Llegan placeres prohibidos a Washington

 

El jefe de la Sección de Intereses de Cuba en Washington, Jorge Bolaños, inaugura el Bar Hemingway

La escena habría podido provocar una redada policial en cualquier otro lugar de Estados Unidos: decenas de personas fumando puros Cohibas y bebiendo mojitos hechos con Havana Club, el ron del gobierno comunista cubano.

Pero los sospechosos, muchos de ellos políticos estadounidenses y diplomáticos destacados en Washington, no estaban violando el embargo*. Fueron invitados este jueves por la “Embajada cubana” en EE.UU. a la inauguración del Bar Hemingway.

El bar está a unos veinte minutos a pie de la Casa Blanca, dentro de la “Embajada”, que debido a la ausencia de relaciones formales es conocida como Sección de Intereses Cubanos.

No estará abierto al público y sólo podrán consumir en él -de forma gratuita- los invitados.

Pero al parecer, muchos estadounidenses querrían tener ese privilegio. “Desde que la información se filtró a la prensa en agosto no ha parado de llamar gente a nuestra puerta para preguntar si algún día podrían probar nuestro ron y habanos”, le asegura a BBC Mundo Juan Lamigueiro León, vicejefe de la Misión Diplomática.

La idea de dedicar un bar al escritor estadounidense Ernest Hemingway, que vivió 21 años en Cuba, surgió durante una remodelación del salón donde los diplomáticos cubanos celebran sus recepciones.

“El salón se parecía al palacio de Versalles”, explica Lamigueiro. “Era muy poco cubano”.

“Así que decidimos convertir el almacén anexo en un bar dedicado a Hemingway”.

Personaje común

Las paredes de la sala están decoradas con fotos de Hemingway en Cuba. En algunas de ellas, el Premio Nobel aparece junto a Fidel Castro, a quien conoció en 1960, tras el triunfo de la revolución.

Poco después, Hemingway regresaría a EE.UU. para someterse a tratamiento médico y acabaría suicidándose en 1961.

Con el tiempo se convertiría en un símbolo cubano más. Dos bares que solía frecuentar el escritor, el Floridita y la Bodeguita del Medio, son hoy dos de los mayores atractivos turísticos de la Habana Vieja.

Su casa en las afueras de La Habana, Finca Vigía, es un museo que alberga miles de sus cartas, manuscritos y otros documentos.

A quienes promueven su figura como puente entre Cuba y EE.UU. les gusta decir que Hemingway se sentía cubano y estadounidense.

Y en ocasiones como las de este jueves, el legendario escritor les permite a cubanos y estadounidenses reunirse para que, tomando un mojito y fumando un habano, hablen de un personaje común. (Tomado de BBC Mundo)

* El oficialismo norteamericano y su representación mediática suele llamar “embargo”, a lo que la Asamblea General de la ONU condenó por 186 votos contra 2 el pasado 25 de octubre con el nombre de “bloqueo económico comercial y financiero de Estados Unidos contra Cuba” (Nota de La pupila insomne)
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5 Responses to Llegan placeres prohibidos a Washington

  1. Anónimo says:

    Não podem vender cobrem bilhete na entrada.

     
  2. gilberto says:

    esta buenisimo eso!
    tambien deberian dejarnos tomar un traguito cubano cuando vamos a hacer tramites consulares,
    cada vez que destapo y doy hocico a una botella de habana club, cierro los ojos y estoy en la habana con mis amigos.
    entre NOS…el Bacardi no sirve pa’na.
    cuando voy a cuba las traigo el havana club, casi vengo sentado arriba de la botella en el avion……….por suerte nunca me las han quitado

     
  3. Saludos a los compañeros socialistas: Tales acciones demuestran el buen gusto que tienen los yanquis, por el ron cubano y los cigarros Cohibas, y abrir el bar con el nombre del célebre comunista Ernesto Hemingway, escritor de una de sus famosas obras literarias: “Por quien doblan las Campanas” dedicada a los LEALES de la República de España, que lucharon contra los asesinos derechistas del genocida Franco.

    Solidaridad con Cuba y su pueblo,

    Joaquín Rozas EL VASCO!

