A raíz de la extensión por gran parte la geografía nuestroamericana de radicales protestas sociales, a veces gigantescas, los llamados expertos en los medios hegemónicos tratan de encontrarles una explicación. Que la desigualdad y la pobreza son asignaturas pendiente en América Latina y el Caribe, que la llamada clase política está divorciada de la población, que existe un déficit democrático, que no hay un robusto sistema institucional y ello favorece la corrupción y la impunidad, que la generalizada falta de oportunidades de estudio y trabajo para los jóvenes crea gran inconformidad; que las nuevas tecnologías de la información han interconectado al planeta, hecho que crezca la expectativa de vivir mejor y que existe una incapacidad de los gobiernos para satisfacerla. En realidad, todos estos problemas existen y originan grandes injusticias o conflictos, pero son efectos, indudablemente perniciosos, generados por otros problemas mayores de tipo estructural. Se insiste en la imposibilidad de llegar a un diagnóstico general sobre lo que está ocurriendo. Es cierto que hay problemas diversos. Cada país tiene problemáticas particulares que requieren recetas propias para su solución. Pero eso no significa que no haya flagelos estructurales que sufren por igual países como México, Haití, Honduras, Colombia, Chile, Perú, Argentina, por solo mencionar aquellos donde recientemente los pueblos se han rebelado contra el estado de cosas existente, haya sido mediante el voto -México y Argentina- o con enérgicas manifestaciones en las calles en reclamo de sus derechos humanos y en repudio al sistema dominante que los conculca.
El grave problema metodológico que tiene achacar solo a los mencionados problemas el drama de los pueblos latinocaribeños es que obvia el primerísimo y más acuciante dato que yace en su origen: la subordinación de nuestras economías, finanzas, tecnología y modelos políticos al sistema mundial de dominación del imperialismo, capitaneado por Estados Unidos. Ello tiene un correlato inmediato en la aplicación a las naciones de Nuestra América de los patrones de acumulación capitalista vigentes en cada etapa histórica. Es necesario insistir en que, desde que fuera impuesto en los setenta a sangre y fuego en el Chile de Pinochet, este patrón de acumulación es el modelo neoliberal, rápidamente extendido y aplicado con particular crudeza en las décadas siguientes en nuestra región, con excepción de Cuba, donde Fidel y su pueblo se negaron rotundamente a aceptarlo. Otro correlato es la ola fascistizante mundial que emana de la crisis de hegemonía de Washington y su temor a dejar de ser el hegemón único. El neoliberalismo implicó, e implica, un saqueo descomunal del fruto del trabajo de nuestros pueblos mediante el cobro de la deuda externa; la privatización entre amigochos de las empresas y bienes públicos; la dictadura del Fondo Monetario Internacional sobre las economías y la vida de las personas, reforzado por el sofisma de la independencia de los bancos centrales; el libre flujo de capitales especulativos, que ha arrasado reiteradamente economías nacionales; el achicamiento y privatización de las dependencias gubernamentales anteriormente dedicadas a servicios públicos, mientras crecen desmesuradamente las fuerzas de seguridad y sus presupuestos; la socialización de las pérdidas del capital, ergo el “rescate” de los bancos; la contención salarial y la privatización de los fondos solidarios de pensiones, que ha conducido al deterioro perenne de los ingresos de los trabajadores y de los jubilados; falta de oportunidades de estudio y desempleo ascendente, que canceló la movilidad social; desmantelamiento del campo, pérdida de la soberanía alimentaria, entronizamiento de la comida chatarra y crisis galopante de salud pública. Agresión sistemática a los ecosistemas por la minería, la agricultura intensiva y los proyectos sin cuidado ambiental. En síntesis, se trata de una cada vez mayor transferencia de riqueza hacia el 1 por ciento mediante un despojo sin límites a la abrumadora mayoría y una agresión a la vida, humana y de las demás especies.
Es esta tragedia de grandes proporciones la que explica las explosiones sociales que como un huracán recorren nuestra región, aunque también se prefiguran en los países ricos. No es casual que la más extraordinaria, creativa y, ferozmente reprimida, sea la chilena, allí donde supuestamente se logró el mayor éxito económico y la democracia más madura. Pero la represión, cada vez más cruda, se enseñorea donde quiera que hay insubordinación como ha ocurrido recientemente en Ecuador, Colombia y Bolivia. Aunque Honduras sirvió de conejillo de Indias de este cruel ciclo represivo desde el golpe de Estado contra el presidente Zelaya. El caso de Bolivia es extremadamente escandaloso pues allí la rebelión popular es contra un golpe de Estado fascista de manufactura estadounidense que pretende cercenar el más exitoso modelo de desarrollo económico, justicia social y democracia política de nuestra región.
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