Desde la plaza del himno*

 
Ambrosio Fornet
Ambrosio Fornet en la Plaza del Himno. Foto: Mailenys Oliva Ferrales/Radio Bayamo.

Ambrosio Fornet en la Plaza del himno. Foto: Mailenys Oliva Ferrales/Radio Bayamo.

Hace unos días, la amiga Alina Aulet me pedía en un comentario este valioso texto de Ambrosio Fornet, publicado originalmente en La Gaceta de CubaCumpliendo su encomienda, lo solicité al director de La Gaceta, Norberto Codina, quien eficientemente me envió el artículo que poco después recibí también de la propia Alina. Gracias a ambos por contribuir a difundir en este espacio las reflexiones del querido Ambrosio. 

Soy aficionado a la historia pero no suelo confesarlo en público porque cuando un bayamés con­fiesa públicamente su afición a la historia corre el riesgo de ser tildado de vanidoso. Juro que nunca me he jactado de mis orígenes pero sé desde que era niño que somos los primeros deposi­tarios de una tradición, de una memoria histórica que tiene todos los rasgos de la epopeya. Esa tradición se renueva cada vez que alguien –en cualquier rincón de Cuba o del mundo– alza la voz para llamarnos al combate y expresa después su convic­ción de que tenemos Patria porque estu­vimos dispuestos a morir por ella. Eso se dijo –se cantó– por primera vez aquí, en esta misma plaza, hace ya ciento cuaren­taicinco años, y si al 20 de Octubre lo lla­mamos ahora Día de la Cultura Cubana es porque aquel himno pasó a ser para todos, de un extremo a otro de la Isla, la máxima expresión simbólica de la cubanía. Diez días antes ese sentido de pertenencia a una tierra y una tradición, que ya tenía en Heredia su poeta, había sido proclamado por Céspedes, no lejos de aquí, como un valor irrenunciable, puesto que ya era si­nónimo de cosas que tenían que ver con el porvenir de la nación y con la dignidad humana.

Pero el tiempo de la historia es elás­tico y estamos en uno de sus bordes, en el umbral del medio milenio de la fun­dación de San Salvador de Bayamo, así que no puedo dejar de pensar que para nosotros la épica también tiene una prehistoria, en la que se involucra, por ejemplo, lo que pudiéramos llamar la dimensión quisqueyana de nuestra re­beldía, cuyo origen y desarrollo ha sido estudiado por los historiadores de ambas islas. ¿Dónde comenzó todo? No lejos de aquí. Los Conquistadores ya han he­cho de las suyas en La Española –se dice que fue a don Diego Velázquez en per­sona a quien se le ocurrió allí la idea de las encomiendas– pero al llegar a Cuba el Adelantado, al mando de sus trescien­tos hombres, se encuentra con alguien que, por venir también de allá, los conoce muy bien y no está dispuesto a dejar que se salgan con la suya. Es Hatuey. Aunque su resistencia es firme, dura poco. Apresado en las inmediaciones de Yara, su muerte en la hoguera revela que los conquistadores querían dar un sonado escarmiento –es decir, que en la zona había indios que todavía parecían dispuestos a imitarlo– y que no solo las armas, sino también la manipulación ideológica iba a acompañar en lo adelante todo el proceso de coloniza­ción, puesto que se haría en nombre de lo que Emilio Bacardí llamó las dos grandes hipocresías del régimen colonial: el Pa­triotismo y la Fe.

La conexión quisqueyana de nues­tra historia se restablecería en la misma zona, trescientos cincuentaiséis años des­pués, con la llegada providencial de Luis Marcano y sus hombres al improvisado campamento de Céspedes no lejos de Yara, donde acababa de sufrir un sorpre­sivo revés. Convencido de que la suerte estaba echada y de que los doce hombres que aún lo seguían eran suficientes para alcanzar la independencia de Cuba, Cés­pedes se disponía a internarse en la Sierra pero Marcano lo disuadió e hizo lo mismo cuando Céspedes, contando ahora con el refuerzo, decidió volver sobre sus pasos y atacar Manzanillo. Marcano sugirió en­tonces algo que cambió por completo el curso de nuestra historia. Sugirió atacar Bayamo.