     
  4. alicia says:

    Hemingway amó y se sintió amado en Cuba, comprendió a su pueblo humilde, a ese que encarna la esencia del espíritu de nuestra gran nación. Todavía se le puede sentir jugando pelota o peleando gallos en San Francisco de Paula con los muchachos del barrio, descalzos y alegres; haciéndose a la mar y compartiendo vivencias con los bondadosos y pobres pescadores de Cojimar; jugándose la vida cazando submarinos alemanes junto a cubanos humildes, hombres y amigos más que empleados; disfrutando de un mojito en la Bodeguita el Medio o de un daiquirí preparado especialmente para él en el Floridita, con el mejor de los ingredientes: el cariño de un amigo cubano. Siempre sintió el amor de Cuba que le acogió como a un hijo y él reciprocó ese amor. Desde este pedazo de tierra, inspirado acaso en la férrea voluntad de un pueblo bueno que no ceja en su empeño de vencer, ni se amilana ante la adversidad por tenebrosa que parezca, compartiendo su vida entre hombres que pueden perder una batalla, pero que a la postre siempre vencen, concibió “El Viejo y el Mar”, “Islas en el Golfo” y otras tantas obras extraordinarias…

     
  5. Tomado de Opus Habana Vol. III, No. 1, 1999, pp. 4-15. says:

    Ernest Hemingway
    Recuento cronológico sobre los vínculos entre esta ciudad y la vida del célebre escritor norteamericano.

    En el año1940 ya estaba Hemingway instalado en Finca Vigía (San Francisco de Paula), su refugio de escritor en La Habana. Hasta ese momento, por casi diez años, había vivido en una habitación del Ambos Mundos, pero no se conservan testimonios gráficos de su estancia en ese hotel. En la habitación 511 de este inmueble, que consideraba «un buen sitio para escribir», Hemingway inició su novela Por quién doblan las campanas. Actualmente se exponen aquí muebles originales y una máquina de escribir que perteneció al gran escritor. Tal y como él narró en su primera crónica sobre Cuba, a través de las ventanas de este cuarto se observa una magnífica panorámica del Centro Histórico.
    No fue un amor a primera vista. Ni el único, incluso en esta Isla que alguna vez describiera como «larga, hermosa y desdichada». Pero, por siempre, Ernest Hemingway y La Habana han quedado unidos en la memoria universal a través de la literatura, el recuento de la época, y de relaciones más profundas e inasibles.
    Ahora, cuando el centenario de su nacimiento vuelve noticia al cazador solitario del Oak Park de Chicago, junto a él reclama un justo protagonismo la carpenteriana «ciudad de las columnas»: inspiración, tránsito, asentamiento, vivencia insustituible… del escritor estadounidense.
    El primer encuentro entre ambos fue en 1928 y pareció no tener trascendencia. Él tenía 29 años. Había sido un escritor precoz, con poemas, crónicas y libros publicados; casado por segunda vez, tenía un hijo nacido y otro por nacer. Vivía en Key West, y amaba el mar por sobre todas las cosas. Viajaba entonces con su esposa Pauline y de regreso hizo escala en esta ciudad caribeña y desconocida, pero tan mentada. En abril, ese mes tremendo.
    Ella, la Ciudad, maduraba lánguidamente desde hacía cuatro siglos; era mestiza, heterogénea; estaba plena —a partes iguales— de riquezas y miserias. El mar la desbordaba por todas partes.
    Hemingway tenía otros intereses por el momento. Sin embargo, poco después de esa visita a Cuba, realiza sus primeras exploraciones en la corriente del Golfo y conoce a Gregorio Fuentes, patrón del célebre yate «Pilar». En diciembre de ese mismo año, sufre el suicidio de su padre. Visto retrospectivamente, todo ello podría parecer una premonición.
    El gran éxito de Adiós a las armas, la atracción —esa sí inmediata— por España, un accidente y el nacimiento de su tercer hijo, lo mantuvieron alejado de Cuba hasta 1932, cuando decidió utilizar el hotel Ambos Mundos como base de operaciones para sus pesquerías en aguas cubanas. Éste sería un nuevo nudo en el lazo que lo ataría irremediablemente a la Ciudad.

