Ambrosio Fornet
Palabras en el acto inaugural de la 21a Feria Internacional del Libro de La Habana.
I
Permítanme comenzar con una anécdota, pero no sin antes agradecer a la generosidad de tantos amigos —empezando por los organizadores de la Feria— el privilegio de estar aquí, compartiendo con mi admirada Zoila Lapique y con ustedes la alegría del momento.
Cuando publiqué mi primer libro, hace más de 50 años, les envié sendos ejemplares a dos profesores de quienes conservaba un grato recuerdo, y el comentario de uno de ellos, al acusar recibo, me sorprendió: “Enhorabuena —decía—. Ya ha hecho usted su contribución a la sociedad”. Para mí no fue fácil descifrar aquellas misteriosas palabras. Hasta entonces yo había utilizado la escritura como una coraza, y la idea de que un libro mío pudiera “contribuir” en alguna medida a mejorar o cambiar algo —salvo la opinión que tenían sobre mí las personas que lo recibirían como obsequio— me resultaba completamente extraña. Pero cuando los grupitos de lectores potenciales empezaron a crecer hasta el punto de que parecían abarcar un pueblo entero, me percaté de que la literatura podía tener una función social y que, con ella, el oficio de escritor adquiría una nueva dignidad.
Esta fiesta del libro y la lectura, que ya cumple 21 años, lo demuestra con creces. Y se honra con la presencia de sus invitados especiales, autores y editores de nuestro espacio geográfico y cultural más inmediato, las Antillas de Hostos, Betances y los Henríquez Ureña —para no hablar de Máximo Gómez, uno de mis autores favoritos—; el Caribe de Cyril James, de Price-Mars y Alexis, de Cesaire y Glissant, de Eric Williams y Juan Bosch, de tantos otros narradores, poetas y ensayistas… Es un placer darles la bienvenida a esta Isla rodeada de libros por todas partes, la tierra de Martí, de Guillén, de Carpentier y de la bendita idea de la cultura como “ajiaco”.
II
Nuevamente hemos entrado en una época de cambios. Que estos cambios se produzcan dentro de una continuidad, no significa que no tengamos que preocuparnos. Lo que nos preocupa es el legado. ¿Es cierto que en la sociedad que estamos legando a las nuevas generaciones predominan los factores positivos sobre los negativos? A quienes creemos que sí, la tarea que afrontamos —larga para muchos de ustedes, breve para nosotros, los que estamos llegando al final del camino— nos parece muy clara: hallar el modo de afianzar y renovar las conquistas, de barrer pacientemente el polvo acumulado. Para eso contamos, en modesta medida, con la educación, la instrucción y la cultura. No puede trazarse un signo de igualdad entre ellas, pero todas tienen una cosa en común: son expresiones del talento, la perseverancia y la conducta individual y social que favorecen las relaciones humanas. De manera que no nos basta con saber que se publican libros, se inauguran exposiciones, se estrenan obras de teatro y de ballet, se divulgan las expresiones más auténticas de nuestro folclor urbano y rural; necesitamos saber, además, cuánto han retrocedido el machismo y la homofobia, cómo vamos a enfrentar el desconcierto, las indisciplinas sociales, los prejuicios raciales, la corrupción administrativa, el viscoso lastre que nos dejó la crisis de los años 90. Si nosotros —escritores, artistas, trabajadores del medio— ponemos tanto empeño en la proyección social de nuestras actividades es porque creemos que cumplen también una función cívica, que quienes leen un buen libro, escuchan buena música o asisten al estreno de una obra teatral son menos proclives a violar ciertas normas de conducta o abusar de la paciencia de los demás. En otras palabras, creemos que existe una relación entre el comportamiento individual y el social, entre las necesidades espirituales y las normas de convivencia. Pero como no sabemos qué alcance tiene ese vínculo, asumimos como tarea irrenunciable la de seguir creando las bases que favorezcan el predominio de lo mejor sobre lo peor, de modo que la nuestra llegue a ser una sociedad donde, para decirlo con la fórmula clásica, el libre desarrollo de cada uno sea la condición para el libre desarrollo de todos, donde podamos seguir forjando en común esa nación para el bien de todos que es nuestra aspiración más legítima.
Y aquí topamos con la ineludible realidad de que las condiciones que favorecen el desarrollo cultural tienen también un fundamento económico. Ya sabemos, por experiencia propia, que el irrestricto apoyo estatal a la instrucción y la cultura ha producido —desde los ya lejanos tiempos de la Campaña de Alfabetización y la creación de la Imprenta Nacional— una expansión cultural sin precedentes en nuestra historia, pero ¿hasta dónde es posible mantener ese apoyo en tiempos de crisis y cambios? A nosotros nos toca encontrar la respuesta sin abjurar de nuestro sentido de la justicia y sin olvidar que aun a la pregunta más difícil se le puede dar una respuesta fácil —dictada por la ignorancia o la rutina—, así que no conviene descartar sin más la posibilidad de que, con el paso del tiempo, a alguien se le ocurra la idea de aplicar, en nuestro medio, el principio de la rentabilidad económica que debe regir en otros campos. Eso conduciría a una pregunta retórica —el simple hecho de hacérsela demostraría que se conoce de antemano la respuesta—: ¿Para qué “sirve” la cultura literaria y artística? O más concretamente, ¿qué “utilidad” —es decir, qué grado de “rentabilidad— puede esperarse de un concierto de la Sinfónica, de un libro de ensayos, de un museo de artes visuales? Nos preocupa, en fin, que los reajustes socioeconómicos, los guiños del mercado y el curso inexorable del tiempo puedan disolver o reducir al mínimo el proceso de afirmación de la identidad —o, si lo prefieren, de descolonización cultural— que caracterizó en el pasado nuestras búsquedas. Y nos preocupa que la crisis de valores generada por el fracaso del socialismo europeo pueda desembocar, en el caso de nuestros escritores —los críticos y ensayistas, sobre todo—, en la filosofía del vale todo o del sálvese quien pueda, antítesis de la noción misma de cultura y, en particular, de la cultura que hemos tratado de consolidar en el curso de estos años. Afortunadamente, nos apoyamos en una tradición creativa —incluyendo la formada por la investigación y la crítica— que ha demostrado ser infatigable en su búsqueda de la autenticidad.
Y ya que hablamos de tradición, permítanme terminar recordando que este año se cumple el bicentenario del nacimiento de Antonio Bachiller y Morales, fundador de la bibliografía cubana. Dedico estas palabras a su memoria y a todos los que, dentro y fuera de Cuba, han ido delineando ese retrato de familia todavía inconcluso, la imagen real o posible del cubano tal como se insinúa o se refleja en las páginas de los libros.
Claro que existe una pproyección mutua entre el individuo y la sociedad, es prioridad poner en marcha esa dinámica, mirar, palpar su congruencia y dejar de pensar que mientras nadie me vea, socialmente tengo buena cara.