Lo ocurrido pocos días después, en Pino de Baire, es también –como sabe­mos– una pieza clave de la conexión quisqueyana. En la zona de El Dátil vivía Máximo Gómez, dedicado al comercio de madera. Céspedes supo de su existencia a través de José Joaquín Palma. Después de la toma de la ciudad, el propio Céspedes se lo recomendó a Donato Mármol por­que Gómez, al parecer, tenía “algunos co­nocimientos militares” y quería “servir a Cuba”. La arrolladora carga al machete de Pino de Baire, primera de nuestras guerras de independencia, bastó para inscribir de­finitivamente la conexión quisqueyana en los anales de nuestra historia.

Pensando en el misterio de esas articu­laciones es fácil recaer en la idea del Des­tino: parece que todo fue así porque tenía que ser así. Estaba escrito, como suele decirse. Pero entonces uno trata de librar­se de ese fatalismo o ese determinismo imaginando alternativas, virando los he­chos al revés, haciéndose preguntas cuyas respuestas nos sacarían del espacio de los hechos para meternos de lleno en el de las fantasías. ¿Cuál hubiera sido nuestra historia si Marcano no llega a encontrarse con Céspedes en el momento preciso, o si tres meses después a Donato Mármol, por ejemplo, no se le ocurre la peregrina idea de cruzar el Cauto, contrariando las instrucciones de Céspedes, para tratar de cerrarle el paso a Valmaseda un poco más allá?

Les advierto que por disparatado o in­genuo que parezca, este juego –el juego de las alternativas– adquiere de repente en la historia bayamesa un fundamento inseparable del proceso de desarrollo de nuestra cultura. Me refiero al caso de Espe­jo de paciencia, el poema épico de Silvestre de Balboa escrito en Puerto Príncipe en el primer decenio del siglo xvii, porque nos remite por una parte a lo previsible –el carácter indócil, la actitud a menudo be­licosa de los criollos bayameses–, por otra parte a lo imprevisto –la manipulación del poema con fines encomiables, pero ajenos al propósito del autor– y por últi­mo al insoslayable enigma de la identidad cultural.

Recuerden que tan pronto como los bayameses reciben la exigencia del pirata que ha secuestrado al obispo, parten a en­frentarlo, y al final quien dará cuenta de él será Salvador Golomón, un esclavo miem­bro de la partida. “¡Oh, Salvador criollo, negro honrado!”, exclama el bardo, y acto seguido apela a la generosidad del pueblo –del “claro Bayamo peregrino”, dice– para que lo premie concediéndole la libertad. Bien. Los estudiosos del poema escrito entre 1604 y 1608– sospechan, con bastante fundamento, que los dieciséis ende­casílabos relacionados con Golomón son, desde el punto de vista histórico, una “su­perchería”, un fraude. Parecen haber sido añadidos al poema por quien lo descubrió, doscientos treinta años después de su redacción, dentro de un polvoriento ma­nuscrito del obispo Morell de Santa Cruz (otro dominicano, por cierto) depositado en la biblioteca de la Sociedad Económi­ca del País. ¿Qué se proponía el presunto falsario? Exaltar la figura del esclavo en el momento (1838) en que los miembros de su cofradía literaria creyeron oportuno empezar a combatir la trata.