    LA ENTREGA
    El hotel Ambos Mundos es una sólida y cuadrada construcción de cinco pisos que, en ecléctico estilo de principios de siglo, se erigió en el lugar que ocupaba una añeja casa solariega, previamente demolida, en la esquina de Obispo y Mercaderes.
    La habitación donde Hemingway pernoctó inicialmente —y que se convertiría por casi diez años en hogar, lugar de estudio y trabajo— se abre a tres puntos de la ciudad por sendos ventanales: uno, orientado hacia el norte, da a la calle Obispo; otro, más hacia el este, a la calle de los Mercaderes, y el tercero, ubicado entre los dos primeros, hace esquina. A través de esas ventanas, cuando se quedó solo, La Habana se le entregó de golpe al escritor.
    En una temprana crónica publicada en el otoño de 1933 por la revista Esquire, Hemingway describe el panorama que se abre a sus ojos desde esta habitación. Pero más allá de lo allí descrito, seguramente el primer día que se asomó a su amada Obispo, reparó —tal vez, atraído por el tañido de unas campanas— en el vetusto edificio de la antigua Universidad, entonces en pie. Por detrás de su campanario, se asomaban las desiguales y también sonoras torres campaneras de la Iglesia Catedral y, todavía un poco más lejos, los parques de la Avenida del Puerto y el reflejo del sol sobre el agua del canal de entrada a la bahía. Hacia la izquierda, vio el Castillo de los Tres Reyes del Morro con su farola y, después, sólo el mar en su salida hacia el Golfo de México, el gran río azul.
    Sobre la calle Mercaderes, su mirada debió pasar por encima de los numerosos techos con tejas e, interrumpida por la mole del edificio que ocupaba entonces la Embajada de Estados Unidos, flanquear a la derecha para ver la torre del Convento de San Francisco, que ya conociera desde su primer encuentro. Y si miraba un poco más a la izquierda, alcanzó a ver —frente a la Plaza de Armas— el hotel Santa Isabel, tras el cual la ciudad muestra con orgullo su mar interior y las poblaciones de la otra orilla.
    No parece haber reparado de inmediato en el Palacio de los Capitanes Generales, que surge desde abajo, abruptamente, al abrirse la ventana central. Pero sobre éste, en perspectiva, debió divisar La Giraldilla en lo alto del Castillo de la Fuerza, y más distante aún —del otro lado del canal y entre los árboles— el promontorio dominado por la fortaleza de San Carlos de la Cabaña.
    Pero no fueron, en definitiva, ni la monumentalidad barroca, ni el encanto colonial, ni el diseño urbanístico de la ciudad lo que sedujo al escritor y al hombre.

    EL PRIMER MOMENTO DE LA PASIÓN
    No será hasta 1940 que Hemingway decida radicarse en La Habana, pero desde 1928 no dejará de visitarla intermitentemente —a veces por períodos más o menos largos— y siempre regresará a su habitación del Ambos Mundos.
    Desde la distancia rememora esta ciudad y sus virtudes climáticas: «La Habana —dice en una crónica realizada para Esquire en agosto de 1934— es más fresca que la mayoría de las ciudades del hemisferio septentrional en estos meses, porque los alisios soplan desde las diez de la mañana hasta las cuatro o las cinco del siguiente día…»; o evoca sus espacios, como en el escorzo con que inicia el relato «Una travesía» (publicado en Cosmopolitan, abril de 1934), que será la primera parte de su novela Tener y no tener: «¿Saben ustedes cómo es La Habana a primera hora de la mañana, cuando los vagabundos duermen todavía contra las paredes de las casas y ni siquiera pasan los carros que llevan hielo a los bares, no? Bueno, pues veníamos del puerto y cruzamos la plaza para tomar café, en el café La perla de San Francisco. En la plaza no estaba despierto más que un mendigo que bebía agua en la fuente…»

