerzas de cambio.

Notas

1 Texto presentado por la autora en el Seminario Investigación en Cultura: universidad, políticas públicas y convergencias (16 de diciembre de 2015), organizado por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes en la Casa Central de la Universidad de Chile.

2 Como lo señaló con lucidez Bill Readings en su famoso libro La universidad en ruinas (cito): «la aplicabilidad general de la noción de “calidad” es directamente proporcional a su vacuidad… No tiene un referente externo o un contenido interno. Es precisamente la falta de referencia la que permite a la “calidad” funcionar como un principio de traducibilidad (general): tanto los servicios de estacionamiento como las becas de investigación pueden ser excelentes, y su excelencia no depende de ninguna cualidad o efecto específico que ambas compartan». La cita proviene del ensayo «La idea de excelencia» (p.34) firmado por el mismo autor que figura en el libro Descampado, Ensayos sobre las contiendas universitarias. Coeditores: Raúl Rodríguez Freire – Andre´s Maximiliano Tello, Santiago, Sangría, 2012.

3 Dominick Lacapra, «¿La universidad en ruinas?» en Historia en tránsito. Experiencia, identidad, teoría crítica, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2006, p. 302.

4 «Cuando empleo la palabra “saber” lo hago para distinguirla del término “conocimiento”. “Saber” es el proceso a través del cual el sujeto se encuentra modificado por aquello que conoce, o más bien por el trabajo que él realiza para conocer. Es lo que permite modificar el sujeto y construir el objeto. “Conocimiento” es, en cambio, el proceso que permite la multiplicación de los objetos cognoscibles, comprender su racionalidad, manteniendo fijo al sujeto que indaga.” Citado en: Franco Rella, El silencio de las palabras. El pensamiento en tiempo de crisis, Buenos Aires, Paidós, 1992, p. 137.

5 Agustín Martínez, «Modernización crítica en América Latina” en Crítica literaria y teoría cultural en América Latina. Para una Antología del siglo XX, Compiladores: Clara María Parra Triana y Raúl Rodríguez Freire, Valparaíso, Ediciones Universitarias de Valparaíso-Darsena, 2015, p. 18.

6 Edward w. Said, Humanismo y crítica democrática. La responsabilidad pública de escritores e intelectuales, Barcelona, Debate, 2006, p. 158.

7 Beatriz Sarlo, Escenas de la vida posmoderna, Buenos Aires, Ariel, 1994. p. 153.

Nelly Richard

Nelly Richard (Francia, 1948; residente en Chile desde 1970). Teórica y crítica de cultura y arte. Fue directora de Revista de Crítica Cultural desde su fundación en 1990 hasta su cierre en el año 2008. Es directora del Mágister en Estudios Culturales en la Universidad ARCIS en Santiago de Chile, y vicerrectora de Extensión, Comunicaciones y Publicaciones de la misma universidad. Ha publicado los libros Márgenes e instituciones: Arte en Chile desde 1973 (1987), La estratificación de los márgenes: Sobre arte, cultura y política(s) (1989),Masculino / Femenino: prácticas de la diferencia y cultura democrática(1993), La insubordinación de los signos: cambio político, transformaciones culturales y poéticas de la crisis (1994), Residuos y metáforas: ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la transición (1998), Intervenciones críticas (Arte, cultura, género y política) (2002), Fracturas de la memoria. Arte y pensamiento crítico (2007), Feminismo, Género y diferencia(s) (2008) yCampos cruzados. Crítica cultural, latinoamericanismo y saberes al borde(2009).

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