Ahora bien, el asunto de la legitimi­dad o falsedad de las dos octavas reales aludidas no afecta el valor testimonial del poema, que además de ser un texto funda­cional –de hecho, la primera y única mues­tra de poesía épica renacentista producida en la Isla– es un vivo, aunque tímido re­flejo del paisaje físico y social de la época en la cuenca del Cauto o, por lo menos, en parte del territorio que se extiende desde Bayamo hasta el golfo de Guacanayabo. Lo que se nos revela aquí, con la resuelta dis­posición de Gregorio Ramos y sus hom­bres –entre los que, por cierto, no deja de haber varios etíopes–, es la imagen en mo­vimiento de una sociedad distinta, forma­da mayormente por criollos. Mucho había llovido en Bayamo desde aquella noche en que la yegua de Narváez, con su arnés de cascabeles, había hecho huir despavoridos a los indios, o en que los indios alzados ha­bían dado muerte a Rodrigo de Tamayo, el primer rancheador de la Isla, investido de poderes por el mismísimo Velázquez. Mu­cho había llovido desde que la villa casi se había despoblado de españoles por las ex­pediciones de Cortés y Narváez a México y desde que, en 1533, los esclavos negros se rebelaran en las cercanas minas de Jo­babo. Ahora la población era estable y la comarca próspera gracias a la ganadería y al comercio de contrabando. El villano de nuestro Espejo lo sabía: pidió por el rescate del obispo, además de una fuerte suma de dinero, mil cueros y cien arrobas de tasajo. Los terratenientes y comerciantes bayame­ses ganarían muy pronto fama de levantis­cos y rebeldes cuando, casi coincidiendo con aquel suceso, se alzaran contra las órdenes del gobernador en defensa de sus provechosas prácticas comerciales. Para tener una idea del volumen e importancia que llegó a adquirir ese tráfico baste sa­ber que en 1616, cuando una monstruosa creciente obstruyó sin remedio la desem­bocadura del Cauto, quedaron atrapadas en el río más de treinta embarcaciones de cierto calado. ¿Qué añadir, a propósito de Espejo de paciencia, que responda a la ocasión? Pues que no solo los héroes del relato, sino otras dos personas directa­mente relacionadas con él –el poeta Juan Rodríguez de Sifuentes y el sacristán Blas López– eran de Bayamo. El primero es­cribió uno de los seis sonetos laudatorios que preceden al texto y el segundo entonó en 1604, con el coro de la iglesia, el canto o motete dedicado a la victoria sobre los piratas. Y algo más, que estimula nuestra imaginación, la de los críticos literarios: ¿qué faltó para que pudiera empezar a hablarse entre nosotros de una poética de la insularidad? Solo quince años llevaba Balboa en Cuba al concluir el poema, pero era canario –es decir, isleño– y bien pudo haberse aplatanado en ese lapso incorpo­rando orgánicamente a su escritura cier­tos rasgos que hoy reconoceríamos como imágenes embrionarias de nuestra identi­dad cultural. Ahora bien, está claro que Bayamo aportaba al Espejo uno de sus blasones, pero no el humus de una cultura letrada de la que daban fe, en Puerto Príncipe, tanto Balboa como los sonetistas. Fue solo en 1742 cuando se fundó en Bayamo, por los dominicos, un colegio donde se enseña­ban latín y nociones científicas, es decir, algo más que la cartilla y las cuatro reglas. Recuérdese que aludiendo a los “Elogios” que le valieron a Manuel del Socorro Ro­dríguez el favor de Carlos III, comentó José Antonio Saco que aquellos textos eran tanto más dignos de admiración “cuanto que son obra de un pobre artesano naci­do y educado en las tinieblas que cubrían entonces el horizonte de Bayamo”. Ese “entonces” se extendía hasta la segunda mitad del siglo xviii, aunque todo parece indicar que ya empezaban a vislumbrarse en el tenebroso horizonte de la comarca algunos chispazos, lo que explicaría que fuera un bayamés, Joaquín Infante, quien redactara hacia 1810 la primera Consti­tución que debía regir los destinos de la Isla, una vez liberada; que la conspiración de Aponte hallara firmes adeptos en Ba­yamo y que fuera un bayamés, Manuel Cedeño, el único cubano que combatiría en los ejércitos de Bolívar (murió, siendo general, en Carabobo, en 1821). Manuel del Socorro Rodríguez había sido un precur­sor: llegó a Santa Fe de Bogotá en 1790, se desempeñó allí como bibliotecario y pu­blicista, y ha pasado a la historia como el fundador del periodismo colombiano.