    Según cuenta un antiguo camarero del Ambos Mundos, cuando Hemingway llegó por primera vez a este hotel en 1932, su propietario no le permitió hospedarse al ver su aspecto excéntrico y mundano. Tocó al cónsul estadounidense en La Habana resolver el incidente. Restaurado en 1996 por la compañía Habaguanex S. A (Oficina del Historiador), el Ambos Mundos cuenta hoy con 52 habitaciones, una de las cuales se conserva como museo: la que el gran escritor escogiera para vivir hasta 1939, durante su primera etapa de acercamiento a Cuba.
    Había obtenido un nuevo éxito con Muerte en la tarde. Viaja como corresponsal de guerra a España, y allí participa en el rodaje de La tierra española; denuncia la muerte de centenares de ex combatientes norteamericanos en los cayos de Matecumbe, y regresa al periodismo después de diez años. Pero no olvida cómo Cuba se desangra en una lucha fratricida, cómo el tirano Machado es derrocado, cómo Estados Unidos interviene en tales acontecimientos aunque Harry —aún sin apellido en «La travesía»— no diera ayuda a unos jóvenes revolucionarios fugitivos.
    En Las verdes colinas de África (1935) Hemingway rememora la lucha revolucionaria de los cubanos y se conduele de la Isla «larga, hermosa y desdichada». En 1936 publica en Esquire su crónica «En las aguas azules», con la anécdota del pescador y el pez que años más tarde será el tema de El viejo y el mar. Poco después da a conocer «El retorno del contrabandista», segunda parte de Tener y no tener, donde nuevamente Harry —que todavía no se apellida como su antecesor pirata— se ve ante la convulsa situación cubana, y tampoco ahora tomará partido. Al año siguiente, presentará esta novela estructurada en tres partes, con la historia completa de Harry Morgan y su confusa visión de los acontecimientos en Cuba, pero quien parece haber adquirido un nuevo sentido de la trascendencia social.
    En 1938 escribe su única obra de teatro: La quinta columna. En ella irrumpen nuevamente personajes y escenarios cubanos, mas se hace evidente la falta de claridad en el análisis político de aquel complejísimo mundo de la revolución «que se fue a bolina», según la criolla expresión de uno de sus protagonistas: Raúl Roa.
    Todavía la satisfacción de los sentidos, la sensualidad del vivir y el placer de su estancia en la Isla, hacen que el protagonista exclame: «¿…y has estado alguna vez en el Sans Souci de La Habana, un sábado por la noche, para bailar en el patio bajo las palmas reales? Son grises y se levantan como columnas. Y pasar en claro toda la noche, jugar a los dados o a la ruleta y manejar hasta Jaimanitas para desayunar al amanecer. Y todo el mundo se conoce y todo es alegre y placentero».
    Una vez más en Ambos Mundos, escribe su mejor novela: Por quién doblan las campanas (1939), y el único cuento suyo que se desarrolla en Cuba: Nadie muere nunca. Ese año, a instancias de la que será su tercera esposa —Martha Gellhorn—, alquila Finca Vigía.

    EL GRAN AMOR QUE CRECE
    En 1940, el escritor compra Finca Vigía con el dinero recibido por los derechos de Por quién doblan las campanas, y la hace su hogar. Pero la Segunda Guerra Mundial ya ha comenzado y tendrá que marcharse al Extremo Oriente para reportar el conflicto chino-japonés. Al regresar a Cuba, se involucra en una agencia de operaciones antifascistas. Con su estado mayor en Finca Vigía, una vez artillado el «Pilar», se dedicará a la búsqueda de submarinos alemanes en la cayería al norte de Camagüey.
    Para 1945, en Finca Vigía inicia la redacción de dos nuevos borradores. Uno de ellos será su novela El jardín del Edén, publicada muchos años después de su muerte en una controvertida versión editorial. El otro se titularía The Sea Book, pero su escritura se interrumpe varias veces y nunca lograría terminarlo. De aquí saldrá la versión definitiva —como novela independiente— de El viejo y el mar; el resto de ese manuscrito vería la luz después de su muerte con el título de Islas en el Golfo (1970).
    En esta última obra, las menciones a la ciudad y su casa son apenas fragmentos descriptivos. Es tan grande la carga subjetiva, que resulta difícil encontrar referencias muy extensas. Pueden ser frases sueltas: «…en el bar de Cojímar, construido al borde de las rocas que dominaban el puerto…» o «…a través de la terraza abierta, miró el mar, de un azul profundo y con crestas blancas, entrecruzado por las barcas pesqueras que curricaneaban en busca de dorados». En ocasiones la alusión es como una mirada al paso: «…un atardecer, cuando había salido al crepúsculo para caminar y observar el vuelo de los mirlos (sic) que iban a La Habana, a donde volaban todas las noches desde la campiña de sur y al este, convergiendo en largas bandadas, para posarse, ruidosamente, en los laureles del Prado». A veces, parece imponerse el nervioso y contradictorio reflejo del pensar: «con este frío no habría mucha gente en el Floridita. Pero será agradable ir allí de nuevo. No sabía si comer allí o en el Pacífico, pensó. Pero llevaré un suéter y un abrigo, al reparo de la pared, que está fuera del viento».
    Sólo hay una, pero muy importante, excepción: la larga, larguísima descripción de la travesía, verdadero vía vía que realiza Thomas Hudson desde Finca Vigía al Floridita. Escrito con la conocida técnica del «iceberg», fragmentado, este pasaje está narrado a la manera de un «flujo de conciencia» o monólogo interior del protagonista que, inmerso en el sufrimiento por la muerte de uno de sus hijos, ha ocultado su desgracia a todos.
    Particularmente impregnados por la nostalgia de los buenos tiempos idos y el terrible hálito de la soledad, esos textos «cubanos» establecerán una comprensión más profunda (también una visión más dramática) de la realidad humana y social de la ciudad que lo ha acogido como suyo.