Lo que había ocurrido es que en una comarca cada vez más próspera –donde la producción agrícola y el comercio se habían diversificado después de la ruina de Haití–, el topo de la historia había ido cavando silenciosamente el terreno vir­gen de la Educación y de ahí la frecuen­cia con que, en el primer tercio del siglo xix, empezaron a aparecer los nombres de colegios religiosos, de personas de ambos sexos dedicadas al magisterio y de fami­lias que enviaban a sus hijos a proseguir sus estudios en Santiago, La Habana y eventualmente en el extranjero. Entre esos estudiantes, el más precoz y dinámico fue José Antonio Saco: a los diecisiete años in­gresó al Colegio de San Basilio, en Santia­go; a los diecinueve, al Seminario de San Carlos, en La Habana –donde tuvo como maestro al padre Varela–; a los veinticua­tro, ya graduado de Filosofía, sustituyó a Varela en San Carlos; a los veintisiete, viajó a Estados Unidos y allí, cuatro años des­pués, codirigió con Varela El Mensajero Semanal; a los treintaitrés, escribió un pe­queño clásico, Memoria sobre la vagancia en la isla de Cuba, con el que obtuvo el pre­mio de la Real Sociedad Económica, y a los treintaicinco fue nombrado director de la Revista Bimestre Cubana. Ya por entonces –en los cinco años que median entre 1827 y 1832– estaba naciendo una generación de bayameses que incluiría entre sus miem­bros a José Fornaris –el poeta más popular del siglo xix, junto con El Cucalambé–; a Úrsula Céspedes, poeta y fundadora de una apreciada academia para jovencitas; a José María Izaguirre, maestro y autor de un libro de cuentos para niños; a Juan Cle­mente Zenea, poeta y mártir, y a Tristán de Jesús Medina, orador sagrado y narrador atípico.

Aun cabría añadir otros nombres a la lista: el del poeta José Joaquín Palma, por ejemplo, once años más joven que Medina, y –puesto que viene al caso– el de un flamante abogado, poeta de oca­sión, que acababa de regresar a Bayamo después de estudiar Leyes en Barcelona, residir con su esposa en París y recorrer como turista varios países europeos y algunos del Medio Oriente. Me refiero a Carlos Manuel de Céspedes, quien a me­diados de la década del 40 desempeñaría activamente las funciones de director de la aristocrática Filarmónica y de síndico del Ayuntamiento. No tardó en colabo­rar con prosas y versos en los periódicos de la época, y en uno de ellos publicó un largo poema dedicado a Fornaris, su cu­ñado, residente en La Habana, en el que lo instaba a volver a Bayamo y de paso se hacía una curiosa autocrítica. Lo que se reprochaba era su impaciencia. Volvió a Bayamo soñando con reformar “hombres y costumbres” y sufrió tantos desengaños y contratiempos que llegó a pensar inclu­sive en el suicidio. Hasta que el amor de una mujer lo reconcilió con el mundo. Y ahora ve que, en efecto, había que darle tiempo al tiempo; ya se palpan aquí y allá muestras evidentes de progreso, de cultu­ra… El poema apareció en La Prensa, de La Habana, en enero de 1852, una fecha que podemos situar al borde de aconte­cimientos tanto festivos como luctuosos: hacía menos de un año que Céspedes y su amigo Francisco Castillo habían musicali­zado –y estrenado con una serenata bajo la ventana de la novia de este último– la letra de una canción romántica escrita por Fornaris: “La bayamesa”, y hacía apenas unos meses que se había llevado a cabo la ejecución de Agüero en Puerto Príncipe, de Armenteros en Trinidad y de Narciso López en La Habana.

A Bayamo –que por entonces tenía una población de algo más de siete mil habi­tantes y su primer proyecto de ferrocarril en trámite– solo le faltaba un periódico para instalarse –oblicuamente, al menos– en el ámbito de la Ilustración; ese vacío lo cubriría en 1856 el Boletín de Bayamo, de cuyas prensas saldría también, ese mismo año, el primer libro publicado aquí: Cró­nica y tradiciones de S. Salvador de Bayamo.

Ante la autocrítica de Céspedes y su indulgente opinión sobre los progre­sos del terruño, uno no puede menos que pensar que su optimismo era un simulacro o una simple figura retórica. Si alguien podía saber, en el Bayamo de mediados del siglo xix, lo que era cultu­ra –cultura artística y literaria, quiero decir– era este hombre que apenas diez años antes, en París, había conocido per­sonalmente a escritores como Balzac y Baudelaire, y recibido en su casa –y ase­sorado en calidad de melómano o aboga­do– a músicos como Berlioz y Chopin. O agasajado allí a la Avellaneda, que acaba­ba de publicar Sab en Madrid. Y en cuan­to a progreso, tanto él como algunos de sus amigos –procesados más de una vez por injurias al gobierno o por sospechas de conspiración–, así como otros miem­bros y allegados de la oligarquía bayame­sa –cansados de esperar reformas políticas y tributarias que no llegaban nunca–, co­nocían muy bien el nivel de intransigen­cia del despotismo colonial. No es casual que el primer comité revolucionario de Bayamo, presidido por Francisco Vicente Aguilera, se fundara en julio de 1867, es decir, tres meses después del fracaso de la Junta de Información.