    Hemingway descubrió el bar Floridita en la década del 30; allí tomaba el Papa Doble, Hemingway Special o «daiquirí a lo salvaje»: limón, marrasquino, jugo de toronja, ron y frappé dobles, pero nada de azúcar. Escribía, leía, y servía de anfitrión a una corte de compatriotas y personajes de todos los rangos y profesiones. A su vez, velaba por la tranquilidad del lugar con su maciza musculatura y mal genio.
    Entre 1945 y 1951, su vida personal se vuelve más compleja. Se divorcia y contrae matrimonio por cuarta vez, con Mary Welsh. Uno de sus hijos sufre una enfermedad predemencial. Muere su editor de siempre. Finca Vigía es allanada por los cuerpos represivos bajo sospecha de que el escritor mantiene supuestos vínculos conspirativos contra Trujillo, el tirano de República Dominicana. Muere su madre, con quien siempre tuvo contradictorias relaciones.
    En su crónica «El gran río azul» (Holiday, 1949) se disculpa: «la gente pregunta por qué vives en Cuba y les dices que es porque te gusta… es muy complicado explicar acerca de las lomas sobre La Habana, donde cada amanecer es fresco y nuevo en el más caluroso de los días de verano». Mas añade, con reticencia, que la verdadera razón es: «…el grande y hondo río azul de tres cuartos de milla o hasta una milla de profundidad y entre sesenta y ochenta de ancho, que puedes alcanzar en media hora desde la puerta de tu finca, atravesando una hermosa región».
    Al contar en esa crónica la travesía del yate desde el Club Náutico Internacional de La Habana (cerca de la plaza de San Francisco) a través de la enorme y cálida corriente que atraviesa el Golfo paralelamente a la costa norte de la Isla, Hemingway reconoce lo entrañable de sus relaciones con esta ciudad y su gente, aunque ese tipo de confesiones sólo sean puntuales en su literatura, como los hielos eternos en el Océano Ártico.
    Y en segunda persona del singular, se dice a sí mismo: «Al salir, viendo a los amigos a lo largo de los muelles —vendedores de billetes de lotería que conoces desde hace años, policías a los que has obsequiado algún pescado y quienes, a su vez, te han hecho algún favor, los hombres de los vivanderos que pierden sus ganancias, hombro a hombro contigo en la garita de apuestas del frontón jai-alai, y amigos que pasan en autos a lo largo del malecón y te saludan con la mano y a los que tú respondes aunque no puedas reconocerlos a distancia, pero que ven el “Pilar” y te ven a ti en el puente, con toda claridad—, tu anzuelo con pluma va pescando todo el rato». Y uno se pregunta si serán solamente peces lo que el escritor recoja con su anzuelo.
    Pero es al final, mediante una eclosión imprevista, con una mirada que recuerda la del pintor de Islas en el Golfo, que alcanzará un momento de feliz comunión con la que ya es su ciudad: «Detrás de los bulevares están los parques y edificios de la Habana Vieja y al otro lado pasas los abruptos declives y los muros de la fortaleza de la Cabaña, de piedra que la intemperie ha puesto rosada y amarilla, donde la mayoría de tus amigos han sido presos políticos alguna vez; y entonces pasas el saliente rocoso del Morro que tiene la inscripción “O’ Donnell 1844″ en la alta y blanca torre de la farola, y ya, doscientas yardas más allá del Morro, cuando la corriente está fluyendo convenientemente, se halla el “Gran río azul”».
    El primero de septiembre de 1952, la revista Life publica El viejo y el mar, y el éxito es arrollador. Ese mismo año —apenas seis meses antes— un nuevo golpe de Estado, con el auspicio de Estados Unidos, destrozaba la precaria civilidad corrupta en que degeneraran las esperanzas constitucionalistas de la década anterior. Y La Habana (como todo el país) se sumergió de nuevo en una orgía de sangre y de muerte, de corrupción y lujos, de miseria y rebeldía.

    EL LARGO ADIÓS
    Hemingway recibe el Premio Pulitzer por El viejo y el mar, y emprende su primer retorno a España después de la Guerra Civil. Practica en África, nuevamente, la caza mayor. Sufre nuevos accidentes que alimentan el mito mundano que, desde mucho tiempo atrás, lo acompaña. Durante unas horas, el planeta se estremece ante la falsa noticia de su muerte. Por fin, en 1954, año en que recibe el Premio Nobel, regresa a La Habana.
    Como el viejo Santiago al perder su batalla, «vio el fulgor reflejado de las luces de la ciudad a eso de las diez de la noche. Al principio eran perceptibles únicamente como la luz en el cielo antes de salir la luna. Luego se las veía firmes a través del mar que ahora estaba picado debido a la luna creciente. Gobernó hacia el centro del resplandor y pensó que, ahora, pronto llegaría al borde de la corriente». Y entregó al pueblo cubano y especialmente a los pescadores de Cojímar, en el Santuario de la Virgen de la Caridad del Cobre, la áurea medalla del Premio.
    En 1956, su permanente peregrinaje lo lleva a Francia y de nuevo a España. El cuatro de septiembre, por irónica coincidencia, la revista Look publica su última crónica sobre Cuba, ya desde el título significativamente sombría: «Un informe de la situación».
    De alguna manera, él se siente atraído por el movimiento revolucionario que crece por toda la Isla. Modesta, discretamente, al nivel local de Finca Vigía, presta su colaboración y la tiranía —a punto de derrumbarse— lo sabe. En 1959, estando en Europa, declara públicamente su satisfacción por el triunfo de la Revolución cubana. El 4 de noviembre regresa. Un gesto imprudente delata su amor profundo: besa la bandera cubana y se niega a repetirlo para los «medios».
    Se mantiene en Finca Vigía hasta el verano de 1960, y conoce a Fidel Castro durante la celebración del concurso de pesca que, desde su constitución, llevaba su nombre. En Finca Vigía terminará la redacción de París era una fiesta, nostálgica remembranza de sus días más felices: su primer matrimonio, su primer hijo y su primer libro. El desequilibrio emocional que lo aqueja y sus secuelas, lo acosan y lo hieren en lo más sensible. En medio de la crisis entre Estados Unidos y Cuba, en un tránsito de aeropuerto, el periodista y escritor argentino Rodolfo Walsh logra un breve intercambio con él, parte en español, parte en inglés. En la barahúnda de despedidas y reencuentros de la terminal aérea quedan flotando fragmentos del diálogo: «Nosotros, los cubanos, ganaremos…», dice Hemingway. Y agrega: «I am not a yankee, you know?»
    En noviembre ingresa para tratamiento psiquiátrico por primera vez. En abril de 1961 es internado nuevamente. Es sometido a sesiones de electroshocks. El dos de julio se suicida.
    En 1962, se publicó El viejo y el mar en edición cubana de homenaje a su autor. Y todos conocieron la historia del viejo que pescaba sólo en su bote en la corriente del Golfo, cuando hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez. La historia terminaba la tarde en que llegó una partida de turistas a La Terraza y, mirando hacia abajo, al agua, entre las latas de cervezas vacías y las picúas muertas, una mujer vio un gran espinazo blanco con una inmensa cola que se alzaba y balanceaba con la marea mientras el viento del este levantaba un fuerte y continuo oleaje a la entrada del puerto.
    Desde entonces, Ernest Hemingway fue uno más entre los históricos habitantes de La Habana. Su código ético —de algún modo— también es el de los cubanos, sin que pueda decirse de quién es originalmente: porque el hombre puede ser destruido, pero jamás derrotado.

    Armando Cristóbal
    Narrador y ensayista

     

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