Rectifico, porque aquí hemos llegado al momento en que empieza a gestarse el aniversario que ahora celebramos. El Co­mité Revolucionario al que acabo de alu­dir se constituye en agosto, a sugerencia de Aguilera. Lo que se crea en julio es el primer núcleo de conspiradores de Baya­mo, encabezado por Aguilera y los aboga­dos Perucho Figueredo y Francisco Maceo Osorio. Se organizan como miembros de una logia masónica. Y días después, al concluir una reunión, Maceo Osorio le dice a Figueredo que, puesto que es mú­sico, a él le toca componer “nuestra Mar­sellesa”. Esa misma noche, en el silencio de la madrugada –la madrugada del 14 de agosto de 1867–, Figueredo da por conclui­do el himno. Pero lo ha concebido como música para piano y necesita que un mú­sico profesional proceda a orquestarlo. La tarea recaerá sobre el maestro Manuel Muñoz Cedeño, a quien Figueredo va a ver, con el mayor sigilo, el 8 de mayo de 1868. Cuando el maestro Muñoz termina su tarea, el compositor se entusiasma y decide estrenar la pieza el 11 de junio, en la fiesta del Corpus Christi. Es su amistad con el padre Batista la que facilitará ese acto sacrílego. En efecto, la pieza se toca en el Te Deum y en la procesión. Y, natu­ralmente, no engaña a nadie. El mismísi­mo gobernador de la ciudad se ha sentido incómodo, más bien desconcertado al es­cuchar aquella música tan poco litúrgica y tan parecida, en cambio, a una marcha patriótica. Pero se limita a comentarlo, sin mayores consecuencias. Así que en ju­lio –durante las fiestas de Santa Cristina y Santiago– Figueredo se las arregla para hacer tocar la pieza en público de nuevo y nada menos que simulando honrar con ello al gobernador: va a buscarlo a su casa para acompañarlo a la sociedad Filarmó­nica seguido por la orquesta. “Aquella era la segunda vez que, disfrazada de marcha, recorría las calles de Bayamo”, escribe José Maceo Verdecia, “la tercera lo haría sin vestimenta de ninguna clase, bajo el sol de la Libertad, voceándole a los cubanos, en el fragor del ataque, ‘que morir por la patria es vivir’”. Es el eco de ese inclaudica­ble vocerío el que todavía sentimos vibrar en esta Plaza, ciento cuarentaicinco años después.

Pero este último, a su vez, era el eco amplificado de un grito que había sona­do diez días antes a varias leguas de aquí, en un pequeño ingenio de la jurisdicción de Manzanillo llamado Demajagua que Céspedes había comprado hacía poco más de un año. Era un grito genésico, un grito fundador: se refería a la independencia, la libertad y la dignidad del ser humano. De hecho, Céspedes empezó por anunciar a sus esclavos: “Ciudadanos, hasta este mo­mento habéis sido esclavos míos. Desde ahora sois tan libres como yo. Cuba necesi­ta de todos sus hijos para conquistar su in­dependencia. Los que me quieran seguir, que me sigan”… Como ven, se trataba de un vocabulario insólito en semejante con­texto; de pronto un grupo de seres brutal­mente despojados hasta entonces de su condición humana pasaban a ser tratados como “ciudadanos”, “hijos” de la nación, personas con voluntad propia, libres de actuar o no… Más de trescientos años de ignominia quedaban simbólicamente cancelados con esas cuatro frases. Si Cés­pedes no se atrevió entonces a proclamar la abolición de la esclavitud fue por razo­nes tácticas: necesitaba o aspiraba a reci­bir el apoyo de los grandes terratenientes –grandes beneficiarios del trabajo escla­vo– para consolidar la revolución. Pero el mecanismo que había puesto en marcha tenía una lógica interna irreversible, que culminó con la abolición –dentro del cam­po insurrecto, al menos– en los seis meses siguientes. En efecto, uno de los primeros artículos de la Constitución de Guáimaro –al establecerse la República en Armas, en abril de 1869– proclamaba escuetamente: “Todos los habitantes de la república son enteramente libres.” De manera que el Diez de Octubre cortó de un tajo simbóli­co el nudo de una doble abyección, el que mantenía atada la Isla tanto al dominio colonial como al dominio esclavista.

La nación con todos y para el bien de todos no hubiera podido ni siquiera soñarse sin aquel acto fundador. Lo que ocurrió aquí en los tres meses siguientes –desde que Céspedes y sus tropas entraron victoriosos en la ciudad, desde que Can­ducha se paseó por estas calles haciendo tremolar su bandera, desde que se cantó por primera vez el Himno en esta placita ya convertida en santuario de la Patria, desde que los bayameses decidieron redu­cir a cenizas la ciudad antes que entregarla al enemigo, desde que se produjo aquella apoteosis del heroísmo y la dignidad que no parecen hechos de la historia, sino ha­zañas de gigantes tomadas de las mitolo­gías…–, lo que ocurrió aquí, repito, está en la base misma de nuestra historia y jus­tifica nuestro empeño en celebrar ahora, una vez más, la fiesta de nuestra cultura.

No extrañe que nosotros, los bayame­ses residentes en La Habana, nos veamos a menudo en una situación embarazosa: cuando alguien, notando que no habla­mos como habaneros, nos pregunta si somos del interior, nos cuesta trabajo res­ponder, porque sabemos muy bien que no somos ni del interior ni del exterior, sino de la entraña misma del país, del subsuelo de la Nación, y eso, como ustedes comprende­rán, no siempre es fácil explicarlo. (Tomado de La gaceta de Cuba)

* Versión del discurso inaugural de la Fiesta de la Cubanía (Bayamo, M.N., 17 de octubre de 2013). Debo la mayor parte de los datos incluidos aquí a los historiadores bayameses
José Maceo Verdecia, Luis Orlando Lacalle y Ludín B. Fonseca, a sus colegas Fernando Portuondo y Hortensia Pichardo –que recopilaron los escritos de Céspedes–, al crítico Enrique Saínz y al narrador Raúl E. Chao. 

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0 Responses to Desde la plaza del himno*

  1. Omar says:

    Este texto es muy agradable de leer.

    Omar

     
  2. anais says:

    Este texto no es “muy agradable de leer”, este texto es EXTRAORDINARIO!!!!! Tan elevado y exquisito como la historia que narra, como la sensibilidad y erudición de quien lo narra, lleno del orgullo inmenso de ser cubano, lleno de respeto y amor por esta bendita Nación nuestra que debutó con la heroicidad que solo se encuentra en la mitología, como bien dice Ambrosio, mi adorado profesor, “La nación con todos y para el bien de todos no hubiera podido ni siquiera soñarse sin aquel acto fundador. Lo que ocurrió aquí en los tres meses siguientes –desde que Céspedes y sus tropas entraron victoriosos en la ciudad, desde que Can¬ducha se paseó por estas calles haciendo tremolar su bandera, desde que se cantó por primera vez el Himno en esta placita ya convertida en santuario de la Patria, desde que los bayameses decidieron redu¬cir a cenizas la ciudad antes que entregarla al enemigo, desde que se produjo aquella apoteosis del heroísmo y la dignidad que no parecen hechos de la historia, sino ha¬zañas de gigantes tomadas de las mitolo¬gías…–, lo que ocurrió aquí, repito, está en la base misma de nuestra historia y jus¬tifica nuestro empeño en celebrar ahora, una vez más, la fiesta de nuestra cultura.”
    Aquí tenemos un grandísimo ejercicio de cubanía!!! Honrar, honra, como dijera el Maestro!! Gracias, Ambrosio Fornet, mil gracias por su sabiduría, por su profunda y auténtica cubanía, por su sensibilidad exquisita, por hacernos mejores cubanos con su magisterio entrañable, ese que tanto necesitamos para ser mejores cubanos cada día. Yo estuve en diciembre pasado en esa misma plaza, sintiéndome no habanera, por haber nacido en La Habana, sino, sintiéndome conmovida y profundamente bayamesa, porque fue Bayamo la cuna de mi cubanía, es Bayamo el corazón y el alma de la Patria!!!

     

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